O…
…una
escalofriante historia de terror monegrino, ambientada íntegramente en una
granja de cerdos. Basada en hechos reales –más o menos–
“es ella irreal, es blanca
es ella la prometida de la noche
y no hay sitio en su cabeza
y no hay sitio en su cabeza
tu corazón es una mierda
tu boca está en todas partes
yazco en ella”
-The
Pixies-
La
muy zorra dormía aún, con la cabeza ladeada en una posición imposible. Había
que mirar el lado bueno de las cosas: mañana no tendría tortícolis. Le sacudió
una bofetada en condiciones, de las que te dejan la mano escocida, y la mujer
abrió los ojos sobresaltada. Le costó unos segundos enfocar, mirando a su alrededor
confusa, con la expresión interrogante de un cachorrito al que han arrancado de
la teta de su madre. Había llegado a pensar que se había excedido al golpearla
con la barra de hierro pero no, ahí estaba, vivita y coleando; sin signos
evidentes de daños cerebrales irreversibles. Aún. Balanceándose suavemente a un
lado y a otro, sentada en la vieja silla de la escuela que afanaron con su
primo hace más de veinte años. Su silla, con los reposabrazos grabados con toda
suerte de nombres de amigas y novios hace tiempo olvidados.
La mujer bajó la vista, descubriéndose
atada con las esposas de peluche rosa. Forcejeó unos instantes, hasta que clavó
en ella, por fin, aquella mirada bobina llena de reproche.
—¿Qué
es esto? —preguntó indignada, agitando las manos frenéticamente.
—Son
de un tapersex. Molan, ¿eh?
—¡Digo
que qué es esto! —exclamó, escudriñando a su alrededor con impaciencia— ¡Dónde
estamos, qué hago aquí!
—Ah,
está en mi silla de pensar.
La
había atado también por los tobillos a las patas, usando cuerda de esparto para
evitar que se moviese demasiado o que le propinase alguna patada. Los zapatos
de tacón estaban tirados a su lado, y una carrera subía por la media hasta
perderse bajo la falda de tweed. La cuerda de esparto no era tan suave como el
peluche ni tan práctica, pero las tobilleras de cuero y anillas que vendían en
el sex shop eran más ornamentales y fetichistas que funcionales, y poco iban a
sujetar llegado el momento.
—¡¿Cómo
que en tu silla de pensar? ¿Qué atrocidad es esta?!
—Las
atrocidades están por llegar, tranquila —repuso con una media sonrisa
condescendiente—, y la silla de pensar, como su propio nombre indica, es para pensar.
—Pues
deberías utilizarla con más frecuencia, porque te estás metiendo en un buen
lío… Será mejor que me sueltes ahora, antes de que se te ocurra otra estupidez.
Había
desafío en el tono. Algo apagado por el miedo, pero ahí estaba. La misma
chulería con la que había invadido la peluquería tres semanas antes, exigiendo
la hoja de reclamaciones por haber pasado, según ella, una hora y media con el
tinte en la cabeza. Mentira. Mentira podrida. Había estado más rato de la
cuenta, sí, quizá cuarenta minutos. En realidad, el tiempo que debería pasar
con un tinte en la cabeza, tiempo que siempre reducían a veinticinco para
sacárselas antes de encima. No le pudo dar ese detalle, por supuesto, ya que el
salón hubiese quedado en mal lugar. Tampoco pudo decirle que, en su opinión, no
había pasado una hora y media con el tinte en la cabeza. Está prohibido
rebatirle nada a un cliente. En cambio se disculpó. Varias veces. Hubo de poner
su mejor cara de arrepentimiento; esa que había ensayado durante horas delante
del espejo. Pero lejos de aceptar sus disculpas, aquella puta había pedido
responsabilidades.
Le arreó otra buena
bofetada, a la altura de la anterior.
—Disculpe,
no suelo ser violenta. ¿Le parece que doy el pego?
—¿Cómo?
—preguntó la mujer sin comprender, aturdida por el golpe.
—Digo
que si parezco arrepentida.
—No,
no lo pareces.
—Quizá
fue eso, entonces. Que me disculpase no fue suficiente porque no parecía
sinceramente arrepentida.
—De
esto sí que te vas a arrepentir, te lo digo yo —sentenció. No la estaba tomando
en serio.
—A
mi abuelo le cortaba el pelo un barbero en su casa. Yo pasaba allí mucho tiempo
y solía estar cuando aquel hombre iba.
—¿Y
a mí que me importa?
—Oiga,
estoy hablando, haga el favor de no interrumpir o tendré que coserle la boca —y
estaba dispuesta a cosérsela de verdad, incluso si no era necesario—. Como le
decía —prosiguió, tras haberse ganado una mirada de estupefacción—, yo estaba
presente mientras le cortaba el pelo y le afeitaba. Lo hacía a navaja, era un
hombre de pulso firme, de la vieja escuela. De todo aquel ritual de sonidos y
olores me gustaba especialmente el chasquido de las tijeras de peluquero. Era
como música, ¿sabe? Me sentaba en mi banqueta a escucharle, con los ojos
cerrados, mientras las tijeras cantaban para mí. Por eso soy peluquera.
—Estás
muy mal, chiquita, muy mal. Necesitas que alguien te ayude… —dijo, mirándola
como si la viese por primera vez. El labio le temblaba ligeramente y la sangre
que resbalaba frente abajo le daba un aspecto frágil que no encajaba para nada
en su rostro enjuto. No la estaba tomando en serio, pero eso estaba a punto de
cambiar.
—«Espero que se tomen medidas», dijo usted. Así
que aquí estamos, tomando medidas —sacó las tijeras de la
funda que llevaba en la cadera—. La navaja está bien, en serio, pero no es lo mismo.
La tijera no es una navaja y, desde luego, hay que esforzarse más… Pero no me
importa, me gusta esforzarme.
—¡Espera,
espera, ¿qué vas a hacer?!
—¿Sabe
dónde estamos?
—¡No,
no sé dónde estamos! ¡¿Qué vas a hacer?!
—Estamos
en la granja de cerdos de mi primo. ¿Ha oído toda esa historia de la carne
procesada? Ahora dicen que es cancerígena, la han puesto junto al amianto y el
tabaco, ¿se lo puede creer?
—Sí.
Lo he oído, sí —ya no la miraba a ella, buscaba algo que la sacase de allí de
inmediato. No una salida de aquel lugar, sino más bien un milagro. Eso era
exactamente lo que necesitaba.
—Pues
le confesaré una cosa: ni en sueños comería la carne de estos bichos. No estoy
diciendo que no coma cerdo, no tengo nada en contra de la carne procesada, o
sobre comer animales guarros*, ya que estamos, pero estos animales guarros en
particular están muy bien alimentados, no sé si me entiende —dijo guiñándole un
ojo—. Verá, es lo que tienen los cerdos, que se lo comen absolutamente todo… Quiere
saber lo que voy a hacer, ¿eh?
—Sí
—admitió ella esbozando un puchero—. Oh, Dios, sí…
—Dios
no está hoy por aquí. Y no quiere saberlo, pero se lo voy a decir igualmente.
Es probable que empiece sacándole un ojo —susurró distraídamente, dándose unos
golpecitos en la mejilla con las tijeras, como si se le acabase de ocurrir. No
se le acababa de ocurrir—. No lo sacaré del todo, lo dejaré colgando para que
pueda sentirlo agitándose mientras mueve la cabeza, ¿qué le parece?
La
mujer rompió a llorar balbuceando. Adoraba ese momento más que ningún otro; el
momento en el que conseguía quebrar voluntades y aflojar los ánimos. Lo adoraba
más de lo que adoraba la sangre y el dolor. El momento en el que conseguía, por
fin, toda su atención. Le levantó un poco la falda, lo justo para descubrir una
buena parte de sus muslos –por algún sitio había que empezar, pensó, decidiendo
que sería mejor si ella podía verlo todo. Al menos de momento–, y cortó la
media dejando a la intemperie la pálida y flácida piel salpicada de manchas.
Ésta gentuza se lleva las manos a la cabeza con la carne procesada y, en
cambio, puede pasarse horas al sol en verano. Clavó la punta de la tijera y la
deslizó con facilidad mientras ella gritaba. No demasiado profundo, no
pretendía desangrarla enseguida. Había adquirido cierta práctica con el tiempo,
ahora ya sabía hasta dónde podía llegar. Y a partir de ahí comenzaba todo eso
del esfuerzo. Separó la piel de la carne, como si abriese una pequeña ventana
roja, húmeda y palpitante. Trabajó con esmero escuchando cantar a las tijeras,
hasta que lo dio por concluido. Se había movido demasiado y los cortes no eran
limpios. La herida cuadrada, de unos quince centímetros, parecía mordisqueada
por los ratones. Parecía un cuadro de Jackson
Pollock. Una verdadera chapuza. Observó a la mujer con atención, su cara
congestionada llena de lágrimas y mocos. Jadeaba como si el esfuerzo lo hubiese
hecho ella y es posible que así fuese, porque había gritado de lo lindo. Había
gritado tanto que le había puesto dolor de cabeza.
—¿Por
qué mintió? —le preguntó con curiosidad.
—No
me gusta esperar…
—A
mi tampoco.
—Te
cogerán… —gimoteó, perdida ya toda esperanza.
—Puede.
O puede que no. En cualquier caso —repuso—, usted, mi Regalito del Cielo, no
estará aquí para verlo. Estará en el paraíso de las zorras, con las demás. Que
en paz descansen. Pero antes de llegar a eso… Antes, nos vamos a divertir.
*Acerca de los animales guarros, por
Jules.