Si parece una cita, es posible que lo sea
Despertó
de golpe, debido a la sorpresa de saberse dormido. Porque después de casi año y
medio acostándose con ella, era la primera vez que se dormía a su lado. Y el
hecho lo pilló completamente desprevenido. Si se paraba a pensarlo, hacía
tiempo que las cosas ya no eran iguales entre ellos… Ya no se miraban igual, ya
no se besaban igual, sus abrazos eran distintos. Y en la cama… Bueno, todo era distinto. Distinto de una
forma mucho más íntima y profunda, lejos ya de la carne a solas. Ignoraba en
qué momento había sucedido el cambio, pero lo que sí sabía era que no se lo
diría a ella. No se lo diría porque se sentiría cómo una rana a la que han
hervido a fuego lento en una olla, sin darse cuenta hasta que fue demasiado
tarde.
Porque
ya era demasiado tarde…
Les
gustase o no, eran una pareja.
Y
aquella idea lo hizo reír y tuvo que besarla. Tuvo que besar a su rana que, por
suerte, jamás se convertiría en una princesa.
—Hum…
¿Qué hora es? —preguntó Rebecca, al abrir un ojo y ver que ya era de día.
—Tarde
—respondió—. Demasiado tarde.
Y
ésta vez fue ella la que lo besó a él.
* * *
¿Qué
es lo que tienen las navidades que, aún transcurriendo todo un año entero entre
unas y otras, nunca parece suficiente? ¿Qué coño es?
Por
más vueltas que le diese al asunto ahí estaba otra vez, sumergida en el centro,
rodeada de toda esa jodida parafernalia que odiaba, detestaba y aborrecía todo
lo que alguien puede odiar, detestar y aborrecer algo. Había pasado la Noche
Buena comiendo pizza fría y bebiendo vino en casa de Paul, como dictaba la
tradición. El día de Navidad, sin embargo, se le estaba haciendo eterno y
especialmente tedioso. Nunca, nunca jamás salía de casa ése día, pero Julian la
había llamado y había tenido que mover el culo hasta la finca, mientras que
Paul había aprovechado para largarse a comer a casa de su amigo el pelirrojo –o
más bien a casa del hermano de éste–. Su
extraña relación iba viento en popa a toda vela. Se veían con bastante
frecuencia y era el irlandés el que pasaba más tiempo con la familia del
lector, un hecho que el lector no le había echado en cara hasta ahora.
¿Era
posible que fuesen sus segundas navidades juntos?
Como
si lo hubiese invocado al pensar en él, el móvil sonó mostrando su número. Ash
no solía llamar por teléfono. Había muchísimas cosas, habituales en todo el
mundo, que él no solía hacer.
—Hey
—le dijo Rebecca, sin poder evitar que una sonrisa bobalicona asomase a la
comisura de sus labios.
—Hola
a ti también —respondió como siempre. No podía verlo, pero sabía –sabía– que, a su vez, sonreía—. Quiero
verte esta noche.
Tampoco
era un tío que se andase con rodeos.
—Esta
noche, ¿eh? ¿No cenas con tus hermanos?
Todos
pasaban al menos dos semanas sin salir de la casa, haciendo las cosas que la
gente como ellos hiciese. Cosas familiares que a Rebecca no le interesaban para
nada.
—Así
es, cenaré con ellos y luego pasaré a recogerte. Volveré a casa de Vörj después,
cuando te deje de vuelta.
—No
irás a llevarme a cenar… ¿verdad?
Escuchó
una risa estrangulada al otro lado de la línea; en año y medio jamás habían
tenido una cita propiamente dicha. Tampoco era el momento para empezar.
—No,
Rebecca, no voy a llevarte a cenar.
—Está
bien, ¿a dónde iremos?
—No
voy a decírtelo.
—No
me gustan las sorpresas —repuso con fastidio.
—Creo
que me arriesgaré. Pasaré a buscarte a eso de la una.
Y
colgó.
Y se
descubrió pensando qué ponerse
(mierda),
y si debía arreglarse o no
(joder).
Maldito
hombre del demonio.
* * *
Apareció
a eso de la una, tal y como le había dicho por teléfono. Iba vestido como
siempre, con esa ropa negra gastada que disimulaba bien la sangre, y en sus
ojos grises anidaba ése aire de diversión que nunca le dejaba bajar la guardia.
En un año y medio no había llegado más lejos de lo que llegó durante aquellos
primeros días. Podía decirse que se lo había contado todo, que lo sabía todo de
él desde entonces. Sin embargo, cada vez que miraba en el interior de esos
turbulentos ojos, tenía la impresión de no saber absolutamente nada. Cada vez
que lo miraba a los ojos tenía la impresión de que el control de su vida se le
escapaba, y que tratar de recuperarlo sería como intentar atrapar uno de esos
globos inflados con helio una vez que lo has dejado suelto. Y entonces sus
labios se tocaron y todo volvió a sonar con el ritmo fuerte de sus latidos;
como si su corazón quisiese escapar atravesando los tímpanos; como si la
cerveza que se había tomado mientras lo esperaba le hubiese embotado la cabeza;
como si nunca antes la hubiese besado.
Como
si él no acabase de llegar y llevase allí toda la vida.
—¿Vas
a decirme ya a dónde vamos?
—¿Quieres
que te lo diga o prefieres verlo?
Wollman
Rink, la pista de hielo de Central Park.
No
había vuelto jamás. La había evitado de una forma inconsciente durante todos
esos años, pensando que regresar hubiese sido el equivalente a soltar una bola
de demolición directa a la boca del estómago.
Estaba
equivocada.
No
era así ahora, al menos, tras recuperar el nítido recuerdo de la primera –y
última– vez que estuvo. Ash la miraba de reojo, atento, esperando su reacción.
No estaba del todo seguro con el resultado de aquella inventiva, imaginó.
—A
veces, Rebecca, yo también tengo la impresión de no saber absolutamente nada
cuando te miro a los ojos —admitió con un gesto vago. Algo que podía ser una
sonrisa, melancolía o quizás, únicamente, un efecto óptico.
La
pista estaba desierta a esas horas. Alumbrada por menos de la mitad de los
focos, seguía siendo exactamente igual a la de sus recuerdos. Puede que un poco
más pequeña, ya que entonces era tan solo una niña. Pero lo que la hizo volver
atrás en el tiempo no fue eso, fue el olor del hielo. Ése olor tan
característico. El olor más maravilloso del mundo. Rebecca cerró los ojos para
percibirlo mejor, y volvió a ver a sus padres.
Sí,
el día más feliz de su vida.
Una
mano sujetó la suya. Una que conocía muy bien. Y abrió de nuevo los ojos para
encontrarlo frente a ella. La llevó hasta uno de los bancos, dónde la esperaban
unos patines de su número.
—¿Y
los tuyos? —le preguntó al no ver otro par.
—Este
es tu recuerdo, no el mío. Aunque me gustaría mirarte mientras patinas —añadió.
No
se había puesto unos patines desde entonces, pero fue como si nunca se los
hubiese quitado. Había heredado de su padre un equilibrio exquisito, propio de
los de su raza, y deslizarse por la pista con el frío pegado a la cara la hizo
sentir algo más cercana a él. Observó, a lo lejos, al lector entrando en la
cabina de música; si empezaban a sonar villancicos tendría que matarlo. Lo
mataría de una forma especialmente lenta y dolorosa, y empezaba a valorar todas
las posibilidades que se le iban ocurriendo cuando Alice Cooper se escuchó por
los altavoces. No a toda pastilla, a un volumen perfecto que la dejaba pensar.
Tal y como solía hacer cuando iba en el coche. Una sonrisa se abrió paso, creciendo como una ola que rompe en un acantilado hasta convertirse en una
carcajada.
Puto
Ash.
* * *
A
veces le gustaba tumbarse sobre su pecho, con la cara oculta. Tenían, así,
conversaciones normales dónde el lector no se adelantaba a lo que iba a decirle.
Dejaba que la acariciase y ella le acariciaba a él. Recorría esas cicatrices
que se había aprendido de memoria. Los tatuajes. Seguía con el dedo las líneas
de ése mapa que era su piel. Hasta llegar a la palma de la mano. Aquella huella
era especial, le había dicho en su día. Había sido la primera. En ocasiones lo
descubría frotándola, como si le quemase. Como si la vida que llevaba ahora lo
hubiese doblegado y quisiese resistirse.
Cuando
amaneció no hubo besos; nunca la besaba al despedirse. Arikel no era un hombre
que hiciese las cosas como los demás. Sólo la promesa, bailando de esa forma
sensual en la comisura de sus labios, de que lo vería muy pronto.
Nunca
se había sentido tan a gusto con alguien que no fuese Paul.
Nunca
se había sentido tan a gusto con alguien, y eso… la aterraba más que cualquier
otra cosa. Puede que hubiese llegado el momento de redefinir los términos de lo
que quiera que fuese que tenían. Y había que redefinirlos en otro idioma, uno
que Rebecca fuese capaz de comprender.
En
lo más profundo de su corazón, esa pequeña parte oculta y oscura que se
empecinaba en gritarle que estaba enamorada, arraigaba el pánico atroz a la
necesidad. Esa pequeña parte oculta y oscura que se empeñaba en ahogar cada vez
que estaban juntos…
Esa
misma que siempre le advertía de que estaba a punto de joderlo todo.
La
misma a la que siempre ignoraba…