Cuando lo que deseas de verdad es lo que deberías olvidar






       Observó a Kalima a través del espejo mientras se abotonaba, estirándose perezosamente entre las sábanas y sonriéndole con picardía. Dejando al descubierto uno de sus pequeños pechos que, momentos antes –momentos que ya estaban muy lejos–, había tenido en la boca. Lo invitaba, sin decir nada, a regresar con ella a la cama. Bajó la vista concentrándose en los puños de la camisa, viendo de reojo como se levantaba frustrada y acudía a él, caminando despacio, de esa forma etérea con la que parecía flotar, casi sin tocar el suelo. Y unos pálidos brazos asomaron bajo los suyos, rodeándolo con fuerza en un abrazo del que no quería deshacerse. Se dio la vuelta para encararla, pretendiendo apartarla. Pero no lo hizo. En cambio, la cogió de la barbilla y la besó en los labios.
       —No —susurró contra ellos, cuando sus manos buscaron la cinturilla del pantalón.
       —¿No?
       —Tengo que regresar.
       —Con ella —repuso, haciendo una mueca—. ¿Por qué no nos vamos? Mañana podríamos estar muy lejos de aquí. Juntos.
       —Y pasado mañana estaríamos muertos. Nos buscarían, Kalima. Nos buscarían y terminarían encontrándonos.
       Ella se separó, resignada. Desnuda ante él, con el níveo cabello suelto, parecía un espectro fantasmal y salvaje. En un momento lo trenzaría y recogería, como dictaban las costumbres, para salir a los salones. Volvería a ser la dama envarada que nunca sonreía en público. Esa versión de ella que él aborrecía.
       Kalima cogió su broche del tocador y, desabrochándole la camisa con habilidad, lo prendió en las capas de tejidos que había bajo ella.
       —Escóndelo aquí, sobre el corazón, junto a todo lo demás —le dijo con voz amarga.
       Le ayudó a vestirse y a acomodarse la armadura de plata, como si fuese suya, en lugar de la esposa de otro. Ossian acarició los tatuajes que recorrían el lugar dónde deberían haber estado sus cejas, esos que los separaban abriendo un abismo infranqueable. Por último, Kalima le colocó el yelmo de carnero. El yelmo de la guardia real. Lo observó y suspiró, frunciendo los labios. No se dijeron nada más. Tampoco hubo más besos.
      Ossian tocó la superficie del espejo y ésta fluctuó y se onduló, como si fuese líquida. Una pared de plata líquida que no se derramaba. Sintió el portal vivo bajo su mano, respirando. Eran unos inconscientes, si alguien estaba interesado en saberlo, averiguarían fácilmente quien lo había cruzado y a dónde había ido. Y nada, absolutamente nada, justificaría su presencia en las habitaciones de la dama. La shide iba a conseguir llegar a dónde nadie había llegado jamás –y no porque no lo hubiesen intentado–; Kalima iba a conseguir que lo matasen. Que los matasen a ambos. Sin embargo allí, en la calidez de sus aposentos, respirando el perfume de su pelo, decidió que merecía la pena correr ése riesgo por ella. Lo había decidido, en realidad, el mismo día en el que sus ojos se encontraron.