Capítulo 10




En busca de un recuerdo



       Se escabulló en silencio, cerrando la puerta con cuidado. Ya hacía bastante que había amanecido y había preferido volver a su cuarto. Cuándo se volvió se encontró de frente con Yo, que salía a su vez de la habitación contigua, todo ojos azules y sonrisa.
       —Buenos días —saludó, sin alzar demasiado la voz. Alguien se estaría riendo de lo lindo en aquel preciso instante, pensó.
       —Hola —respondió el muchacho amablemente—, iba a bajar... pero ya que estás despierta me gustaría atenderte ahora, ¿te importa?
       —¿Atenderme?
       No le parecía que necesitase ninguna clase de atención... Ash había bajado a por comida en mitad de la noche y no había dejado nada. Ahora se sentía genial, y estaría aún mejor tras haber desayunado.
       —No he terminado con la sanación, nos llevará algunas sesiones más. Vamos a tu habitación —dijo, invitándola a ir hacia la puerta con un gesto.
       —De acuerdo...
       Yo no hizo ningún comentario sobre porqué salía a escondidas de la de su hermano, únicamente sonreía, como si sólo él hubiese escuchado un chiste que no pensaba compartir. Quizá siempre era así, qué coño sabría ella después de todo... La verdad era que sentía curiosidad por lo que iba a hacerle. No había estado consciente mientras él la atendía ninguna de las veces anteriores, y aunque Paul había tratado de explicarle lo que Yo le había contado, no había sido capaz de esclarecerle gran cosa. Estaba intrigada, puesto que la medicina, aunque en su forma más mundana, siempre había formado parte de ella de una forma o de otra.

       Una vez en su cuarto se tumbó en la cama, como él le indicó, subiéndose la manga de la camiseta para dejar al descubierto la cicatriz. Lo primero que le había sorprendido al despertar, era lo rápidamente que se había cerrado la herida. Yo se quitó las pulseras y el largo collar que llevaba al cuello doblado en dos vueltas y repartió las piedras a su alrededor, depositando algunas sobre ella. Las cuentas eran cuarzos, como los que había visto por toda la casa.
       —¿Para qué son? —preguntó con interés.
       —Los cuarzos me ayudan a canalizar la energía.
       —Ash me dijo que eres una especie de catalizador...
       El muchacho se echó a reír y el sonido fue musical, como el de un millón de campanillas entrechocando entre sí. Y su risa, a juego con sus ojos sinceros, era contagiosa. Resultaba casi imposible no dejarse llevar por su buen humor y su predisposición. Hablaron mientras sus manos, cálidas y amables, palpaban con absoluta seguridad, tejiendo y entrelazando aquello que sólo él podía ver.
       —Todos nosotros —le dijo Yo, refiriéndose a su raza—, tenemos mayor percepción y dominio sobre las cosas vivas y tú, aunque eres muy joven, seguro que ya lo has notado...
       Le resultaba chocante que él hablase sobre su juventud, aunque sabía que su aspecto físico no se correspondía con la realidad. Se sintió un poco cómo... cómo la gente debía sentirse respecto a ella, que también aparentaba mucho menos de lo que contaba realmente en años.
       —He notado cosas, sí, pero no tengo ningún dominio sobre ninguna de ellas...
       —Bueno, tienes una parte humana... Aún así, mi hermano me ha dicho que puedes sentir e intuir los cambios en la energía.
       Como haciendo eco a sus palabras, sintió una pequeña descarga en el brazo que le puso el vello de punta. No era desagradable, y distaba mucho de cualquier sensación que hubiese sentido antes. Era algo difícil de explicarle a alguien que no lo hubiese experimentado... Miró al muchacho con los ojos muy abiertos y éste asintió complacido.
       —Así es. Creo que con un poco de esfuerzo y práctica podrías incluso llegar a verlo. Tu padre debió ser un tejedor, al igual que lo soy yo.
       —Tejedor... —la palabra le resultó curiosa y, viéndolo trabajar, muy acertada.
       —Los tejedores tenemos la capacidad de ver la energía, de modelarla a nuestro antojo, de crear cosas con ella... O de destruirlas —añadió con tristeza.
       —¿Y ahora, qué es lo que haces? Creí que ya estaba curada... más o menos —preguntó, mientras lo observaba con atención tratando de no pensar en su padre.
       —A simple vista ya no hay restos de veneno, pero hay que repetir esto varias veces más para mantener limpios los tejidos, por si acaso. Podría quedar algo bajo la superficie, algo que se me pueda escapar...
       Parecía encantado de poder resolver sus dudas y de que ella mostrase interés. En realidad, resultaba difícil imaginarlo de otra forma que no fuese encantado.
       —¿Qué es lo que ves?
       —Ahora la herida irradia un aura limpia y clara. Cuando llegué —hizo una pausa mirándola a los ojos, casi con miedo a decirlo en voz alta, como si la simple mención pudiese traer toda esa mierda de vuelta—… Cuando llegue, además de lo que resultaba evidente para todos, pude ver los vapores oscuros. Parecían tener vida propia y alimentarse de la tuya. Luchaban por abrirse camino a través del torniquete que él te hizo, muy acertadamente, por cierto. No era la primera vez que veía una mordedura de abaddon y pensé —pausa—… Pensé que no podría ayudarte —pausa—. Pensé que era demasiado tarde.
       Bajó la cabeza con pesar, por haberse dado por vencido, supuso ella. Se sentía culpable –y quizás un poco avergonzado– por haberla dado por perdida aunque, evidentemente, eso no había influido en su forma de actuar.
       —Bueno, si yo hubiese entrado en una habitación que oliese así, hubiese salido corriendo a la primera de cambio —dijo tratando de animarle. Él volvió a mirarla y dejó escapar las campanillas de nuevo—. Me has salvado la vida, Yo. Espero no tener que seguirte o algo así hasta devolverte el favor... pero tienes toda mi gratitud.
       Rebecca se dio cuenta de que el muchacho la obligaba a sonreír con frecuencia, algo que, hasta ahora, solo podía achacarle a Paul.
       —Creo que ha sido tu parte humana la que te ha salvado —precisó Yo—. Me ha resultado más sencillo aislar la infección contigo, tu metabolismo es más lento que el nuestro.
       —Más lento que el vuestro y más rápido que el de un humano...
       —Así es —asintió con convicción—. Una mordedura resulta letal para nosotros, nuestro cuerpo trabaja muy deprisa tratando de eliminar la toxina y lo único que hace es extenderla aún más.
       Genial, ahora se sentía mucho mejor por haberlos involucrado a todos...
       No volvieron a hablar mientras trabajaba. Lo observó en silencio, atenta a cada uno de los pasos. Al terminar, mientras se colocaba de nuevo los cuarzos en torno a las muñecas y el cuello, Yo miró por la ventana y cambió. Entonces, ya no le parecía tan joven. Cuando se concentraba tenía simplemente el aspecto que debía tener un ser inmortal y recordó lo que Ash le había dicho sobre él, sobre lo de que podía, de algún modo, saber lo que iba a suceder y del peso que suponía.
       —Desde aquí se puede escuchar el silencio, incluso las estrellas —dijo Yo en un susurro—. Se puede escuchar como tu mundo y el mío se fusionan desde ambos planos. Desde aquí se puede escuchar la vida… ¿No es increíble?
       Y, diablos, lo era. La tranquilidad de la casa era un eco bajo la piel que percibía como un leve latido. La idea la obligó a tragar saliva antes de poder volver a pronunciar una sola palabra.
       —¿Cuántos años tienes, Yo? ¿Cuántos años tenéis todos?
       —Bueno, el tiempo es muy relativo para nosotros, no transcurre del mismo modo —respondió tras dudar un instante. Sonreía de aquella forma suya, que intensificaba el aura onírica e irreal que parecía acompañarlo siempre. Posiblemente, no era una cuestión de años. Posiblemente… ni siquiera de milenios. Trascendía mucho más allá, como las brillantes constelaciones que nadaban en el profundo azul de sus ojos. En los ojos de todos ellos.
       —¿No podemos hacer un cálculo aproximado? —insistió, dejándose llevar por la curiosidad.
       —Cuando mi padre y sus hermanos crearon la tierra, yo ya era lo que ves. Soy el más joven de los cuatro…
       —El más joven, ¿eh? Eres distinto a ellos, se nota. No hablo solo del… físico. Bueno, ya sabes.
       El muchacho se echó a reír de nuevo y la habitación pareció mucho más luminosa de repente.
       —Somos diferentes, sí. Yo vivía en las Fuentes de Plata, alejado de los demás, con el resto de lo que aquí denomináis querubines.
       —No me imaginaba así a los querubines. En realidad, nunca he imaginado nada. Hace unas semanas me hubiese sentido incapaz de mantener esta conversación sin pensar que eras un pirado. Pero resulta que solo vivías en las Fuentes, eso lo explica todo, sí.
       —Las Fuentes de Plata son la raíz del conocimiento. Mis hermanos y yo poseemos nuestra memoria histórica, la albergamos en nuestro interior. Sus aguas nos iluminan, nos bañan en su saber. Es una corriente cognitiva, como nuestro líquido amniótico. O lo era… —añadió con la tristeza de una pérdida.
       —¿Por eso puedes ver el futuro?
       —Sí, así es. Los que alguna vez estuvimos en contacto con las Fuentes tenemos una percepción distinta y mucho más aguda de lo que nos rodea.
       —Y… ¿puedes ver algo ahora?
       —Generalmente, soy más receptivo cuando duermo —dijo con una sospechosa vaguedad, dejando entrever una sonrisa misteriosa.
       —Y si vieses algo no me lo dirías…
       —Eso depende de lo que viese, Rebecca. Se me ha otorgado el don del conocimiento por algún motivo, pero si todos tuviésemos que padecerlo, mi padre lo hubiese dispuesto así.
       —¿Y por qué te fuiste? —preguntó, refiriéndose a las Fuentes.
       —Porque allí no tenemos que soportar ninguna clase de sufrimiento, pero tampoco amamos de verdad. Y mi destino era estar junto a Emu, los sueños lo trajeron hasta mí y no me arrepiento de haber dejado atrás todo lo demás. Los querubines no tenemos… formas, ¿sabes?
       —¿Formas?
       —Nuestros cuerpos no son masculinos ni femeninos. El resto de mis hermanos, los que viven fuera de las Fuentes, escogen sus formas desde el principio, pero en nosotros no es lo habitual. Carecemos de curiosidad para salir, para interesarnos por cualquier otra cosa que no sea bañarnos en la pureza de esas aguas. Pero yo quise escoger. Escogí salir y conocerle, y escogí mi nueva forma. Mi nuevo… yo. Dejé atrás el camino del conocimiento superior para estar entre los demás y experimentar la vida que nos fue dada.
       Lo observó detenidamente una vez más: la pálida piel y el blanco cabello, su forma de vestirse y de moverse, la suave vibración impresa en su cuerpo, los cuarzos que pendían de su cuello y sus muñecas, y la pequeña mano de plata que colgaba de ellos y que acariciaba inconscientemente de vez en cuando. Al conocerlo le había llevado un poco distinguir si era un muchacho o una muchacha. Yo no era ninguna de las dos cosas, en realidad. Y era las dos al mismo tiempo. Puede que sus formas fuesen masculinas, pero seguía estando a medio camino –o abarcándolas ambas–. Lo que sí estaba claro es que era distinto a los demás, impregnado de esa sabiduría milenaria que dejaba escapar con cada sonrisa, con cada gesto. Era el ser más extraño e increíble que había visto en su vida.

       El muchacho se fue un rato después y ella aprovechó para darse una ducha antes de unirse a los demás. Lo hizo con desgana porque no quería quitarse al lector de encima, quería seguir oliéndolo en su cuerpo y a la vez se recriminaba su estupidez supina. Por eso y porque la conversación con Yo la había inquietado; sentía una especie de vértigo, similar al de la traslación, cuando pensaba en el tiempo en sus términos. Bueno, se había acostado con alguien mucho mayor que ella, un auténtico carcamal –uno con un culo de muerte, pensaba, mientras trataba de reírse del asunto. La barrera que separaba lo normal de todo lo demás, si es que en su caso había habido alguna, se había roto hace mucho, así que se duchó paseando sus manos por los mismos lugares dónde él había puesto las suyas, tocándose cómo él la había tocado. Y lo guardó todo mentalmente para enseñárselo después. Ella también se sabía algunos juegos.

       Llamó a la puerta de Paul antes de bajar. Lo escuchó dentro yendo de un lado a otro, hasta que la abrió momentos después. Tenía el pelo húmedo, olía a jabón e iba a medio vestir.
       —Esperaba que me acompañases, me muero de hambre y no me apetece nada ir sola...
       —Dame un momento, estoy enseguida.
       Se sentó sobre la cama revuelta, observándolo. Parecía tranquilo. Mucho más de lo que lo había estado todos aquellos meses atrás. Le había parecido que la casa tenía ése efecto relajante y Yo se lo había confirmado hablándole de la energía que lo envolvía todo allí. Sí, podía sentirla incluso sobre ella, como un bálsamo.
       —Listo —anunció el irlandés tras lavarse los dientes— ¿Cómo te encuentras?
       —Cómo si no hubiese comido en años.
       El hambre había comenzado de nuevo mientras Yo trabajaba y había ido en aumento. En ése preciso instante ya tenía un dolor considerable y le costaba pensar en otra cosa que no fuese comida. Su cerebro la asociaba ya a todos los efectos beneficiosos que le reportaba y la pedía a gritos.

       Fueron camino de la cocina, dónde encontraron a Hylissa y a Yo desayunando mientras charlaban con las cabezas muy juntas. Había notado entre ellos una conexión especial, una complicidad que hacía evidente que ahí había mucho más de lo que parecía a simple vista. Las manos del muchacho buscaban con frecuencia las de la mujer encontrándolas enseguida, y sus dedos se enlazaban hasta que era imposible distinguir dónde empezaban unos y terminaban otros, como se enlazaban los suyos con los de Paul durante las noches oscuras. También se miraban de una forma especial. Distinta a cómo miraba Hylissa al rubio, o Yo al pelirrojo. Algo similar a una profunda comprensión de cosas que a Rebecca se le escapaban y que, probablemente, jamás estarían a su alcance. 
       Al reparar en su presencia los saludaron, contentos de ver a alguien más en la cocina.
       —En la nevera hay sobras de ayer, y en aquel armario tienes algo de bollería—dijo señalándolo—. En el que está junto a ése tenéis café, té o algunas infusiones. No creo que las infusiones te sirvan de mucho —añadió tras pensar unos instantes—. Deberías tomar refrescos, llevan azúcar en cantidades industriales.  
       Siguiendo los consejos de la mujer y ayudada por Paul, saquearon la nevera y pasaron de las infusiones que, por otro lado, nunca tomaban.
       —¿Dónde está todo el mundo? —preguntó.
       —Vörj y Emu han salido otra vez —respondió Hylissa—. Están en Nueva York, tratando de encontrarlo... Ya sabes. No creo que tarden, llevan casi toda la noche fuera. Ash no ha bajado aún, pensaba que estaría contigo...
       —No está conmigo —dijo, tratando de sonar natural sin conseguirlo. Su voz tenía cierto matiz estridente que desmentía tajantemente esa afirmación, por mucho que en aquel preciso instante fuese cierta.
       Paul la miró con diversión. No había hecho comentarios mientras estaban a solas, pero estaba casi segura de que no dejaría escapar la ocasión de martirizarla con alguno especialmente mordaz en algún momento próximo... Hylissa no dijo nada más al respecto, y tampoco Yo.
       Se sentaron con ellos y comieron, mirándose en silencio durante un buen rato. No sabía cómo romper el hielo, estaba incómoda y hubiese preferido mil veces comer en la habitación a solas con Paul. La gente la ponía tensa y allí, en una casa que no era la suya, se sentía mucho más extraña de lo habitual. Pensó en algo que recordó de pronto y se alegró de tener preguntas por hacer. Recabar información era algo con lo que podía, sí.
       —Ash mencionó que la pareja de su hermano era mestiza, imagino que se refería a ti.
       Paul la miró con reproche, como si hubiese dicho alguna grosería, pero ni el muchacho ni ella parecieron tomarlo como tal.
       —Así es —dijo Hylissa, esbozando una sonrisa tímida.
       —Bueno, es que no sé mucho de mestizos y acabo de descubrir... Ya sabes.
       —Cada uno es distinto, posee diferentes cualidades y todo depende en gran medida de la genética. A parte de eso... no puedo decirte nada más.
       Se fijó mejor en la mujer. Tenía un ligero acento distinto al de ellos que tampoco lograba identificar. Los brazaletes, algo en lo que ya había reparado durante la cena –deformación profesional, lo llaman– no tenían cierre, a simple vista no se los podía quitar. Estaban hechos, además, de un metal que no reconocía. Le eran extraños por el brillo que emitían, diferente a todo lo que había visto hasta entonces –excepto las largas dagas que colgaban de las caderas de Ash que, estaba segura, estaban hechas de lo mismo–, y llevaban unas inscripciones entrelazadas en algo que parecía griego. Quizá no le hubiesen llamado tanto la atención de no ser porque el rubio tenía la costumbre de besarla en las muñecas, un gesto muy íntimo que le resultó tremendamente curioso. Y luego estaba ése nombre... Ése nombre era de todo menos contemporáneo.
       —¿Cuántos años tienes? —le preguntó sin pararse a pensar.
       Antes, en su habitación, le había preguntado a Yo por la edad. No había sido curiosidad, sino más bien la necesidad de saber; de medir el tiempo en parámetros comprensibles para ella. Mirando a Hylissa, en cambio, y pensando en lo que tenían en común, aquella información le parecía vital.
       Escuchó resoplar a Paul a su lado y cuándo lo miró estaba poniendo los ojos en blanco. Hylissa, por el contrario, río con ganas echando la cabeza hacia atrás, y los rizos anaranjados se mecieron con el movimiento. Anaranjado, tan vivo como una puesta de sol, recordó haber pensado la primera vez que la vio de su cabello. Y sus ojos verdes, oscuros, del color de las esmeraldas. Unos ojos tristes. O unos ojos de alguien que ha visto muchas cosas, como los del resto. Sería mestiza y tendrían eso en común, sí, pero estaban a años luz la una de la otra.
       —Nací durante la primera guerra macedónica —respondió sin más, como si eso lo explicase todo.
       Ni Paul ni ella eran unos fanáticos de la historia pero joder, eso fue hace mucho tiempo... ¡Muchísimo tiempo!
       —¿Quieres decir que voy a vivir eternamente?
       —No tengo ni idea —dijo la menuda mujer, encogiéndose de hombros—… Pero la teoría es que sí. Si heredas la inmortalidad, vivirás hasta que alguien decida lo contrario.
       Su forma de decirlo la hizo reír a ella. Nunca, hasta ahora, había enfermado, lo que podía ser un indicativo de que su organismo tendía hacia su familia del otro lado. Y bueno, nadie le daría los años que tenía realmente, aunque no hubiese llegado aún al milenio. Miró a Paul; sus ojos azules estaban fijos en ella, sabiendo exactamente lo que estaba pensando. «Idiota», le decían, «esto es un regalo, cógelo»
       —Quien coño querría vivir para siempre —apuntó en voz baja—, ya lo dijo Freddy Mercury...
       —Bueno, Becca, no lo dijo exactamente así, pero me juego lo que quieras a que antes de irse hubiese firmado cualquier cosa que le hubiesen puesto por delante para quedarse... 
       Y que eso lo dijese precisamente él tenía su gracia, no te creas.
       —Vivir mientras los demás mueren no me resulta una perspectiva para nada halagüeña...
       Vivir sin Paul. Ella no tenía más amigos, ni tampoco familia; el irlandés era todo cuanto tenía y la idea de sobrevivirle, tan nítida aún en su mente desde Clermont, le dejó ése peso en el pecho al que nunca se acostumbraba. Vivir para siempre caminando de la mano con un metabolismo a prueba de bombas significaba, según el vocabulario de Rebecca, inclinar la balanza a su favor, una ventaja que en algún momento se transformaría en una despedida. Significaba decirle adiós a Paul en algún punto del camino y no estaba preparada para algo así. Él sonreía, pero era una sonrisa triste, de las que no llegan a los ojos. La cortina de humo había caído convirtiendo muchas incertidumbres en certezas. 
       Hylissa los examinaba con interés, igual que había hecho ella misma antes. Había creído que era una mujer tímida y ahora estaba segura de que era una idea errónea. Sus silencios no se debían a la timidez, simplemente se callaba muchísimas cosas. Era una mujer discreta que no hablaba por hablar.
       Cuándo estaban terminando, Paul se levantó para preparar café.
       —¡Aquí hay dos mil tipos de café distintos! —exclamó asombrado—. Y no sabría decir cómo funciona ésta cafetera...
       Hylissa se acercó para ayudarle, poniéndose de puntillas para alcanzar uno de los paquetitos.
       —A mi no me gusta el café, o no como a él, al menos —matizó—, pero éste es uno de sus favoritos. Te enseñaré como se hace.
       Inició todo un ritual sobre la encimara de la cocina, bajo la atenta mirada del irlandés, y, enseguida, el agradable olor se dispersó en todas direcciones. Un olor muy distinto al que ellos estaban acostumbrados.
       —El rubio es un sibarita —dijo.
       —Oh, aquí dentro el sibarita es Emu —corrigió Yo riendo, abarcando la cocina con un gesto—. Vörj se come cualquier cosa.
       —Es cierto —añadió Hylissa, también entre risas—, pero con el café no se juega. Espero que os guste fuerte...
       Tardó un buen rato en estar listo del todo y cuándo lo sirvió en las tazas, era negro. Negro de verdad, no como esa mierda aguada que ellos acostumbraban a tomar. Paul se lo llevó a los labios y lo probó, arrugando la nariz.
       —Dios, sí que es fuerte...
       —Es café —repuso la mujer encogiéndose de hombros, dando a entender que cualquier otra cosa era un triste sucedáneo.
       Y maldita sea, tenía razón. Una vez que te acostumbrabas al sabor... era una maravilla.
       —Lleváis poco tiempo juntos —especuló, refiriéndose a la relación que tenía con el rubio. Y se arrepintió al momento de haberlo dicho en voz alta, puesto que eso podía dar pie a que ella le preguntase también por otras cosas de las que no tenía ninguna intención de hablar.
       —Unos meses.
       —¿Y cómo os conocisteis?
       —Nos conocimos en circunstancias... desagradables —respondió Hylissa. 
       No parecía molesta, pero la forma en que contestó le dio a entender que el tema quedaba zanjado del todo. No dijo nada sobre Ash, algo que le agradeció infinitamente.
       Yo miró a la diminuta mujer. Aún siendo el menor de los hermanos en estatura era bastante más alto que Hylissa. Sus manos se juntaron y ella alzó la que tenía libre para acariciarle la mejilla, rompiendo el contacto unos momentos después cuándo se alejaron para recogerlo todo. Sí, había mucho más de lo que parecía a simple vista entre esos dos. Mucho más.
       —¿Cómo vamos a volver a nuestro café después de haber probado esto? —dijo Paul, mirándola consternado.
       Ella suspiró con resignación. Cambiaría todo el café del mundo por volver a su casa...


* * *


       Vörj y Emu aparecieron poco después, tal y como había predicho la mujer. Y regresaron, una vez más, sin novedades. Ella se alegraba, pero sabía a ciencia cierta que la buena racha terminaría en algún momento. Ash bajó enseguida para reunirse con ellos y, cuándo la miró, le dedicó una de esas sonrisas a medias tan propias en él. Rebecca a cambio le mostró lo que había estado haciendo en la ducha, y comprobó con deleite cómo la sonrisa se pronunció algo más y sus ojos se estrecharon observándola con cierta satisfacción. Ella no podía saber lo que estaba pensando, pero estaba segura de que en algún momento... se lo iba a decir.
       —¿Qué tal si empezamos con eso que me comentaste ayer? Lo de hurgar más allá, ya sabes —le dijo. Estaba impaciente por saber si funcionaba y ya había esperado suficiente.
       —Me parece bien —respondió Ash—. Vamos al salón, allí estaremos más cómodos.
       Hylissa y Vörj desaparecieron escaleras arriba, Emu se dirigía a la cocina, un lugar dónde, al parecer, se encontraba especialmente a gusto.
       —¿Quieres que te eche una mano? —le preguntó Paul—. Con la comida, digo. No soy muy buen cocinero, pero puedo dar el pego como pinche. Preferiría estar ocupado con algo útil ahora mismo.
       El pelirrojo lo miró con una mezcla de sorpresa y fastidio, como si no entendiese qué, en su comportamiento, había dado lugar a que el irlandés pensase que estaría interesado en semejante ofrecimiento. Después miró a Yo, que estaba pendiente de la escena que se desarrollaba ante él. Éste le sonrió asintiendo, animándolo a aceptar la invitación. Por toda respuesta, Emu se encogió de hombros y siguió su camino, sin importarle lo más mínimo si Paul le seguía o no. Aunque ella sospechó que estaba deseando que no lo hiciese. Paul se encogió de hombros a su vez en su dirección. Si Emu pensaba que iba a intimidar a ése hombre con unas cuantas caras largas lo tenía claro. Pero ya lo descubriría... estaba a punto de hacerlo. Había muy pocas cosas en éste mundo o en cualquier otro capaces de intimidar al irlandés y, desde luego, la mala leche del pelirrojo no era una de ellas. Yo se adelantó, camino del salón, dejándola a solas con Ash un momento.
       —Me gusta que pienses en mi cuándo te duchas —le dijo él en un susurro—. Me gusta más de lo que me apetece admitir...
       —Pensaba que no eras tú el que tenía dificultades para admitir las cosas...
       La media sonrisa estuvo de vuelta, bailando en la comisura de sus labios.
       —Una cosa es que me cueste admitir, y otra muy distinta que me apetezca hacerlo...
       Y fue tras su hermano.
       Ella se quedó allí, mirando cómo se alejaba, antes de seguirlos a ambos.
       Y también sonreía cuándo se puso en marcha.

       Tomó asiento dónde él le indicó. Estaba un poco nerviosa; que se dejase meter mano en la cabeza era una cosa, que fuese a disfrutarlo... otra muy distinta. Prefería hacerlo así, sólo en presencia de los estrictamente necesarios. Ya le incomodaba bastante la cuestión, como para tener espectadores... Ash no se sentó, se agachó frente a ella mientras Yo permanecía en pie junto a ambos, con una mano en su hombro y la otra en el de él. Unos segundos después del contacto sintió el aire crepitar a su alrededor y se tensó involuntariamente.
       —¿Puedes sentir eso? —le preguntó el muchacho.
       —Sí, ¿qué es?
       —Sólo soy yo, tranquila —respondió con una sonrisa.
       —Ha encendido el amplificador, eso es todo —Ash parecía divertido, como casi siempre—. Está bien, relájate y mírame a los ojos.
       Él apoyó las manos en sus rodillas y volvió a tensarse de nuevo.
       —No puedo relajarme si me miras de esa forma —dijo en un susurro.
       —Sí que puedes, respira hondo. Concéntrate simplemente en respirar...
       Lo hizo cerrando los ojos unos momentos, antes de abrirlos otra vez para fijarlos en los suyos. Casi podía ver los cambios de color... Se iban oscureciendo conforme ella se iba abstrayendo de todo... de todo salvo de aquellos ojos grises. Profundos como el océano, e igual de impredecibles.
       —Necesito que pienses en un recuerdo de tus padres —lo escuchó decir a lo lejos—. Algo agradable, Rebecca, porque vamos a volver allí los dos...
       Hacía tanto tiempo que no pensaba en ellos... Tanto tiempo... Enseguida descubrió que evitar esos pensamientos y cualquier cosa que estuviese relacionada con su vida antes del orfanato, lo hacía todo mucho más sencillo. Pensar era doloroso y no le servía de nada, así que lo relegó a un oscuro rincón de su mente por el que nunca más volvió a pasar. Siempre se sintió culpable por olvidar sus caras, pero ellos ya no estaban. Estaban muertos, y tenía que aprender a cuidarse sola. Y eso fue exactamente lo que hizo...
       Sintió las manos de él sobre las rodillas, haciendo presión, llamando su atención.
       —Piensa en ése recuerdo, vamos, haz memoria... Tiene que haber alguno... ¿Cuál fue el día más feliz de tu vida cuándo estabas con ellos?
       Pensó, hizo memoria... Y uno apareció por encima de todos los demás, escogiéndolo sin dudar. Ése fue el día más feliz de su vida. Cuándo estaba con ellos, y probablemente en general... Hacer feliz a un niño es algo realmente sencillo.
       Escuchó la voz tirando de ella hacia ése momento, llevándola de vuelta, como si nunca se hubiese alejado...

       Era navidad y sus padres la habían llevado a la pista de hielo de Central Park, la Wollman Rink. Era la primera vez que se ponía unos patines, pero no tenía miedo. Su madre no quiso entrar y se quedó fuera, saludándolos con la mano cuando pasaban. Ella iba entre las piernas de su padre y se reía, y le pareció que patinar era lo más cerca que se podía estar de volar... Se reía tanto que hubiese caído mil veces de no ser por aquellos brazos fuertes que la sostenían. Ella quería ir más deprisa y su padre la complacía acelerando, esquivando a los demás patinadores con agilidad, mientras los villancicos sonaban en el hilo musical. Todo estaba lleno de luces de colores y el hielo olía de una forma que pensó que jamás podría olvidar. Porque era ése el olor más maravilloso del mundo...
       Y dieron vueltas y más vueltas, hasta que estuvo completamente agotada. Y entonces su padre la subió a sus hombros y siguieron un buen rato más. Ella con los brazos extendidos, volando, con el gorro de lana en una mano y el pelo revuelto. Revuelto, igual que el de su padre. Del mismo color e igual de rebelde y largo. También tenía sus ojos castaños, con aquellas motitas color miel que cambiaban, brillantes, con el reflejo de todas aquellas luces en ellos. Él parecía tan joven...
       —¿Lo has pasado bien, peque? —le preguntó al salir, cogiendo de la mano a su madre.
       Peque. Su padre la llamaba así... Y aquello hizo que se le encogiese el corazón.
       —¡Sí! —gritó ella, y el aire se le escapó por el hueco de su pala delantera. Ya se movía cuándo aterrizó de cara en el suelo tras caerse de la bicicleta, así que la pérdida prematura no importaba demasiado y no era tan prematura.
       —Volveremos otra vez —le prometió él con una sonrisa. Y a ella le pareció que estaba volando de nuevo...
       Nunca volvieron. Terminó el invierno en el orfanato.

       No quería regresar, quería quedarse con ellos, y saber que estaba en aquel salón otra vez la desgarró por dentro. Era tan real... Estaba allí de verdad. Ellos estaban allí de verdad... Jamás hubiese imaginado que recuperar algunos de esos momentos pudiese resultarle tan terriblemente doloroso a estas alturas. Sólo sintió ganas de llorar, y no pudo hacer nada al respecto aparte de dejarlo salir. Ash la rodeó con sus brazos, acunándola con suavidad, y se lo permitió... Qué más daba.
       —Lo siento —susurró en su oído.
       Se agarró a él con desesperación, porque no había nadie más.
       Y lloró aún más amargamente que aquella segunda noche.
       Más amargamente de lo que había llorado en toda su vida.
       Lo hizo por todos esos recuerdos perdidos y porque, en ése momento, se sentía más sola de lo que se había sentido nunca... 

Capítulo siguiente