Capítulo 2


Dónde rompen los recuerdos




       Tardó cerca de un año en volver a ver a Josephine.
       Y fue entonces cuando supo que el momento había llegado.

       La semilla se había tomado su tiempo. Habían pasado semanas desde que la plantase y ya casi la había dado por perdida cuando por fin, un día, descubrió un pequeño brote. Un tallo brillante y rojo que asomaba la cabeza con timidez. Fue creciendo poco a poco hasta convertirse en un bulbo fuerte que, con el paso del tiempo, fue tomando la sospechosa forma de un corazón. A los cinco meses ya no había ninguna duda: podía apreciar en él ventrículos, surcos y arterias; cavidades y huecos que conocía muy bien. El orificio de la vena cava inferior estaba atravesado por el tronco, que lo sujetada a la tierra en la que estaba plantado, regándolo de una sustancia oscura. Oscura, como lo es la sangre al anochecer.
       Un mes más tarde, latió por primera vez.

       Dicen que los gatos pueden ver más allá, a través de la cortina de la consciencia. En ocasiones, Blue se comportaba de forma extraña; miraba fijamente a un punto en concreto y se quedaba allí, perdida durante mucho rato, llevando esos ojos azules suyos de un lado a otro de la pared. A veces lo dejaba sin más pasando, aburrida, a otra cosa que contemplar. Otras bufaba indignada y trataba de arañar el vacío. A Corban le inquietaba el comportamiento de la gata, que siempre podía percibir de una forma mucho más profunda que él. Puede que se tratase también de un poco de envidia, pensaba, mientras le rascaba detrás de las orejas, un sitio del que ella disfrutaba especialmente.
       La encontró en la puerta de su casa, hambrienta, sucia y muy enfadada, hacía ya algo más de seis años. La había llamado Blue, y no sólo por el color de sus ojos, de un azul tan intenso como el cielo limpio de su niñez. Blue tenía las puntas de las cuatro patas del mismo color, como si en algún momento hubiese pisado un charco de pintura y el pigmento se hubiese asentado allí de por vida, contrastando con el blanco nuclear del resto de su pelaje. También tenía otra mancha en el hocico con la forma de un triángulo irregular. No le costaba nada imaginarla así, sobre el charco azul, acercándose a olisquearlo y descubriéndose en su reflejo, sin poder contener las ganas de jugar con él. La había recogido de la calle, pero seguía teniendo los mismos modales barriobajeros. A quien querían engañar, ninguno de los dos daba el pego.
       Esa noche Blue parecía distraída, arrugando la nariz al olfatear el aire mientras ronroneaba en su regazo. Sentándose solo para levantarse un momento después y dar una vuelta tras otra hasta coger la posición de nuevo. En un momento dado bajó al suelo de un salto y se quedó allí, mirando hacia la puerta con la cabeza ladeada. Después maulló. No como lo hacía habitualmente, pidiendo atenciones o comida; fue un maullido arrastrado y lastimero que le encogió las entrañas. Quiso cogerla en brazos y la gata le arañó en la mano con la fuerza desesperada de un animal salvaje y luego salió huyendo a refugiarse bajo la cómoda.
       Se levantó a limpiarse la herida y el olor a lirios llenó el aire un momento, trayendo de vuelta el recuerdo de la extraña mujer. Pensaba con frecuencia en ella, cada vez que miraba el corazón que crecía en el alfeizar de su ventana, a buen recaudo de la curiosidad felina de Blue. Casi podía decirse que tenía ya el tamaño de un corazón humano adulto totalmente desarrollado, latiendo acompasadamente al mismo ritmo que latía el suyo.
       Sí, había pensado en ella con frecuencia.
       El olor a flores la trajo de nuevo, y también trajo otras cosas que se hallaban fuera de su alcance y que olvidó, una vez más, al instante. Cosas oscuras, como el líquido amniótico del que se alimentaba el órgano que guardaba sobre el jodido alfeizar de la ventana. Allí, entre la cristalera exterior y la interior. A medio camino de la nada y de ninguna parte.
       Se acercó y abrió la cristalera para verlo mejor, dejando que los sonidos de la noche se colasen por ella. Puso sobre él la mano arañada, dejando que absorbiera la sangre casi sin darse cuenta de lo que hacía. Los latidos se aceleraron, como los suyos, bajo el contacto de sus dedos.
       Cuando cerró la ventana de nuevo fue a por la botella de bourbon, con la clara intención de vaciarla mientras dejaba que la familiar nostalgia se le apoderase. Dispuesto a combatirla o a olvidarla.
       O quizás ambas cosas.

       Al día siguiente despertó con una terrible resaca. El dolor de cabeza le golpeaba en las sienes con la fuerza de un martillo y le llevó más de media hora poner un pie en el suelo. Ya era más de mediodía, el sol entraba por la ventana hasta el fondo de la habitación y se sorprendió de haber dormido hasta entonces.
       Dejó que el agua fría de la ducha lo espabilase del todo y sustituyó el desayuno por un cigarrillo, descubriendo que solo le quedaban tres de todos los que había liado. Podía pasar el resto del día liando unos cuantos más, pensó con una pereza agonizante. Y, de no descubrir la nota del portero en el suelo, junto a la puerta, probablemente lo hubiese hecho.
       «Pásate por la clínica sin falta» decía la pulcra letra de Adda estampada en ella.
       Le dio una larga calada al cigarrillo evaluando las posibilidades. No sentía ningún deseo de sumergirse en el interior de otro cuerpo –aún menos en el interior de otra mente–, pero la idea de enfurecer a la menuda nurse alemana quedaba descartada.  Así pues, Corban apagó el pitillo y se vistió a desgana, tratando de prepararse para lo que quiera que fuese que le aguardaba.
       Y no tardó en descubrir que nunca se hubiese preparado lo suficiente.

       Corban siempre había sentido la odiosa sensación de llegar tarde a todo. De que el mundo avanzaba a una velocidad muy distinta de la suya, mucho más rápido de lo que él era capaz de llegar a ser. La vida lo enfrentaba constantemente a situaciones que no parecían tener solución; era su sino. Porque Corban siempre llegaba tarde a todo y aquel día no fue la excepción.
       Adda estaba allí, esperándolo. Al verlo aparecer se puso el abrigo, pero lo acompañó hasta la pequeña habitación dónde tenían lugar todas aquellas cosas desagradables que él detestaba, y siguió esperando mientras se cambiaba y preparaba sus cosas. El gesto lo sorprendió, pero no tanto como el hecho de que lo detuviese justo antes de levantar la sábana que cubría el cuerpo que lo aguardaba.
       —Corban… —dijo con voz trémula. A pesar de que hacía mucho que Adda no hablaba su idioma natal, aún arrastraba un poco las erres. Era lo único que le quedaba de su acento alemán.
       Corban apartó la sábana, imaginando ya que conocería a la persona que se escondía bajo ella.
       Y era cierto.
       Había sentido una simpatía inmediata por ella, y también el curioso deseo de besarla en los labios antes de que los ocultase tras su pañuelo. Un deseo que ahora le dejaba un poso amargo en la boca del estómago. Pero había algo más. Algo que le golpeó con una certeza absoluta cuando retiró la sábana del todo. Lo supo al ver el pálido cuerpo desnudo que tenía ante él. Corban había amado ése cuerpo. Había amado a aquella mujer y la había olvidado. Ni siquiera era capaz de recordar su nombre, que le bailaba de un lado a otro en la punta de la lengua. Y al tocarla con las yemas de los dedos, recorriendo la línea de la clavícula, de nuevo supo que había estado con ella antes de que apareciese aquel día en la clínica, y también después. Ella había intentado decirle algo. Algo importante… Algo que había olvidado junto a todo lo demás. Hoy tenía el mismo aspecto a la luz fría e impersonal de los fluorescentes. Igual de pálida que las otras veces, pero sin vida. Y aún así, su pelo seguía oliendo a lirios, como siempre.
       «Deberías escribir historias de amor con finales trágicos y venderlas a peso por la calle», le dijo una mujer una vez justo antes de salir de su cama. Bien, estaba de acuerdo con ella.
       Algo se le había roto por dentro y no sabía el qué.
       —Corban, ¿estás bien? —preguntó Adda. Se había olvidado también de ella, pese a que no se había movido de su lado—. Es esa mujer, la que vino a verte hace un tiempo. La de la… planta.
       —Así es. ¿La habías visto antes?
       Las palabras salían mecánicamente, tan frías como los tubos que las iluminaban. No se reconocía en ellas. Igual ni si quiera las había pronunciado. Solo pensaba en gritar.
       —No, ¿por qué?
       No podía percibir fácilmente la mente de la mujer. Trataba de sondearla, de saber si le decía la verdad o estaba mintiendo, pero no llegaba a establecer el nivel de conexión necesario. Siempre le había pasado con ella. Dentro de su propia confusión estaba empezando a dudar de todo.
       —Por nada. Vete, nos veremos esta noche en casa.
       —¿Estás seguro? Puedo quedarme si me necesitas…
       —No, vete.
       La menuda mujer se puso de puntillas para besarle en la mejilla antes de salir y aún se detuvo un momento en la puerta. Le pareció que lo miraba con compasión. O quizá se tratase de un efecto óptico…
       Cuando se quedó a solas con Josephine permaneció un buen rato aferrado al metal de la mesa, como si pudiese fundirse con ella. Tanto apretaba, que llegó a pensar que al soltarla las marcas de sus manos quedarían impresas allí para siempre, como las extrañas manchas de Blue.
       La observó. La observó tratando, una y otra vez, de recordarla. De recordar su nombre y a qué sabían sus besos, cómo sería su sonrisa y qué cosas hacían que apareciese. La observó hasta poder tallarla en piedra con los ojos cerrados, y aún así no consiguió más de lo que ya tenía; esa maldita sensación, similar a un picor inalcanzable, de un amor que se había convertido en polvo.
       «Hace poco tenía sueños, como todos los vivos», dijo la última vez que se vieron allí. También dijo que tenía las manos cálidas y el pulso firme.
       No sentía el pulso firme cuando el bisturí se deslizó por la piel de la mujer.

       Y, aunque todo era cuestión de semántica, nunca se había sentido tan cerca de la muerte como en el momento en el que sostuvo su corazón en la mano.


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