De dioses y monstruos
Había
dejado que Paul se encargase de aquello. No quería hacerlo, pero el irlandés
prácticamente la había obligado a salir de la habitación tras explicarle el
contexto de la llamada. Y era lo mejor, porque se sentía como flotando en medio
de un universo paralelo hecho de gelatina. No estaba centrada y le preocupaba
pasar algo por alto. Tampoco le apetecía permanecer allí más tiempo del debido,
el olor a muerte impregnaba toda la estancia y le revolvía el estómago. Y era,
el suyo, un estómago difícil de impresionar. Pero que cabía esperar, esas
personas habían muerto para conseguir sobrecogerla y su mente retorcida se
sentía en deuda. Por otro lado, necesitarían un millón de fotografías de cada
detalle que no le apetecía nada tomar. No esta vez. Paul se ocuparía, era
extremadamente meticuloso. La clave siempre estaba en los detalles.
Necesitarían algo a lo que volver cuando todo aquello desapareciese como si
nunca hubiese existido. Los cadáveres del depósito no se comunicaban de la
misma forma. Bueno, en realidad, los cadáveres del depósito no solían comunicarse
con ella, punto. Se había sentado en un cómodo sillón del salón tras asegurarse
de que la zona estaba limpia de cualquier cosa que pudiese contaminar. Los
guantes estaban en el suelo, a sus pies, y permanecía aferrada a los
reposabrazos procurando no tocar nada. Si aflojaba la presión, descubrió, los
temblores se adueñaban nuevamente de ella. Echó una mirada furtiva a los
guantes y sintió el látex pegado a la garganta, impidiéndole respirar. No quería tener otro ataque de pánico. Ahora no. Ash no se apartaba de
ella, como una oscura y silenciosa sombra omnipresente, y sintió el impulso de sacudirle
con algo pesado. Quizá con una de las sartenes que había visto de
pasada en esa cocina propia de una revista de decoración, pulcramente colgadas
de los ganchos para colgar sartenes y cacharrería en general. Ya no era dueña
de sus propios pensamientos. Ya no había intimidad. Y por Dios que era lo único
que necesitaba en esos momentos. Rebecca trató de recordar dónde había
escondido las dos únicas sartenes que tenía en su casa; no las había usado
jamás.
Juraría
que habían pasado horas cuando Paul entró por fin en la habitación y anunció
que había terminado. Salieron a la calle para poder hablar y que el equipo que
aguardaba fuera pudiese pasar por fin, y agradeció sentir el aire en la cara.
—Eso
no lo ha hecho un abaddon —afirmó, manifestando en voz alta lo que la estaba
carcomiendo por dentro.
—Es
una representación —dijo Paul.
—De
nosotros —añadió Ash.
—¿De
nosotros? —el irlandés arrugó la nariz en ése gesto tan suyo de cuando no le
gustaba nada la dirección que tomaban los acontecimientos.
En
la habitación, iluminada por docenas de velas, una familia de tres miembros
había sido salvajemente mutilada. La madre y el hijo, un adolescente de
dieciséis años, estaban postrados de rodillas mirando hacia fuera. A ambos les
faltaban los brazos y los ojos. Tras ellos el hombre, orientado en la misma
dirección pero con la mirada hacia arriba, se encontraba también arrodillado en
una posición más elevada, sobre los pies de la cama. A él no le faltaba nada,
pero le habían sujetado con alambre a la espalda los miembros de su mujer y su
hijo, formando unas horribles alas que, vistas de frente al entrar, parecían
las de una libélula gigantesca y fantasmagórica.
Cuándo
Ash habló, la escena cobró sentido para ella. Sí, no le costaba imaginar quien
era quien.
—La
única que se ajusta físicamente es Rebecca —siguió explicando el lector—, lo
cual tiene sentido, ya que ella es el objeto de su castigo. Es el epicentro de todo éste asunto.
—No
lo había notado, pero es cierto, hay varias similitudes —dijo Paul—… El pelo
castaño y rizado, incluso de la misma medida... Y el corte de la cara, alargada y
afilada. Buscó una candidata adecuada, se tomó ése tiempo... Y está claro quién
eres tú, así que eso me deja en el lugar del chaval.
—A
ojos de algunos de nosotros, los humanos sois como niños.
—Eso
no es muy halagador…
—Sois
jóvenes, y vuestras vidas transcurren rápidas, como un parpadeo—explicó Ash,
constatando un hecho con el que, claramente, estaba de acuerdo—. Por ello
vuestra raza evoluciona de una forma mucho más lenta...
—Está
bien, estamos verdes, lo pillo. ¿Qué hay del resto? —preguntó el irlandés
haciendo a un lado los derroteros evolutivos de la humanidad.
—Bueno,
a ella y al muchacho les ha sacado los ojos, pero no lo ha hecho con el hombre.
Diría que es porque vosotros carecéis de la otra visión —hizo una pausa para
asegurarse de que ambos sabían de qué estaba hablando, prosiguiendo dos
segundos después—. El padre es la figura del guardián, por eso está detrás. El
hecho de que esté mirando hacia arriba es una burla dirigida a mí. Y lo de las "alas" ... creo que es algo
evidente...
La
expresión de aquel hombre le había recordado a la de algunos de esos Cristos en
la cruz, mirando hacia el cielo, esperando a su padre –en éste caso, a uno que
no estaba para escucharlo–. Y había un dolor desgarrador en aquel rostro... Una
clase de dolor que está por encima del físico.
—Él
murió el último —susurró Rebecca.
—Le
gusta que miren, le divierte. Lo hizo con tus padres —Ash dejó escapar esas
últimas palabras con toda la delicadeza de la que fue capaz, lo sabía, pero aún
así la atormentaron de una forma que ya no creía posible.
—Genial,
tenemos un monstruo que se cree un Dios —murmuró Paul—. Y odio que me pongan de
rodillas...
Sí,
aquello era toda una declaración de intenciones.
* * *
—Puedo
llevarte a casa de una forma rápida, si quieres —dijo Ash—. Así Paul puede irse
a la suya directamente con tu coche.
Habían
ido a una cafetería cercana. La hora de la cena había pasado hace rato pero no
tenía hambre. Sólo el deseo de remover el café con la cucharilla hasta que se
quedó frío y fue incapaz de tomárselo.
—Está
bien —respondió, encogiéndose de hombros sin ganas.
Estaba
agotada. La noche anterior no había pegado ojo, y ésta no parecía que fuese a
mejorar en ése sentido.
—Pasaré
a recogerte antes de comer y después iremos a ver a Julian. Los dos —matizó
Paul, dando énfasis a las últimas palabras.
Ya habían
hablado de lo que le iban a decir.
Bueno, más bien ella había tomado una decisión y Paul se había apuntado.
—Está
bien —dijo mecánicamente de nuevo.
Acompañaron
al irlandés hasta el coche y permanecieron allí hasta que lo perdieron de
vista. Cuando estuvo lista, solo tuvo que mirarlo. Él la cogió por los hombros
y sintió el vértigo de la traslación. Ésta vez no la pilló por sorpresa, claro
que ésta vez no estaba sentada. Se tambaleó un poco mientras sus manos la
mantenían firmemente anclada al suelo. Manos que desaparecieron rápidamente en
cuanto ella se sintió segura de nuevo. Al menos en lo que a su equilibrio se
refería.
Y
estaba de vuelta en su apartamento.
Todo
estaba envuelto en la cálida penumbra, rota únicamente por la iluminación del
exterior, que se filtraba por el resquicio de las cortinas. No se molestó en
encender la luz, ya que ninguno de los dos lo necesitaba. Él porque veía
perfectamente en la oscuridad, ella porque conocía cada milímetro de aquella
casa. Y aunque su visión nocturna no era tan precisa como la del hombre, era
mucho mejor que la de cualquier persona normal.
—Acuéstate,
me quedaré aquí —dijo señalando el sofá, respondiendo a la pregunta muda que no
había formulado.
—No
creo que pueda dormir...
—Podría
ayudarte con eso, si quisieses.
Se
imaginó en qué consistiría su ayuda.
—¿Tu
solución implica que te metas en mi cabeza?
—Sólo
de pasada, nada irreversible —le respondió con esa media sonrisa.
—Prefiero
que no lo hagas, la verdad.
Prefería
intentarlo por su cuenta, especialmente porque la idea de que le cruzase los
cables de nuevo no la atraía en absoluto.
—No
es lo mismo —le aclaró, leyendo sus dudas.
Volvió
a rechazar el ofrecimiento, ésta vez sin decirlo en voz alta, y se metió en su
cuarto. Iba a cerrar la puerta, pero se lo pensó mejor y la dejó entreabierta.
Desde la cama podía ver la sombra de su silueta, y eso le resultaba
reconfortante. Él se tumbó también, bocarriba, apoyando descuidadamente la
cabeza sobre el brazo, perdido en sus pensamientos, imaginó. Se preguntó cómo
debía ser aquello de estar en el interior de las mentes de los demás...
Agotador; es la palabra que le venía a la suya. Probablemente ahora mismo
estaba intentando apagar el interruptor y descansar también. Le había dicho que
no necesitaba dormir con la misma frecuencia que ella, sin embargo, casi podía
apreciar pequeños signos de fatiga de vez en cuando. Había empezado a advertir
en él toda una sutil gama de estados de ánimo que le hacía pensar que, quizá,
no era tan indescifrable como parecía... Disponiendo del tiempo necesario se
veía capaz de interpretar algunas de esas señales que emitía, de una forma tan
débil como la luz que se colaba de la calle en aquel mismo instante.
Y
pensando en todo lo que estaba sucediendo, es posible que dispusiese de algo de
ése tiempo.
Dio
vueltas y más vueltas sin conseguirlo. Trataba de dejar la mente en blanco,
pero los insidiosos pensamientos se colaban sin remedio. Le llevó
aproximadamente un par de horas saberse totalmente incapaz. Se giró de nuevo
para mirar la sombra en el sofá. Él no se había movido ni un ápice, seguía
tumbado en la misma posición. Y otra clase de pensamientos se abrieron camino.
Unos que fueron desechados de un plumazo. No iba a invitarlo a su cama.
Ni-de-coña. Pero joder, no sería porque no le apeteciese. Invitarlo a su cama
significaría no pensar demasiado durante un rato. Siendo puntillosos,
significaría no pensar nada de nada. Quizás la cabeza se le hubiese llenado de
serrín. Y la posibilidad se reafirmó cuando descubrió que no lo haría, y no
porque fuese una pésima idea –que lo era–, si no porque su orgullo le impedía
darle la satisfacción. Rebecca no era una persona que cediese fácilmente. No,
ni queriendo. Haciendo a un lado todo eso se levantó, se puso los cómodos
pantalones de chándal que utilizaba siempre para estar a sus anchas, y salió.
Él le hizo
sitio en cuanto escuchó sus pasos, sin saber siquiera sus intenciones, y Rebecca se sentó a su lado. Meticulosamente separados, cada uno en su rincón del ring, de
idéntica forma que la noche anterior. Permanecieron callados muchísimo tiempo,
tanto que pensó que sería incapaz de formar alguna palabra cuándo quisiese
hacerlo. Y se sintió un poco culpable por molestarlo, de haber estado descansando.
—No
descansaba —dijo Ash, terminando con el silencio—, sólo le daba vueltas a todo
esto. Como tú, pero sin dejar que mi cuerpo las diese también.
La
había estado escuchando, por supuesto.
—Tenías
razón —admitió—… Tenías razón en todo. Especialmente en lo
que dijiste sobre que trataría de destrozarme de éste modo. Me siento
destrozada.
Y
el dique de contención que había ido construyendo a lo largo de la noche se rompió, desbordándose. Comenzó con esa clase de sollozos mudos que
tanto aborrecía en los demás, con sus hombros sacudiéndose espasmódicamente al
compás de la música que ella tocaba para sus adentros. Hasta que eso dio paso a
todo un repertorio de graznidos, culminando estos en un berrinche de órdago. En
un momento dado lo había mirado, esperando que él no estuviese pendiente, pero
no era así. Sus ojos grises estaban fijos en ella. Y se detestó aún más. Y
quiso que la abrazase, aunque sólo fuese por poder ocultar la cara en su pecho.
Y él lo hizo. La rodeó con sus brazos, ni demasiado firme ni demasiado blando.
Y allí había seguido estremeciéndose durante algunos minutos más, que a ella se
le antojaron horas. Humedeciéndole la camiseta de una forma lamentable. Hasta
que en algún momento el chaparrón fue cediendo y sólo quedó ése horrible sorber
por la nariz. Pero para entonces ya había cruzado los límites de lo humillante
y lo ridículo y le importó un pepino.
—Supongo
que es ahora cuando debería ofrecerte un kleenex —dijo Ash rompiendo un poco la
tensión.
—Estaría
bien, sí —su voz le sonó gangosa, parcialmente ahogada, aún, en el pecho de él.
—No
tengo. Pero puedes seguir utilizando mi camiseta —repuso con sorna, dando a
entender que ya la había dejado hecha un desastre.
Levantó
la cabeza y lo encontró con aquella jodida media sonrisa colgada de los labios.
—Lo
siento —susurró apretando los dientes, intentando disculparse sin atragantarse, no solo por la camiseta, si no
por la escena en general, algo totalmente impropio en ella.
—No
importa, no se lo contaré a nadie.
Quiso acariciarle la cicatriz de los labios. Besarlos. Que la
besase. Todo lo que vendría después. Estamparle algo en la cabeza. Y casi podría jurar que ése extraño
brillo en sus ojos no respondía únicamente a la diversión. No voy
a pedírtelo, maldita sea, pensó en su dirección. No se molestó en tratar de
ocultarse, hubiese sido inútil y aún más ridículo que la llantina. Y se
preguntó qué pensaría él... Qué pensaría cuándo la miraba y veía aquello.
—¿Quieres
saberlo? —le preguntó en voz baja.
Siempre
era consciente del timbre profundo de su voz, ése tono que la había llevado a
olvidar que lo había conocido.
Sopesó
la respuesta.
—Sí
—contestó por fin tras unos segundos.
—Cuando
entro en tu mente y estás pensando en mí de ese modo, Rebecca, en lo que pienso
yo es en estar dentro de ti de todas las formas posibles e imaginables. En eso
es en lo que pienso.
Había
esperado una respuesta directa y ahí estaba.
—¿Por
qué?
—Porque
no puedo resistirme.
—¿No
puedes, o no quieres? —no se habían movido, no se tocaban, seguían manteniendo
la distancia prudencial, pero tenía la sensación de estar pegada a él.
—¿Hay
alguna diferencia? —y su tono volvía a ser ligero, casi juguetón—. No soy yo el
que tiene dificultades para admitir las cosas...
Entró
al baño a lavarse la cara y a mirarse los enrojecidos ojos en el espejo. Tenía
el pelo revuelto y enredado, en parte por dar vueltas y vueltas en la cama, en
parte por esa extraña costumbre que tiene el cabello femenino de encresparse
cuándo lloramos sobre el pecho de alguien que, para más inri, nos gusta...
Trató sin éxito de devolverlo a su sitio, consiguiendo únicamente que pareciese
que había metido los dedos en un enchufe. Malditos rizos. En general... estaba
hecha un desastre.
Regresó
a su lado del sillón dispuesta a aprovechar el resto de la noche.
—He
estado pensando —anunció, sentándose sobre su propia pierna. Y se sorprendió al
verle la intriga en la cara.
—No
me digas...
—Me
gustaría que me contases algunas cosas más, ya sabes.
—¿Qué
clase de cosas? —dijo entornando los ojos.
—Pensaba
en que... tú lo sabes todo de mí, y yo en cambio no sé nada de ti.
—Te
he contado casi todo lo que merece la pena saber...
—Me
has hablado de tu pueblo, de sus costumbres... Me gustaría que ésta
conversación girase más en torno a ti. Bueno, joder, ya sabes a qué me refiero
—añadió.
—Lo
sé. Eres una cotilla y necesitabas una excusa.
—¡No
es eso! —bufó exasperada poniendo los ojos en blanco—. Mierda, ya sabes que no
se trata de eso... Me parece un trato más que justo. Tenemos tiempo y yo no
quiero volver a la cama...
—Sólo
te tomaba el pelo... —había cierto regodeo en esas palabras, y ella no pudo
evitar llevar la mano a la marabunta castaña que tenía ahora mismo por
cabellera.
—Ya
veo... ¿Entonces? —dijo alzando una ceja con fastidio.
—Entonces, ¿qué?
—¡Joder!
Aquel
tío tenía una facilidad pasmosa para sacarla de quicio. Eso cuando no terminaba
pensando en ciertas cosas, lo que conseguía sacarla aún más de quicio. Era un
círculo vicioso sin fin. Sin embargo no pudo evitar reírse a gusto, algo de lo
que no se hubiese creído capaz esa noche. Sólo por eso había merecido la pena
salir de la cama. Bueno, por eso y por... ¡Mierda, ya estaba otra vez! Le
pareció oír una risa ahogada, pero no había ni rastro de nada semejante cuando
levantó la vista en su dirección.
—Está
bien —convino—, hablemos de mí.
Se
acomodó mejor en el sillón, recostado, con las largas piernas invadiéndolo todo.
Permaneció callado un buen rato, decidiendo, imaginaba, lo que le podía contar.
Y cuando habló de nuevo, ella se arrepintió enseguida de habérselo pedido. Se
sintió una cotilla, ciertamente. O peor, una intrusa. Y cayó en la cuenta de
algo que le había dicho él la noche anterior sobre su don: no podía evitarlo. Y
comprendió que era así cómo debía sentirse siempre.
Le
contó muchas cosas personales. Habló especialmente de sus años de soledad, unos
años de los que, al parecer, no había dado detalles ni a sus propios hermanos.
Y Rebecca entendió perfectamente el porqué. Le habló de los motivos que lo
llevaron a aislarse, y de los momentos oscuros. Era, la suya, una vida llena de
esos momentos. Deseó que se detuviese muchas veces, pero no lo hizo. Siguió
hablando. Se sintió turbada, y era una sensación nueva, ya que nunca se había creído capaz
de sentirse así. Y
cuándo hubo terminado lo conocía mejor, y también lo entendía mejor. Incluso,
para su sorpresa, se identificaba con algunas cosas. Él le explicó, además, lo
referente a sus nombres verdaderos. Una extraña y misteriosa historia sobre
canciones susurradas al oído, de las que nadie, salvo ellos mismos, sabía. Le
explicó también que eran libres de darlos a quienes quisiesen, y que hacerlo era compartir algo mucho más íntimo que un mero contacto físico. Y después, le
reveló el suyo.
Se
había acostumbrado a llamarlo Ash. Le gustaba. Pronunciarlo era como suspirar.
Pero su nombre real era mucho más bonito, ciertamente melodioso cuando él lo
murmuró en la oscuridad y el silencio de la noche. Y sintió una profunda
tristeza al saber que nunca podría decirlo en voz alta.