El caballero de la reina







       Permanecía rígido junto a ella, dejando que los nobles se acercasen a saludarla sin perder ni un detalle. Parecía una estatua de mármol. Una con los ojos increíblemente azules. Kalima lo observaba desde la distancia, preguntándose cómo había llegado a esto. Cómo había llegado a enamorarse del caballero de la reina.
       El oscuro cabello de Ossian estaba cubierto por el yelmo. Era lo único que lo delataba, que dejaba claro que había nacido en el Marjal y que no pertenecía a las castas nobles. Sin embargo, en algún momento, se propuso llegar a lo más alto y lo había conseguido. Lo había conseguido dejando tras de sí un rastro de sangre y cadáveres, que eran el testimonio de que no se jugaba con él. A menos, claro, que se tratase de la reina.
       Kalima era la esposa del shide más poderoso, dentro y fuera de las Colinas Huecas. Pero Ossian… Ossian era propiedad de la reina. En exclusiva. Para hacer con él lo que le placiese, cuándo, cómo y dónde quisiese. Y ella, muchísimo mejor que cualquier otra, podía entender porque lo escogía. Oh, sí, lo entendía perfectamente. Para la reina había sido un triunfo poseerlo, había sido como domesticar a un animal salvaje. Uno especialmente violento. Aunque no se daba cuenta de que a Ossian no lo domesticaría nadie, ni siquiera ella.
       Movió la cabeza consternada; ¿cómo había llegado a esto? ¿En qué momento había dejado de pensar en otra cosa que no fuesen sus manos, o su boca? ¿En qué momento había dejado atrás la cordura y se había lanzado de cabeza al desastre? Había sido una sombra toda su vida, hasta que él había llegado. Hasta ahora, no le había importado nada ni nadie. Había subsistido en medio de los lujos y los placeres de una vida acomodada; una vida que dejaría atrás sin pensárselo sólo por estar con él. Que debería dejar, de una forma u otra, si le quedase un mínimo de sensatez en ése cerebro de chorlito… Porque esta vez, cuando Enki regresase, ya no sería capaz de mirarle a los ojos. Y Enki lo sabría. Lo descubriría todo en cuanto la viese agachar la cabeza, y ése sería el fin.
       En la otra punta del salón, Ossian permanecía inmóvil. La cornamenta rizada del yelmo de carnero se enroscaba a ambos lados impidiéndole, en ocasiones, ver su perfil. Odiaba ése yelmo y el esqueleto del animal que se cernía sobre su frente como la sombra de la muerte. Parecía que habían pasado siglos desde que lo sostuvo en las manos, sorprendiéndose de lo poco que pesaba. Ella era la única, a excepción de la propia reina y de la mujer que lo trajo al mundo, que lo había visto con la cabeza descubierta.
       La dama Baaru se acercó con aquella sonrisa impertinente que siempre lucía. Sin duda la había descubierto mirando al guerrero, algo que carecía de importancia pues, por una razón u otra, no había ninguna que pudiese quitarle los ojos de encima.
       —¿Cuándo regresa vuestro esposo? —le preguntó.
       —Pronto.
       —Tendréis ganas, después de tanto tiempo…
       —Oh, sí, me muero de ganas —respondió, en un tono cortante que daba por zanjada la conversación.
       La dama Baaru tenía un interés especial en el regreso de Enki y, sin saberlo, estaba a punto de arruinarle la vida, ya que sus aposentos serían los primeros que su esposo visitaría. Acudiría a ésa detestable mujer y en otro tiempo se lo había agradecido en silencio, pero no esta vez. Esta vez debía atraer a Enki a su cama, o no habría forma de explicar de quien era el hijo que llevaba en las entrañas. Tendría que rezar a todos los dioses para que la criatura se pareciese a ella pero, sobre todo, tendría que rezarles para que Enki regresase cuanto antes.
       En la otra punta del salón, Ossian permanecía inmóvil. Inmóvil hasta que se llevó la mano al pecho, allí donde había escondido su broche, bajo la coraza, «junto a todo lo demás». No la miraba; se guardaría bien de hacerlo en público, pero le recordaba que estaba pensando en ella. Y también que todo, absolutamente todo, merecía la pena.