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“Me pesa la cabeza y tengo los miembros cansados, y no es la vida lo que me hace moverme.”
-Percy Bysshe Shelley-




26 de julio, 2013


       Esta tarde estaba preparando la vieja cómoda, dándole los últimos toques de lija antes de barnizarla, cuando he reparado en uno de los botones de mi camisa.
       Pendía de un hilo, como yo.
       He tratado de ignorarlo sin conseguirlo. Más bien todo lo contrario, lo he convertido en una obsesión que me asfixiaba.
       El puto botón.
       Al final, reflejo de mi propio fracaso, me he rendido y me he embarcado en la búsqueda del costurero.
       Quizás hubiese sido mejor que lo arrancase sin más, sin embargo no he podido; tenía que solucionarlo aquí y ahora. Pero, ¿dónde estaba el costurero? No en las pocas cajas que he abierto porque, por supuesto, aún no he arreglado el desván.

       Hay veintiocho cajas aquí arriba. Veintiocho.
       Toda mi vida está resumida en estos veintiocho pequeños espacios de cartón.
       Quise traerlo todo porque sabía que no iba a volver. Aún en el caso de que regrese a la ciudad, algo que cada vez se me antoja más lejano, no volveré a mi casa. Así que aquí lo tengo todo, perfectamente apilado en el desván.
       O debería decir que así estaba antes de esta noche… Antes del botón.
       Ahora la mayoría de las cajas están diseminadas por el suelo impidiendo el paso y si antes –antes del botón– ya era complicado entrar ahí arriba, ahora es un imposible. 

       He pasado varias horas entre las dichosas cajas, buscando el costurero y olvidando el botón. Carlos me ayudó a empaquetar (aunque lo más justo sería decir que él hizo todo el trabajo). Había cosas que hacía siglos que no veía y he abierto muchas cajas antes de llegar a lo que buscaba: el viejo costurero, que no es otra cosa que una inmensa caja de latón de una confitería de Jaca que debe llevar cien años cerrada y que perteneció a mi bisabuela.
       Allí he encontrado tu osito a medio terminar. El que te estaba cosiendo con aquellos patrones que bajé de internet porque me pareció una monada.
       Qué lejos está ahora esa persona, totalmente ajena a mí. La que era capaz de pensar que ese osito era una monada… ¿Qué habrá sido de ella? Yo sé qué ha sido de ella; murió contigo y a estas alturas ya no la recuerda nadie. En su lugar solo hay oscuridad. Una oscuridad que lo devora todo. Que arrastra todo lo que toca. A todos. Y a esa mujer de antes ya no la recuerda nadie.
       Ni siquiera yo.

       Carlos puso mucho empeño en recoger las cosas de tu habitación, un lugar que yo no he vuelto a pisar para no desbordar el dique que me esfuerzo tanto por mantener bajo control. Y aquí estaba el osito, quiñándome el ojo, porque también a él le faltaba un botón.
       Y el dique se ha desbordado.
       Hay un vacío sordo en alguna parte de mi interior que lo llena todo. Que me impide ver o escuchar a los demás, que me impide sentir. El mismo que me ha traído hasta aquí, lejos de todos, para evitar las frases que dicen que debo seguir adelante.
       Porque yo no quiero seguir adelante. Quiero poder llorar sin que me miren con esa cara y revolcarme en la autocompasión cuando me parezca oportuno, que ya ves que es casi siempre. Y quiero hacerlo a solas.
       Porque odio a la gente y que el mundo siga girando cuando tu ya no estás sin que a nadie más le importe, porque siguen adelante.
       Los odio y los envidio, porque ellos no están huecos ni rotos. Porque siempre parecen saber todo lo que hay que saber.
       Y porque nunca se equivocan.

       Cuando alguien sufre lo apartamos de nuestro lado sin darnos ni cuenta. Llenamos los silencios de frases vacías y sin sentido que pretenden ser consoladoras, pero que lo único que consiguen es que la necesidad de llenarte el estómago de pastillas aumente. Lo repudiamos porque odiamos que su llanto perturbe o empañe nuestra paz interior, que nos rompa el delicado equilibrio que logramos mantener para pasar por la vida siendo capaces de decir estupideces en cualquier momento y situación. El delicado equilibrio que dicta que no necesitas acudir a un especialista para que te diga que estás como una puta cabra, mientras que ése otro desgraciado está fatal. Y oye, siempre nos alegra saber de alguien que está peor, ¿eh? Mientras esté lo más lejos posible, claro. Mientras no nos salpique manchándonos los bajos del pantalón como si hubiésemos caminado por el barro cogidos de su mano.
       Porque todos tenemos barro por el que caminar, joder.
       Así que bueno, cuando alguien se te muere es completamente normal que todos te digan eso de «estamos aquí para lo que necesites» y que después desaparezcan de tu vida y no vuelvan a llamarte nunca. Nadie va a cogerte de la mano para compartir tu dolor, porque el duelo es algo íntimo en lo que nadie, a parte de uno mismo, debería participar.
       Es solo tuyo, gracias. Llámame cuando estés mejor, cuando dejes de llorar. Cuando puedas volver a bostezar y a hablar de lugares comunes o puedas reírte de lo absurda que es la vida.
       Llámame entonces.

       Y entonces te das cuenta de que ha pasado demasiado tiempo y no tienes a nadie a quien llamar.
       Y así es como te conviertes en tu propio muro dónde las olas rompen.
       En general, la gente me repugna.