“La muerte hace
ángeles de todos nosotros y nos da alas donde antes teníamos sólo hombros... Suaves,
como garras de cuervo”
-Jim Morrison-
Cuando
salí de casa ya no llovía. El aire olía a tormenta y a tierra húmeda, ese olor
que tanto me gusta. Me encendí un cigarrillo con el viejo zippo de mi padre.
Por aquel entonces siempre lo llevaba en el bolsillo y ahora, aunque ya no
fume, sigo llevándolo encima. Es una de esas cosas que me gustan
particularmente; el sonido del zippo al abrirlo y cerrarlo. Ese chasquido
característico. Como digo, ya no fumo, pero me encanta tenerlo en la mano,
juguetear con él y escuchar el chasquido. Y el olor a gasolina, por supuesto.
Cuando me encendía uno la primera calada era la mejor, porque sabía casi tan
bien como olía. En aquella época fumaba pensando en mi padre, un ritual que
ahora me resulta bastante oscuro. Oscuro como aquellos pensamientos.
Caminé despreocupadamente calle
abajo porque mi madre estaba de guardia y no había posibilidad de que me
pillase echando humo. Anochecía, pero las farolas aún no se habían encendido.
Distinguí su silueta al girar la esquina, al final de la calle, justo dónde
sabía que estaría. Se apoyaba en la pared mirando en mi dirección y, aunque aún
estaba lejos, casi podía verla consultando el reloj cada dos por tres, con esa
habilidad suya para modificar el tiempo a su antojo, ya que eso sería lo único
que podía explicar esa necesidad de saber qué hora era cada pocos segundos.
—Hey —dije a modo de saludo
cuando llegué a su lado.
Me observó molesta, clavando esos
ojos llenos de reproche en el cigarrillo, como si así pudiese desintegrarlo. No
le gustaba que fumase, y menos aún que su madre pudiese verme haciéndolo. Ah,
las madres… La suya era una mujer estirada. Por aquel entonces estaba
obsesionada con apartar a su hija de mí y de la mala influencia que arrastraba
como una sombra. Tenía diecisiete años recién estrenados y fumaba un paquete de tabaco diario, algunas
veces fumaba otras cosas, ya me entendéis. Sin embargo solo bebía
ocasionalmente, no de forma compulsiva como ella –eso llegó después–. No había
sido yo el que había terminado la noche anterior con unos dedos que no eran
míos metidos en la garganta, vomitando hasta las primeras papillas. Hoy tenía una resaca de cojones y un humor de
perros; bien, podía perdonárselo. En realidad, creo que le hubiese perdonado
cualquier cosa. Cualquier cosa excepto que se replantease nuestra relación cuando su
madre comenzó a chantajearla para que dejásemos de vernos, con eso no pude. Había
esperado que luchase un poco más en lugar de rendirse a la primera de cambio,
como hubiese hecho yo por ella. Pero no siempre recibimos lo que damos y éste
fue un claro caso de eso. Y volviendo al tema, ya habíamos empezado a vernos a
escondidas así que, de pillarnos, a quien le importaba que estuviese fumando o
no…
Le di una calada larga y la miré
con sorna, retándola a decir algo al respecto. Me había dado la noche tratando de despejarla para que entrase en
casa por su propio pie. La había paseado arriba y abajo por todo el puñetero
soto, mojándole la cara e impidiendo que se cayese de narices un millón de
veces. Tú no vas a decirme que no fume,
maldita sea, pensé en su dirección como si pudiese leerme la mente. Y no
podía, pero nos entendíamos muy bien, así que lo cogió al vuelo y aflojó la
correa.
—¿Has traído la linterna? —me
preguntó.
—¿Caga el papa en el bosque?
—Y yo qué sé dónde caga el papa,
¿la has traído o no?
—Sí, vamos —respondí tirando la
colilla al suelo y pisándola después.
El camino hasta los túneles no
era largo, salir del barrio y andar un par de kilómetros por la pista que
atravesaba los campos.
—¿Qué le has dicho a tu madre?
Me interesaba saberlo, pero la
interrogaba únicamente para romper un poco la tensión del silencio incómodo.
—Que me quedaba a dormir en casa
de Raquel.
—¿Se lo has contado? —le
pregunté, refiriéndome a Raquel y a nuestra pequeña excursión nocturna.
—No, lo haré mañana. Por si mi
madre le pregunta, ya sabes —añadió rápidamente al verme la cara.
Supongo que yo dejaba traslucir
mis celos. Qué puedo decir, me repateaba que Raquel le cayese en gracia a su
madre. Pero claro, Raquel era harina de otro costal: no tenía un interés
especial por follársela. Una preocupación que llegaba bastante tarde.
Cuando
la recuerdo sigue siendo doloroso, como tener el corazón lleno de astillas. Digan
lo que digan el primer amor apesta, aún cuando sea el primero de muchos otros.
Aún cuando no sea, ni de lejos, el más traumático. Lo que lo diferencia de los
demás es que fue el primero, que entonces todo era nuevo y no había con qué
compararlo. Que la primera vez es a muerte; o todo o nada. Es culpa de la
juventud, que también suele acompañarlo. Eso y la mitificación del sexo,
descubrir que era mucho más de lo que te habían contado, pese a la torpeza de
las primeras veces. Y las astillas duelen algo menos cuando recuerdo la calidez
de sus labios y su sonrisa, y la forma en que me miraba o me acariciaba la cara
cuando estábamos tumbados en la cama el uno junto al otro, cogidos de la mano
como dos idiotas, sin decirnos nada. Me miraba y me veía, y yo la veía a
ella. En esos momentos nos veíamos de
verdad y era lo único que importaba.
Recorrimos
el resto del camino en silencio. Yo necesitaba hacer aquello, y pedirle a ella
que me acompañase había sido, en parte, para sondear la profundidad del
problema. Se lo había pedido y ella, por primera vez, había dudado. Al final
aceptó a regañadientes, pero que tuviese que pensárselo fue lo que me hizo
darme cuenta de lo mal que estaban las cosas. Ahora estábamos incómodos, algo
que jamás había sucedido antes: demasiado profundo, pensaba. Demasiado profundo.
Y
no me equivocaba.
Cuando
llegamos a los túneles ya había anochecido. Allí no había iluminación, y lo
único que impedía que la oscuridad se lo tragase todo era la luna y los suaves
restos que provenían de los focos del polígono cercano. Yo me había negado a
encender la linterna hasta adentrarnos en el túnel porque no quería que nadie advirtiese
nuestra presencia. Era una zona apartada, pero podrían vernos si sabían dónde
mirar, y aquel verano todos habíamos rondado mucho por allí.
El
túnel del tendido eléctrico era un sitio oscuro, húmedo y desierto. O al menos
en parte. Sabíamos que algunos yonkis iban a pincharse, y aunque nunca habíamos
coincidido, las jeringuillas esparcidas por toda la entrada no dejaban lugar a
dudas.
—No
vamos a poder entrar, está embarrado.
Había
llovido durante tres días y aunque el interior del túnel era de cemento, estaba
recubierto por una capa de arena de esa que se usa en la construcción, que
ahora parecía más una pasta blanda encharcada. Era una excusa perfecta para
tratar de convencerme de que diésemos la vuelta, pero no le sirvió de nada;
estaba totalmente decidido y entraría con o sin ella.
—Quítate
las zapatillas —le dije, con un tono algo más brusco de lo que pretendía.
Accedió,
resoplando, en cuanto vio que yo comenzaba a desanudar las mías. Las metimos en
mi mochila y saqué la linterna. Me miró, esperando a que la encendiese, pero
negué con la cabeza. Aún no. Que inconsciencia la nuestra, caminar por la noche
por aquel túnel descalzos, con todas esas jeringuillas esparcidas por ahí.
Nos
internamos un buen trecho en la oscuridad, hasta que ella me cogió del brazo y
sentí como le temblaba la mano.
—Enciéndela
ya, ¿quieres?
—Está
bien.
A
mí me había parecido una sensación agradable; la negrura que nos envolvía,
impidiéndome verle la cara, y el tacto húmedo de la arena. El agua de los
charcos estaba tibia, y hacía tanto calor que el aire era denso y tenía la
impresión de estar adentrándome en el infierno. Agradablemente adecuado.
Anduvimos.
Anduvimos como sonámbulos, siguiendo el único camino posible durante media hora
o más. Lo cierto es que íbamos muy despacio, pensando en nuestras cosas con una
creciente inquietud, sabiendo lo que nos esperaba al final. El olor fue lo que
nos alertó de que estábamos cerca. Nos preguntábamos dónde estaría cuando, por
fin, la luz mortecina de la linterna alumbró algo en el suelo, a lo lejos. Algo
que no era un montón de tierra. Algo cubierto por una espesa capa de pelo gris:
el Viejo.
Dejé
de respirar al llegar junto a él, y no fue por el terrible hedor a
descomposición que nos hizo cubrirnos la nariz y la boca con las camisetas. Fue
porque me costó reconocerlo tras la rigidez apelmazada de su cuerpo y el montón
de gusanos que lo cubría. Se retorcían provocando un débil sonido que a
nuestros oídos retumbaba haciendo eco. El eco de la muerte en la oscuridad. El
Viejo y yo nos habíamos hecho buenos amigos, vagabundeaba por la zona y había
pasado todo el verano alimentando con sobras a ése perro famélico y enfermizo. Hacía
un par de semanas que no lo veía y sabía que el día en que lo encontrase muerto
estaba a la vuelta de la esquina. Bien, así había sido. Y me alegraba de no
haberlo encontrado yo, pero necesitaba verlo. Sentía una necesidad casi física
de ver su cuerpo. Una necesidad que rayaba en la obsesión. Y hubiese preferido
hacerlo a solas, de tener el valor suficiente. Pero no lo tenía.
—Dios,
por favor, vámonos de aquí. Por favor, por favor…
Sus
manos eran garras sobre mi brazo, pero ni me había dado cuenta hasta que la
escuché gimotear. Tiraba de mí con impaciencia, pero yo no podía dejar de mirar
el cuerpo. Simplemente no podía. Allí estaba, la prueba que necesitaba con urgencia.
Para mí la muerte era muy familiar, pero al mismo tiempo algo completamente
desconocido, como una sombra imprecisa. Hasta ese día, en el que comprendí, por
fin, su significado con total clarividencia. La muerte era un amasijo de carne
y gusanos pudriéndose a la intemperie, o bajo la losa de una lápida. No había nada
místico, nada revelador. Simplemente era el fin definitivo, y tras ver al Viejo
aquella noche lo tuve clarísimo: quién afirmase lo contrario se equivocaba. Y podía
imaginar porqué el animal había escogido ése lugar oscuro para morir. De poder elegir
uno en aquel momento de mi vida, hubiese elegido el mismo. Oscuro. Oscuro y
alejado de todo.
Avanzamos
rápido, sin hablar y sin mirar atrás hasta llegar a la acequia que cruzaba el
túnel. Al otro lado estaban las escaleras de mano que ascendían por la pared y llevaban
de nuevo al exterior. El caudal de la acequia era frenético tras las lluvias y
agradecí que el sonido del agua se llevase los demás. Solo tenía ganas de
llegar a casa lo antes posible.
Se negó a quedarse a dormir y se lo agradecí en silencio. Cuando
nos miramos a los ojos al despedirnos no la reconocí; la grieta
no era profunda, era infranqueable. Y me importó menos de lo que esperaba. Eso
fue lo que más me dolió después, la indiferencia y la ausencia total de
conexión al despedirnos a escondidas en aquel jodido portal, que no era ni el
suyo ni el mío. Un beso frío y rígido, como el cadáver que habíamos dejado
atrás. Eché de menos muchas cosas, como la calidez de sus labios, que allí eran
los labios de otra. Los labios de una extraña. Ni siquiera recuerdo porqué empezamos
a discutir. Por todo. Por nada. El caso es que tiramos de la manta y la
cosa se nos fue de las manos. A veces nos callamos las cosas por temor a
molestar o hacer daño, pero siempre terminan saliendo y a la larga es peor. A
la larga duelen aún más.
Al
llegar a casa fui directo a mi habitación. Estaba solo, así que abrí el armario
y saqué el último cajón. Palpé el hueco que había dejado hasta encontrar la
lata en la que guardaba el hachís, pulcramente liado. La lata de los momentos
tensos, porque aquel lo era. Era un puto momento tenso. Me llevé el porro a los
labios y lo encendí con el zippo de marras, envuelto en toda clase de reflexiones
turbias. Pasé los siguientes quince minutos allí pasmado, fumando hierva en la
oscuridad. Hasta que el pulso volvió a recuperar el pausado ritmo al que estaba
acostumbrado. Y fue entonces cuando me permití pensar un momento en cosas triviales,
como abrir la ventana y poner algo de música en el viejo tocadiscos de mi
padre. Los discos tienen ese eco especial, ése sonido de tiempos pasados, el
sonido de la nostalgia. Y lloré por primera vez pensando en él, con sinceridad
y sin rencor. Y también un poco por ella, por el regusto amargo que me dejó en
la boca su último beso. Si me preguntan podría decir, sin temor a equivocarme,
que fue aquella noche la que me convirtió en un adulto. La noche en la que dejé muchas cosas atrás.