Los pecados del padre son los pecados
del hijo
—Habéis
tardado una eternidad —dijo, mirándolos a los dos de hito en hito cuando
aparecieron por fin—… ¿Dónde lo has llevado?
Hizo
la pregunta con cierta suspicacia, deteniendo sus ojos sobre los de Ash. Sabía
que no habían estado allí, en su casa del otro
lado. Se había quedado de piedra cuándo los vio desaparecer sin más.
Después, había intentado sentirlos, de la misma forma que sentía cuándo había
alguien observando. No lo había conseguido. Y ahora sabía bien lo que significaba:
que no estaban allí.
—Será
Paul quien te responda a eso si quiere hacerlo, no yo —contestó Ash frunciendo
el ceño.
Ella
lanzó una mirada inquisitiva al irlandés, que se encogió de hombros.
—Después.
Te lo contaré después.
—¿Y
entonces?
—Entonces...
Está bien, Becca, ya no tengo dudas —anunció, sin necesitar tampoco
explicaciones de más.
Ash
podía leer en su mente de una forma, Paul lo hacía de otra muy distinta, pero
igualmente efectiva.
—Bueno,
pues si todo está aclarado, me muero de hambre.
Había
corrido algo más de una hora y no había desayunado demasiado. Además, todo
aquello parecía haber quedado muy atrás. Casi no se podía creer que todo aquello hubiese transcurrido en una
sola noche y en la mañana que la siguió. Y su estómago opinaba exactamente lo
mismo.
—Id
a dónde tengáis que ir, como si no sucediese nada fuera de lo normal —dijo Ash—.
Yo intentaré dar con algún rastro diferente. Si está cerca, lo encontraré. No
me alejaré demasiado...
Y
desapareció.
—Joder,
no creo que me acostumbre a eso —susurró Rebecca. Paul se estremeció y volvió a
encogerse de hombros. Parecía llevarlo bien, no había ningún signo que le
hiciese pensar que estaba a punto de desmoronarse, y el alivio le aflojó las
piernas.
—¿Te
apetece pizza? —le preguntó el irlandés, pasando por alto el examen al que se
sabía sometido.
—¿Vamos
a La Mamma?
—Me
has leído la mente.
Ambos
se miraron unos segundos y se echaron a reír.
* * *
—¿Me
lo vas a contar o qué?
Había
esperado casi todo el primer plato –risotto de setas– sin hacer ningún
comentario al respecto, pero ya no podía esperar más. Paul la miró divertido,
enrollando sus tallarines en el tenedor con total profesionalidad.
—Si
no lo preguntas revientas, ¿eh?
—Estabas
esperando que lo hiciese, ¿no? —resopló.
—Sí.
Me gusta ver cómo te devora la impaciencia...
Bueno,
mientras sólo fuese la impaciencia... pensó, riendo la gracia para sus
adentros.
—Fuimos
al priorato de Athassel. O más bien a sus ruinas, debería decir.
—¿Athassel?
No me suena de nada...
Conocía
la vida y obra de Paul de arriba a abajo, y aquel nombre le resultaba
completamente desconocido.
—Fue
allí a dónde llevé a Cormac. Él se fue a vivir a Cashel, Sean, Pat y yo
indagamos a conciencia hasta que dimos con alguien que estaba al tanto de todos
los detalles.
Sí,
recordaba bien ésa historia. Era doloroso para él hablar de aquello y nunca
habían entrado en detalles. Conocía la historia, pero ignoraba los pormenores.
—Bueno,
no tenemos que hablar de eso, si no quieres —y lo decía completamente en serio.
—En
realidad... creo que necesito contártelo, Becca —dijo en un susurro, sin
levantar la vista del plato, jugando con el tenedor y los malditos tallarines.
—Está
bien —Rebecca se inclinó un poco para darle un apretón en el brazo— Sabes que
no voy a juzgarte, y que puedes contarme cualquier cosa.
Él
carraspeó aclarándose la garganta, y por fin la miró a los ojos. Los ojos de
Paul eran los ojos más azules del mundo. Del azul celeste del cielo en verano. Él
asintió, agradecido por sus palabras. Porque todos tenemos miedo de que nos
juzguen alguna que otra vez, y Paul había temido eso cada vez que le había
contado algún pedazo de su vida anterior; ése terreno resbaladizo sobre el que
siempre se encontraba y que se quebraba bajo sus pies cada vez que alguien lo
pisaba. Esta vez no era diferente. O sí lo era, en muchos sentidos. Estaba a
punto de entrar en un lugar al que no la había llevado aún, y Paul tenía miedo.
Para él esto iba a ser una especia de expiación, la última, y no iba a ser
agradable.
—Ya
sabes lo que pasó con mi familia...
—Sí.
Cormac
y algunos más habían irrumpido en su casa y habían disparado a su padre, a su
madre y a su abuelo. Paul había sido testigo de todo desde el lugar dónde lo
había escondido el viejo.
—Fue
él el que les disparó a los tres —dijo refiriéndose a Cormac—. Los encontramos
a todos, como también sabrás, y les hicimos pagar por lo que habían hecho. Ojo
por ojo. Él no estaba con los demás, por aquel entonces vivía en Cashel. Yo
quise dejarlo para el final, y quise hacerlo... a solas. Sean y Pat lo
entendieron, y nunca hablamos de lo que pasó allí. Nunca le he contado esto a
nadie, Rebecca. Hasta ahora, nunca he podido ponerle palabras.
Hizo
una pausa para beber un poco de agua antes de continuar. Tenía el ceño fruncido
y un peso insoportable le hundía los hombros. Paul había hecho en su vida
muchas cosas de las que se arrepentía y que le atormentaban durante sus noches
oscuras. La mayoría las había llevado a cabo atrapado por la situación en la
que se encontraba, pero esta era diferente. Esta era personal.
—Crucé
media Irlanda haciendo autoestop y, cuando llegué y lo localicé, robé un coche
y lo metí en el maletero... Estuve conduciendo durante mucho rato. Horas, creo.
Pensando, dando vueltas a la zona, hasta que pasé por casualidad cerca de
aquellas ruinas. Antiguamente fue un priorato, y me pareció justo que fuese
precisamente allí, en lo que quedaba de él. Paré el coche y lo arrastré. Lo
arrastré hasta el mismo punto dónde he estado hace un rato... Lo puse de
rodillas, y escuché como suplicaba por su vida mientras le apuntaba. Lloró y trató
de convencerme de todas las formas posibles. No podía conseguirlo, pero le di
cuerda y jugué con él porque quise alargar el momento, y porque, por encima de
todo, lo que quería era verlo sufrir. Y joder si sufrió, Rebecca —Paul apoyó la
cabeza en las manos, pasando los dedos entre su pelo revuelto—… Lo único que
lamenté fue que su familia no estuviese delante para poder escuchar sus ruegos,
para verlo llorar... Y de haber estado, de haber cabido todos en aquel
maletero, los hubiese matado también. Para que supiese lo que se siente.
Lamenté que su familia no estuviese para
que los viese morir, Rebecca. Y antes de matarlo, le dije que terminaría con
todos. Hasta con los niños. Y me creyó… Me creyó porque en ese momento lo decía
completamente en serio —dijo con voz ronca—. De todas las cosas horribles que
he hecho en mi vida, ésa es la que más he disfrutado... y también por la que
más me desprecio.
—Tú
no eres esa persona, Paul —deslizó una mano bajo la mesa para tocarle la
rodilla con suavidad—. A veces las circunstancias nos convierten en alguien que
no somos, ya lo sabes. Tú no eres esa persona, ya no. Y en el fondo, nunca la
has sido.
Paul
se pasó las manos por la cara, llevándose un par de lágrimas furtivas antes de
volver a mirarla.
—A
veces no estoy seguro de quien soy.
—Bueno,
yo sé quién eres. Y ya sabes cómo funciona esto: si tú no te acuerdas, yo te lo
recordaré. Además —añadió—… permíteme que te diga que ahora mismo en eso gano
yo.
—Buff,
ahí tienes razón —dijo, dedicándole una sonrisa triste—. En mi puta vida te
hubiese confundido con un ángel, Becca.
—Sólo
al cincuenta por ciento. Y eso me lo tomaré como un cumplido...
Y
ambos volvieron a reír. Hubo una larga pausa en la que siguieron masticando
mecánicamente. No dejaba de darle vueltas a lo que tenía que decirle. Hace nada
le había contado al irlandés cosas increíbles. Cosas que le habían cambiado la
vida –o al menos su forma de verla–, y en cambio, ahora, no sabía cómo enfocar
el asunto más sencillo. Su propia expiación. Típico. Lo mejor siempre es
arrancar la tirita sin más, pensó.
—Yo
también tengo que confesarte algo, Paul.
—¿Y
qué es? —preguntó el irlandés, entornando los ojos con suspicacia.
—La
noche que conocí a Ash, hace unos meses, antes de irnos a Clermont... Habíamos
quedado, me llamaste y te dije que estaba enferma.
—Lo
recuerdo. Nunca te he visto enferma, ni siquiera con un triste resfriado.
—Lo
sé, te mentí —y ahora fue ella la que dejó de mirarlo a él.
—Ya
lo sabía.
Levantó
la cabeza para poder verle la cara: estaba sonriendo. El camarero llegó con la
pizza, la dejó en el centro y retiró los platos vacíos.
—Al
día siguiente no recordaba nada de lo sucedido.
Le
contó todo el episodio con el extraño, que antes, en su casa, le había mencionado
muy de pasada. Le habló de su decisión de encargarse de aquello a solas y de
que, de haber podido mantenerlo al margen de todo esto, lo habría vuelto a
excluir ahora, justo dos minutos después de arrepentirse de haberlo hecho la
primera vez. Por su bien. Odiaba aquellas tres palabras. Con toda su alma, si
es que la tenía, maldita sea. Algo que, particularmente, le importaba una
mierda.
—Rebecca,
lo entiendo. Prefiero que no lo hagas, me gusta tomar mis propias decisiones,
igual que a ti. No quiero que me apartes de nada... Pero entiendo porqué me
mentiste. O porque me hubieses mentido, de haber recordado lo que pasó. Por la
misma razón que yo necesité ir solo hasta Cashel. Y joder, créeme, si
pudiese... yo también te mantendría al margen de todo esto.
—Entonces...
¿estoy perdonada?
Sabía
que no se enfadaría con ella, y eso, por algún motivo, lo hacía más duro.
—No
tienes ni que preguntarlo —dijo muy serio—, pero no quiero que vuelvas a
hacerlo. Principalmente, porque si desconozco algo no podré ayudarte... Deja
que sea yo quien decida qué riesgos quiero asumir, por favor. Y yo haré lo
mismo por ti. Es como debe ser, aunque no nos guste. Es ahí donde se mide de
verdad el valor de lo que tú y yo tenemos, Becca.
—Está
bien, ni mentiras ni secretos —nunca lo habían expresado en voz alta y tuvo el
impulso de escupirse en la mano y tendérsela a Paul, como si fuesen dos niños.
Y no hubiese estado mal, porque las promesas selladas con saliva son un asunto
muy serio, como todos los niños saben de sobras, y aquello era lo mínimo que
ambos se debían.
—¿En
serio has salido a correr con el revólver?
—Joder,
ya lo creo —respondió arrugando la nariz. Y allí estaba ahora, comiéndose la
mejor pizza de pepperoni del mundo con el reconfortante peso de la python en su
costado.
* * *
No
había tenido ningunas ganas de ir al gimnasio aquella tarde. No le apetecía ver
a nadie, ni que le preguntasen por el asunto de la noche anterior. Había
hablado con Julian brevemente por teléfono, programando una reunión para el día
siguiente. Tendría que convencerlo de que la dejase llevar el asunto a su
manera, sin detalles, puesto que no podía decir absolutamente nada que no
sonase a locura, ni había forma de hacerlo sin dar explicaciones de más sobre
su pasado o sin comprometer a Ash. No sabía cómo se tomaría el viejo algo así,
pero esperaba haberse ganado su confianza, por lo menos como para que le
cediese ese margen. El margen donde las cosas se resolvían –o no– sin que él estuviese
al tanto de todo. Tendría que buscar una buena razón que lo justificase, aunque
encontrar excusas no era precisamente su fuerte. En fin, con todo lo que tenía
en la cabeza ahora mismo, pensaría en cómo encarar la situación cuando llegase
el momento.
Paul
volvía a conducir y ella estaba en su sitio, a su lado. No iban a ninguna
parte, simplemente daban una vuelta por la ciudad tratando de relajarse. Charlando
de todo un poco, escuchando música, dejando trascurrir el tiempo. Se sentía
totalmente impotente. No habían vuelto a ver a Ash, aunque sabía que no andaba
muy lejos. O él, o aquel animal espectacular. Le había hablado a Paul de su
incursión al otro lado, como ella lo
llamaba, y el irlandés había flipado en colores. Con sus descripciones, y con
el felino. Y en esas estaban cuándo sonó su móvil. Se le secó la boca al ver el
número, bajó la música y descolgó nerviosa. Sacó papel y boli de la guantera y
apuntó. Recitó la dirección en voz alta, para que Paul la escuchase, y él
cambió de rumbo de inmediato. Conocían el lugar, estaba cerca de dónde habían
trabajado la noche anterior. Paul le lanzaba miradas furtivas mientras hablaba
con Julian, y sus nudillos volvieron a ponerse blancos sobre el volante.
—Bien
—dijo tras colgar—, parece que la fiesta ha empezado... Seremos los primeros.
El
viejo les había conseguido eso; nadie tocaría nada hasta que ellos llegasen.
A
veces, tener un palco de honor podía ser una auténtica pesadilla.
* * *
La casa
residencial bien podía ser una copia idéntica de la de la noche anterior. Mismo
estilo, tanto por dentro como por fuera. Bonita, pero sin personalidad. Todos
acababan de llegar y, tal y cómo les habían dicho, nadie había pisado la
escena. Habían peinado la casa y, tras comprobarlo todo, habían vuelto a salir.
Paul y ella estaban solos en el interior, intentando prepararse mentalmente
para lo que fuese que los esperaba ahí dentro con los guantes de látex puestos.
Las indicaciones eran precisas: dormitorio principal en la segunda planta, la
única puerta abierta.
Un
leve resplandor oscilante iba y venía, filtrándose tenuemente por el pasillo.
Velas, pensó. Una sombra que reconoció al instante salió de la habitación y
caminó hacia ellos.
—No
te va a gustar lo que hay ahí dentro, Rebecca.
—¿Cuánto
tiempo llevas aquí? —le preguntó sorprendida.
—Llegué
antes que la policía —Ash los miró a ambos antes de continuar, posiblemente en
busca de lo que sabían ellos respecto a lo que había tras la puerta de marras—.
Sentí una llamada y la seguí hasta aquí —aclaró al ver las dudas impresas a
fuego en sus caras, cómo si eso lo explicase todo.
—¿Una
llamada? —Paul fruncía el ceño sin entender nada, en un reflejo exacto a su
propia expresión.
—Por
simplificarlo de alguna manera, para nosotros
es... similar a uno de esos silbatos para perros que sólo los perros escuchan.
Alguien quería que viniese, y ahora ya sé porqué.
Se
apartó del camino dejándoles paso.
Y
pasaron.
Nada
de lo que le hubiese podido decir la hubiese preparado para lo que vio al otro
lado del umbral. Nada.
Escuchó
un juramento a su lado que provenía de Paul. Ella no pudo emitir ningún tipo de
sonido o palabra. Se apoyó en el marco de la puerta sin poder apartar los ojos
de la escena. Porque esa palabra era jodidamente adecuada: aquello era una
escena. Su móvil sonó de nuevo, pero ésta vez no reconoció el número.
—Hola,
peque —el corazón le dio un vuelco y sintió como se le erizaba el vello de la
nuca. Conocía esa voz, la recordó con claridad, como si no hubiesen pasado los
años desde que la escuchase por primera vez. Y el deseo de esconderse de nuevo debajo
de la cama regresó con la misma fuerza con la que había regresado el recuerdo.
—¿Quién
eres? —levantó la vista y se encontró con los ojos grises del lector clavados
en ella, absorbiendo cada palabra y pensamiento. Paul la miraba también,
sabiendo que algo pasaba, pero sin enterarse de nada.
—Vamos,
ya sabes quién soy... De lo contrario, sería una terrible decepción. Y créeme,
no quieres verme decepcionado...
—¿Qué
coño quieres?
—Esa
boca, señorita... ¿Es que no te enseñaron modales en La Piedad?
—¿Qué
coño quieres? —repitió.
—Peque,
peque... ¿Qué voy a querer? —su voz sonaba ligera, divertida. El hijo de puta
estaba disfrutando—. Hace tiempo, la noche en que maté a tu padre, le hice una
promesa... Le prometí que dejaría que crecieses para que pudieses comprender
mejor.
—¿Comprender
el qué?
—Comprender
mejor porqué vas a morir, por supuesto. Los niños no entienden de esas cosas y no
es tan divertido. ¿No estás de acuerdo? Porque antes de matar a tu padre le
prometí que sufrirías. Y sin comprensión… no hay sufrimiento. No la clase de
sufrimiento que espero por tu parte, al menos.
Sentía
sus propios latidos golpeándola con fuerza en el pecho. En la garganta. En los
tímpanos. El vértigo acelerado, el control de su vida que se le escapaba de las
manos. El pánico.
—¿Y
por qué voy a morir?
—En
el fondo... sigues siendo un poco aquella niña. Tanta pregunta... Deja que te
haga yo una, Rebecca, ¿tienes miedo?
—Sí
—lo tenía, y definirlo como miedo a secas era quedarse muy corta. En aquel
momento estaba aterrada, mentir no tenía ningún sentido—. ¿Por qué voy a morir?
—Porque
los pecados del padre... son los pecados del hijo.
Y colgó.