Salto de fe
La
puerta se cerró y él dejó escapar el aire respirando profundamente. Estaría
segura, de momento. Había matado al abaddon, y aquel que lo hubiese invocado
necesitaría su tiempo para traer una nueva bestia.
Las
cosas con Rebecca no habían ido tan mal como cabía esperar. El rasgo que
predominaba en ella era su capacidad para adaptarse a las circunstancias. Las
revelaciones de esa noche la habían aturdido... los primeros cinco minutos.
Después, su mente había empezado a pensar en todo lo que esas revelaciones
implicaban. Aunque las cosas entre ellos se habían distendido considerablemente,
seguía furiosa. Con él, con ella misma... Se sentía atraído por la mujer. Por
su mente ágil y curiosa, pero también por el juego que representaba. Su mente
era como un puzle de piezas dispersas que necesitaba juntar. Y a pesar de que
la deseaba, había algo que aún deseaba por encima de todo lo demás: su
confianza. Rebecca era una persona extremadamente cerrada y reservada, para
todos excepto para Paul –y para él–. Paul se había ganado su lugar; él en
cambio... lo había cogido sin más. Y precisamente por eso, porque sabía que
tenía esa parte que Rebecca no había querido entregarle voluntariamente, le iba
a costar más llegar hasta ella. Era una mujer solitaria que, con un poco de
suerte, tendría una larga vida por delante, y él sería el único contacto que
tendría con la inmortalidad. A veces, todos necesitaban una cara conocida en
medio de las mareas del tiempo. Por mucho que les gustase pensar que sí, ni
Rebecca, ni él mismo, eran una excepción.
Y
por eso, a pesar de que la deseaba... una parte de él no quería implicarse
demasiado. Aunque esa parte empequeñecía considerablemente cuando ella estaba
cerca.
* * *
El
ejercicio siempre era gratificante. Correr la ayudaba a pensar, a mirar las
cosas con perspectiva. Toda aquella larga noche había quedado algo más lejos
tras los tres primeros kilómetros, y siguió alejándose aún más a medida que
avanzaba. Enseguida se sintió despejada a pesar de no haber dormido nada. Se
sintió capaz de tomar decisiones. Quería cabrearse con Ash, y sin embargo
estaba enfadada consigo misma por no ser capaz de hacerlo. En el fondo entendía
el por qué. Por qué había borrado o bloqueado sus recuerdos de aquella noche. Y
aunque siempre se decía a sí misma que uno no puede permitirse el darle vueltas
a lo que ya está hecho, la realidad era que, casi con total seguridad, ese
hombre le había salvado la vida a Paul. Quizá lo que la enfurecía de verdad era
comprobar, con una claridad meridiana, que hubiese dejado a su único amigo en
la estacada para resolver sus propios problemas a solas. Ash le había puesto un
espejo delante, y no le gustaba lo que había visto. Además, haciendo a un lado
lo sucedido en Clermont, a Paul le hubiese dolido saber que no había sido capaz
de contar con él. Especialmente después de todo lo que habían pasado juntos. Después
de todas las cosas personales que él había puesto en sus manos –únicamente en
sus manos y en las de nadie más–. Siempre se lo habían contado todo, era la
máxima de su relación. Y estaba más que segura de que, cuando esa misma mañana,
le confesase su pequeña traición al irlandés... sería absuelta de inmediato. Y
eso la llevaba al primer punto del día. Si ella podía ser perdonada con esa
facilidad, ¿por qué iba a seguir cabreada con Ash? Rebecca quería ocuparse de
sus propios problemas, especialmente de los que llevaban atormentándola en
pesadillas desde que era una niña. Pero pensar que podía hacerlo sola... la
convertía en una estúpida. En una estúpida muerta. Después de todos aquellos años
preguntándose qué es lo que había de distinto en ella, por fin conocía la
respuesta. Y eso le daba cierta... paz. Aunque hubiese preferido mil veces otra
versión. Paul era el creyente, no ella.
Joder,
¿cómo coño iba a contarle a él todo eso? De una forma delicada, por supuesto.
No quería destrozar su fe con su habitual sentido práctico y su inexistente
savoir faire... Esperaba recibir ayuda del lector, que su habilidad para entrar
en las mentes ajenas le indicase por dónde moverse... Paul provenía de una
familia católica, aunque él no era de ir a la iglesia; simplemente hacía las
cosas a su manera. Sólo mantenía su fe en Dios, en que había algo más
esperándolo al otro lado. Y puede que todo eso no fuese, en realidad, cómo él lo
imaginaba... Y ella tenía que confiar en que Ash pudiese suavizar de algún modo
esa ausencia. La ausencia de un ser superior.
Maldita
sea, ¿de verdad había estado con él? ¿Había pasado la noche hablando con un
ángel? ¿En serio? Apretó el paso con el único propósito de sentir el compás de
su corazón acelerado y el rítmico sonido de las Nike sobre el asfalto.
Familiaridad. Su mundo se construía en torno a ciertas rutinas. Las necesitaba
para no perder la cabeza. Se concentró en eso el resto del
trayecto. Pensaría en todo lo demás cuando llegase el momento.
Paró
en el Drifter, la cafetería dónde solía pertrecharse de café a primera hora.
Llevaba años haciéndolo, desde que estaba en el apartamento, y el agradable
olor la hizo sentir como en casa cuando cruzó la puerta.
—Buenos
días Thomas, ponme... dos.
Casi
se había olvidado de él. Probablemente estaría en casa cuando regresase, y no
sabía si tomaba café. Ni siquiera sabía si necesitaba desayunar, pero por si
acaso... En su casa nunca había nada que se pudiese ingerir.
—Hoy
te has caído de la cama, ¿eh? —dijo Thomas con una sonrisa, mientras se ponía
manos a la obra. ¿Cómo coño hace la gente para sonreír tan temprano?
Le
pidió también unos donut, el desayuno de los campeones, y pagó cuándo todo
estuvo listo dejando una buena propina. Es importante tener contenta a la
persona que te alimenta.
—Que
tengas un buen día, Rebecca, dale recuerdos a Paul.
—Lo
haré —respondió antes de irse, sin sacarlo de su error.
Thomas
los conocía bastante a los dos, Paul rondaba por allí muchas mañanas,
especialmente cuando se quedaba a dormir. Y como casi todo el mundo, el
camarero daba por sentado que eran pareja. Le importaba un pepino lo que los
demás opinasen, así que para qué molestarse en corregirlos.
Cuándo
entró en casa lo vio sentado dónde lo había dejado. Había tenido la esperanza
de que se hubiese largado, pero en el fondo sabía que no sería así.
—Hey
—dijo a modo de saludo.
—Hola
a ti también —respondió él sin alzar la mirada.
Le
había parecido verlo haciendo girar algo entre los dedos, algo oscuro que hizo
desaparecer en un visto y no visto. Estaba completamente absorto, perdido en sus propios pensamientos.
—¿Te
apetece un café? No sé si sueles desayunar, así que te he cogido uno...
—Depende
del día —le respondió sin levantar la vista, alzando una mano para que le
pasase el vaso de cartón.
Lo
hizo, y dejó ante él la bandeja de los donut tras cogerse uno. Lo mordisqueó mientras lo observaba: Ash retiró
la tapa de plástico y se lo llevó a los labios, haciendo una mueca de desagrado
antes de que el líquido los llegase a tocar; demasiado caliente. Lo dejó sobre
la mesa, junto a los donut, y se pasó las manos por el pelo distraídamente.
—Voy
a darme una ducha —anunció Rebecca.
Él
asintió, aún sin mirarla.
Preparó
ropa limpia y se encerró en el pequeño cuarto de baño. Lo prefería cuando
estaba juguetón a cuándo parecía indiferente a su presencia. Y no era por la
indiferencia en sí, era porque parecía estar en otra parte, a un millón de años
luz de su casa. A un millón de años luz de todo. Esa actitud dejaba en ella una
sensación de inquietud… Tan cerca, y al mismo tiempo tan lejos… En un lugar al
que no podría llegar jamás. Esa actitud era la línea visible que marcaba la gran
diferencia entre ambos.
Se
dio una ducha rápida, se vistió y salió.
—Bien,
¿cuál es el plan? —preguntó, tomando asiento de nuevo junto a él y cogiendo otro
donut de la bandeja.
—No
hay plan —respondió Ash, mirándola por fin.
—Pensaba
que tendrías al menos uno... —dijo un poco decepcionada. Si él no sabía qué
hacer...
—Podría
llevarte a un sitio seguro, dónde estarías a salvo mientras descubro quien
quiere hacerte daño, pero...
—Ni
lo sueñes —sentenció tajante.
—Pero
—repitió, haciendo un gesto de impaciencia—, si tú eres el objeto de su... "castigo" eso no sería una
buena idea. Probablemente sólo serviría para enfurecerlo.
—Y
quien sabe lo que haría entonces... —la idea de que alguien estuviese matando a
gente inocente en su nombre le llenaba la boca de bilis. Podía con la muerte,
siempre estaba rodeada de ella, pero esto era diferente... Así no.
—Creo
que deberías mentalizarte, Rebecca... —y ella supo a qué se refería de
inmediato. Dejó el donut a medio comer y se limpió con una de las servilletas
de papel que Thomas le había metido en la caja.
—No
creo que pueda mentalizarme, joder —lo miró atónita—. ¿Estás diciéndome que
tengo que asumir que va a seguir matando mientras me quedo aquí sentada?
—No
sabemos quién está detrás de todo esto, ni porqué —dijo tratando de
tranquilizarla—. Creo que solo podemos esperar a que él mismo nos lo diga.
—¿Y
tú no puedes hacer nada? —había tenido la esperanza de que él pudiese sacar
algún conejo de un sombrero, o algo así.
—Esto
no funciona así, lo siento —parecía molesto, pero no con ella, sino en general—.
He intentado rastrearlo, dar con él a través del animal...
—¿Lo
has seguido?
—Anoche,
antes de venir —respondió asintiendo, de nuevo sumido en sus propios
pensamientos—. Él quería que lo hiciese. Es muy cuidadoso y no deja tras de sí
nada que yo pueda sentir...
—¿Y
ese bicho, el abaddon?
—Está
muerto —le dijo confirmando sus sospechas—. Pero no tardará mucho en traer
otro, ni siquiera hemos ganado tiempo con eso.
Recordó
la primera imagen que tenía de él, con el cabello revuelto y la respiración
agitada, inclinado sobre el enorme cuerpo del animal sin vida, con una de esas
extrañas dagas en la mano. Sopesando las alternativas y valorando las
perspectivas... se alegró de tenerlo allí ahora.
—¿Crees
que se pondrá en contacto?
—No
es que lo crea, estoy seguro —afirmó, entornando aquellos ojos grises—. Querrá
que sepas porqué hace lo que hace. Querrá hacerte sentir culpable, tirar de ti
hasta que te rompas, destrozándote de ese modo, y cuando lo consiga...
—Ya
veo —lo detuvo alzando la mano. Podía imaginarse el resto perfectamente—. ¿Crees
que Paul estaría a salvo si lo mantengo al margen?
—No
—dijo Ash con absoluta seguridad. Y esa respuesta le secó la boca—. Creo que
lleva mucho tiempo observándote. Creo que es precisamente eso lo que ha estado
haciendo... Ha estado conociéndote.
—¿Cómo
puedes saber todo eso?
—Bueno,
Rebecca... no puedo hacer aparecer conejos de un sombrero, pero conozco muy
bien las mentes ajenas. Y puedo decir, sin temor a equivocarme, que sé muy bien
cómo terminan las cosas que empiezan así.
Suspiró
dejando escapar el aire. Sentía un peso en el pecho que no la dejaba respirar.
Las manos le temblaban de nuevo. Sería un ataque de pánico... o de ansiedad,
pensó. Nunca había sufrido ninguno, pero había visto unos cuantos. Los oídos le
pitaban y la habitación le daba vueltas.
—Respira
—su voz le llegó lejana, y sintió el peso de sus manos en los hombros—… Respira
despacio, Rebecca... Eso es...
* * *
Paul
llegó a mediodía.
Le
había mandado un mensaje de texto pidiéndole que aparcase el coche y subiese,
algo que, por lo general, no solía hacer. Ella bajaba e iban directamente a
algún sitio a almorzar. Pero hoy no podían hacerlo así. No podía contarle todo
en un lugar público, aunque se moría de ganas de salir de aquella casa y
respirar el aire contaminado de la ciudad.
El
irlandés contestó con un simple «Ok».
—Ya
sabes que se lo voy a contar todo... ¿Estás de acuerdo?
—¿Tengo
otra alternativa? —contestó Ash, respondiendo a su pregunta con otra—. Sé el
tipo de relación que tienes con Paul, puedo comprenderlo. Sin embargo
preferiría... que esto no trascienda más allá de él.
—Confío
en Paul, sé que no hablará de esto fuera de aquí si se lo pido. Joder, sé que
no hablará de esto aunque le pidiese que lo hiciera...
—Veo
en ti una imagen muy clara de él, pero a veces las imágenes que tenemos de los
demás distan mucho de la realidad.
Trataba
de decirlo amablemente, pero ella sabía leer entre líneas. Si veía en Paul algo que no encajaba con la
persona que ella pensaba que era... Estaba segura de que haría lo necesario
para protegerse de un extraño. Bien, no encontraría nada. Paul era exactamente
la persona que ella veía. Lo conocía mejor que nadie, y él la conocía a ella.
—No
es que dude de ti. O de él —añadió Ash—. Sólo que es mucho más frecuente de lo
que piensas depositar la confianza en alguien que no es lo que parece. Y la
mayoría de las veces, ni siquiera se trata de que esa persona en particular
quiera hacerse pasar por otra cosa, son los demás los que le atribuyen unos
méritos de los que siempre ha carecido.
—Está
bien, si ves en Paul algo que te haga pensar que no es la persona que yo creo
que es, lo mantendremos al margen —dijo para hacerlo callar.
Los
ojos grises se veían ahora algo más duros, como acero líquido. «Veremos», decían... «Veremos».
Y
bueno, allí estaban los tres.
La
cara de Paul cuando se encontró a Ash apoltronado en el sillón fue un poema. Sabía
que nunca antes había llevado a nadie a su casa, salvo a él, y el cambio lo
había desorientado. La confusión fue a más cuando ella le contó todo lo que
sabía. Todo.
—No
se lo cree —anunció el lector, observándolo con atención—. Es decir, no duda de
ti, cree que tú crees lo que le has contado, pero piensa que es algo que, de
alguna forma, yo te he metido en la cabeza...
—Gracias
por el resumen —respondió Paul con sarcasmo.
—Te
dije que sería mucho más difícil de convencer que yo... —dijo ella, mirándolos a
ambos de hito en hito.
—Oye,
no es que tengas que convencerme. Yo creo en lo que creo, pero... Rebecca...
esto es...
—¿No
podrías llevarlo a ese lugar? —le preguntó a Ash, refiriéndose al espacio entre
los planos dónde ella misma había estado unas horas antes. Él la observó un buen
rato, durante el cual ella siguió insistiendo mentalmente: «Vamos, ya sé que no tienes porqué demostrarle nada a nadie, pero sería
más sencillo hacerlo así... Por favor.»
—Está
bien... —dijo por fin, tras suspirar con resignación.
Se
acercó a Paul, que los miraba a los dos sin comprender absolutamente nada, lo sujetó
del hombro sin preámbulos, y ambos desaparecieron.
* * *
“Dejad que hable de la angustia y de la
pérdida de Dios. Errando. Errando en la noche sin esperanza. Aquí fuera, en el
perímetro, no hay estrellas. Aquí fuera estamos flotando, inmaculados.”
-Jim Morrison-
—¿Sabes
dónde estamos, Paul?
Paul
afianzó los pies en el suelo, tratando de recomponerse del vértigo. Cuándo alzó
la cabeza, los ojos grises de aquel hombre estaban fijos en él. Escrutadores e
inquisitivos. Indescifrables. Miró a su alrededor, asombrado por el cambio de
paisaje: ya no era mediodía, los últimos rayos de sol del atardecer se colaban
entre las piedras de las ruinas. Sí, sabía perfectamente donde estaban, y el
nudo que había comenzado a formársele en el pecho al llegar a casa de Rebecca
se apretó aún más, hasta casi impedirle respirar.
—Reconocería
éste lugar con los ojos cerrados —dijo en voz baja. Sólo por el olor en el ambiente.
Le bastaba únicamente eso para regresar—. ¿Estamos aquí realmente?
—Estamos
aquí y ahora. Los fantasmas del pasado siguen perteneciendo al pasado.
—¿Por
qué has escogido éste lugar? De entre todos... ¿porqué éste en particular?
Paul
contempló las viejas rocas que formaban los restos del muro del priorato. Lo
recordaba perfectamente, y sólo había estado una vez. Una vez, hace mucho
tiempo. Tanto, que los recuerdos parecían pertenecer a otra vida –y en
realidad, así era–.
—Sabes
por qué, Paul. Tú... necesitabas creer.
No
sabía si se refería a ése momento en particular, o a su vida en general. En
cualquier caso no importaba demasiado porque en ambos, sí, él necesitaba creer.
Su fe era el pilar que sustentaba todo lo que había dado por sentado a lo largo
de su vida. Pensó en todo lo que le
había contado Rebecca, y también en aquel hombre, el lector. Se agachó para tocar la hierba. Hacía tanto tiempo... No
había vuelto a Irlanda desde que su hermano lo sacó y, hasta hoy, no había sido
consciente de lo mucho que añoraba su tierra. Allí el verde estaba por todas
partes. El verde de su niñez. Recordó a su madre cantando en gaélico y se le partió
el corazón.
—Y
tú, ¿en qué crees? —se levantó y miró de nuevo al extraño a los ojos, esperando
una respuesta.
—En
lo mismo que tú —respondió éste tras meditar un buen rato.
Se
refería –por supuesto– a lo que él había estado dando vueltas en la cabeza
desde que pisó las ruinas. Ése hombre y los suyos afirmaban que su Padre había
desaparecido. Paul siempre creyó en Él,
aunque nunca lo había visto. En cambio ellos... Ellos habían perdido el rumbo cuando
dejaron de oír su voz. Quizá se había retirado para que encontrasen el camino
solos, de la misma forma en que la humanidad lo había hecho aquí siempre. Pero
estaba, aunque ahora nadie pudiese verlo o escucharlo, estaba. Y no iba a
perder la esperanza sólo porque las cosas pareciesen distintas a como él había
pensado que serían.
—Su
voz nos acompañó a lo largo de toda nuestra existencia, fue como tocar el sol y
verlo desaparecer. Para nosotros... sólo quedó una terrible oscuridad y un
vacío que nunca seremos capaces de llenar. No seas demasiado severo en tu
juicio, Paul, hay cosas que, por mucho que lo intentes, nunca podrás imaginar...
Y ésta es una de ellas.
Había
una angustia latente en esas palabras, aunque Paul no se alegró de no poder
imaginar cómo sería tocar el sol. Ash llevó la mano hasta la pequeña cruz de
plata que descansaba sobre su pecho, la misma que le dio su abuelo antes de
morir. La acarició con reverencia durante unos segundos, como aprendiéndosela
de memoria.
—La
esperanza es lo que mueve el mundo, no deberías perderla sólo porque las cosas
parezcan distintas a cómo tú habías pensado que serían —dijo, recitando
aquella frase que bailaba en su mente, palabra a palabra.
—Hubiese
pagado el precio... —susurró Paul. Lo hubiese pagado. Por escuchar su voz, por
sentir su calidez, por sentirse completo, aunque fuese una sola vez.
—Y
hubiese merecido la pena —afirmó el lector con una seguridad absoluta.
Permanecieron
en silencio un rato, Ash observándolo –siguiéndolo, de aquella extraña forma en
que podía seguirlo–. Él, contemplando lo que quedaba del priorato.
—¿Y
qué es lo que quieres de ella? —le preguntó, refiriéndose a Rebecca.
—Lo
mismo que tú.
—Permíteme
que lo dude, amigo, he visto como la miras...
Había
visto a muchos hombres mirándola así, pero ella no había correspondido a
ninguno. Hasta ahora.
—¿Vas
a hacer de hermano mayor? —Ash inclinó ligeramente el labio hacia arriba, a la
sombra de una sonrisa—. Eso, Paul, no es asunto tuyo. En ése sentido yo... no
quiero nada que ella no desee darme. En cuanto al tema que nos preocupa a ambos,
lo que quiero es que siga viva cuándo esto termine. Tú la salvaste una vez. La
salvaste de sí misma. Pero ahora... Ahora no podrás salvarla solo.
—Maldita
sea, si todo lo que dices es cierto, no sé qué es lo que podría hacer yo.
—Lo
mismo que has estado haciendo hasta ahora —la inclinación de la comisura de sus
labios se acentuó un poco más y sus ojos se suavizaron—, estar a su lado.
—Ella
está a medio camino entre tu mundo y el mío...
—Por
eso nos va a necesitar a los dos, aunque aún no lo sepa. Es hora de regresar.
No quiero alejarme de ella demasiado tiempo, no es seguro —dijo apoyando la
mano en su hombro—. ¿Estás listo?
Se
hubiese quedado un poco más, pero él tampoco quería alejarse demasiado. En
ningún sentido... Echó un último vistazo a su alrededor con una mezcla
agridulce de nostalgia y culpabilidad. Nunca pensó que volvería allí. Después
de todos aquellos años, nunca hubiese vuelto por su propio pie. En cualquier
caso, se alegró de haberlo hecho. Ahora podía ver las cosas de otra forma.
Gracias a Rebecca, ahora
podía mirar atrás sin el único deseo de estar muerto.