Zyraphael





       La biblioteca de su estudio olía a libro viejo y a cerrado. Al amargo té que tomaba cuando estaba allí y a las diversas plantas que siempre subía y olvidaba al instante, en cuanto se sumergía en la agradable calidez del conocimiento. Olía a hogar.  El pequeño ratón se puso a dos patas exigiendo algo de comer, olfateando el aire y moviendo los bigotes tratando de llamar su atención. Ella rebuscó en uno de sus bolsillos y sacó algunas semillas, que dejó con cuidado en el reposabrazos del sillón. Chie corrió hasta ellas encantada, y casi le pareció ver el placer dibujado en aquella diminuta carita.
       —Eres una glotona —le dijo, sin poder evitar la sonrisa que se le escapaba, tirando hacia arriba del borde de los labios.  El animal la miró un segundo desde sus ojillos negros y  brillantes, y casi le pareció ver que se la devolvía. ¿Por qué no? Hacía mucho tiempo que las dos habían cruzado la línea de la realidad
       Alguien llamó a la puerta y la abrió sin esperar respuesta, haciendo regresar la máscara pétrea que lucía por semblante. En el umbral, una muchacha desgarbada  la estudiaba con curiosidad. No percibió miedo en ella, y eso le gustó.
       —¿Es que ya no enseñan a llamar a las puertas? —preguntó, arrellanándose despreocupadamente en el sillón.
       —Lo siento.
       —No es verdad. Pasa y cierra.
       La joven obedeció, pese a que la mano le temblaba al soltar el pomo. A nadie le gustaba estar a solas con ella y todos evitaban esa situación en la medida de sus posibilidades. La muchacha estaba nerviosa, la miraba con recelo, pero la miraba a los ojos. Hubo un largo silencio mientras la evaluaba; desconfianza, dudas. No, ni rastro de miedo.
       —Y dime, chica, ¿qué es lo que quieres? —preguntó de nuevo, pese a que conocía la respuesta.
       —Quiero ser vuestra aprendiz —sentenció desafiante, frunciendo los labios y dejando que su nariz apuntase al techo.
       —No necesito aprendiz y desde luego, ningún aprendiz me necesita a mí.
       Chie trepó por su brazo hasta acomodarse en su hombro, desde dónde observó a la muchacha con tanto interés como ella misma. Tras unos breves instantes, saltó y se escondió en un bolsillo.
       —No le gusto. 
       —¿Por qué yo?
       —Porque tenéis que ser vos o nadie.
       —Todos me temen —dijo entrecerrando los ojos. Había empezado a percibir otras cosas en su aura, cuyos colores oscilaban con la intensidad de un volcán en erupción.
       —Os temen porque sois la mejor.
       —Y tú, ¿no tienes miedo?
       —Yo solo temo al fracaso —respondió, aprobando el examen a la primera.
       —¿Y si digo que no? ¿Qué harás?
       —No diréis que no —afirmó con seguridad—. Os intriga saber si sois capaz de hacer de mí algo que merezca la pena…
       —Eso es mucho decir —repuso, levantándose y dirigiéndose hacia ella despacio—. La magia te cambia. Cada vez que la practicas mueres un poco por dentro. Te hace poderosa, pero mueres un poco. Cambias, aunque la misma muerte es tan solo un cambio más. Mírame —exigió, cogiéndola de la cara con fuerza—. Mírame bien. ¿Es esto lo que quieres?
       Quería que contemplase detenidamente y de cerca las marcas de la corrupción en su carne. El precio que había pagado. La respiración de la muchacha se aceleraba por momentos, el corazón cabalgando el interior de su pecho sin compasión. Ahora sí que comenzaba a asustarse. Buena chica. Se miraron mucho rato, hasta que dejó de esperar la respuesta. Y fue entonces cuando se la dio.
       —Si, esto es lo que quiero —susurró, tratando de impedir que la voz le temblase como le temblaba todo lo demás.
       —No es un camino de segundas oportunidades, una vez que lo tomes no podrás abandonar. Y querrás hacerlo, te lo prometo… Piénsalo bien porque si aceptas, estarás sola. Estarás sola en todos los sentidos, nadie querrá besarte jamás —le dijo, esbozando una sonrisa perturbadora.
       —No estoy interesada en que nadie me bese —respondió ella, dejando que sus labios formasen una mueca de desprecio con la que parecía sentirse muy cómoda.
       Hacía mucho tiempo que no admitía un pupilo. Hasta ahora nadie había estado a la altura y ya no tenía ganas de aguantar lloriqueos. Sin embargo ella era distinta, irradiaba una fuerza desesperada y el deseo de gobernarla.
       —Empezarás mañana por la noche.
       —¿Por la noche?
       —Así es. Me gusta trabajar por la noche —se separó de la chica con cierto pesar y regresó a su sillón, apoltronándose perezosamente.
       —¿Es verdad lo que dicen?
       —Dicen muchas cosas…
       —Dicen que ese ratón caminaba antes a dos patas.
       —¿Y tú que es lo que crees? —preguntó divertida.
       —Creo que se parece demasiado a los ratones de campo que había en la granja de mis padres…
       —Mañana por la noche, chica. Y te sugiero que a partir de entonces hables menos y escuches más. A no ser que quieras terminar durmiendo en mi bolsillo…
       Sintió su escalofrío, recorriéndole la espina dorsal, como si fuese propio. No había miedo en ella, pero no tardaría demasiado en aparecer. En cambio, tardaría muchísimo más en apreciarlo. La muchacha se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.
       —Chica —la llamó—, ¿me entregas tu vida voluntariamente?
       Repitió la pregunta que un día respondió ella misma. No dejaba de ser un mero formalismo, pero dentro de aquella estancia se convertía en mucho más. Dentro de aquella estancia, las palabras dejaban de ser sólo palabras. Y mañana por la noche, la muchacha dejaría de ser una simple muchacha. Le daría un nombre. Uno de verdad. Pues cuando terminase con ella, ya no quedaría nada de lo que tenía ante sí.
       La vio meditar unos instantes y casi temió que se echase atrás.
       —Sí —afirmó una vez más sin dudar—, os la entrego.
       La misma respuesta. Qué lejos estaban aquellos tiempos. Los tiempos en que, como aquella joven ahora, ignoraba lo que significaba venderle su alma al diablo. Los tiempos en que el maestro era el aprendiz. Se veía reflejada en el espejo de fuego y nervio que tenía delante, aunque aún le costaría decidir si eso era bueno o malo…
      —Bien, haremos que merezca la pena. Y que los dioses se apiaden de ti, porque yo no lo haré.