¿Alguna vez has tenido un sueño tan real
que no parece un sueño?
Yo soñé que era un león en la sabana
africana, libre para hacer lo que me placiese. Podía oler cada partícula en el
aire. Sentir el polvo, y la manada de antílopes huyendo del peligro. Huyendo de
mí. La vibración en la tierra que producen al desplazarse juntos a la carrera
en las almohadillas de las patas, firmemente ancladas al suelo, esperando el
momento oportuno. Los músculos en tensión.
Y después, la caza.
La carrera salvaje y el corazón palpitando
frenéticamente de anticipación. El juego. La sangre de la presa abatida.
Caliente y deliciosa llenándome la boca. La pureza de la carne cruda desgarrada
para mi deleite, y para alimentar a los míos.
También amé. Varias veces. Más allá del
instante perfecto copulé con las hembras que se ofrecieron y disfruté de esas
otras tensiones placenteras. Dormimos en el herbazal, a la sombra de aquel
árbol durante el resto de la tarde, juntos, en un amasijo de cuerpos que
conocía muy bien.
Dejaba que la cálida brisa me recordase
que estaba en casa. Y que era libre.
Pero solo había sido un sueño, comprobé al
despertarme. Y la rabia fue lo que me llenó la boca entonces, sustituyendo el
regusto metálico de la sangre que aún podía percibir si me esforzaba.
Desaparecía deprisa, sin dejar más que una reminiscencia borrosa y turbia que
se desvanecía con cada nuevo pliegue de la sábana agitada de mi cama.
Ya no era un león. Ni tampoco era libre.
Vivía en mi casa de plástico, en cautividad. Junto a todas esas pequeñas cosas
que adoro en el silencio de los días grises. Sin saberlo.
Hasta ahora.
Y solo esa frase, el Camino del León, sigue dando vueltas en algún punto entre el corazón
y el alma. Recordándomelo. Recordándome que podría tomarlo, si quisiese.
Pero yo no sé si estoy preparada para
tomar lo que quiera de la vida, porque tengo miedo de fracasar.
Tengo miedo de ser libre.
Casi tanto como de no serlo.
Casi tanto como de no serlo.