Epílogo
Había creído desear a Emesh. Marduk tenía
razón; le gustaba que la tocase, pero eso era porque, a pesar de la infinidad
de manos por las que había pasado en su larga vida, en cuestión de sentimientos
no había tenido nada más con qué compararlo. Hasta ahora. Ahora, los
sentimientos que creyó albergar por el sumerio en su día eran simples sombrajos
barridos por el reflejo de aquellos ojos dorados.
Dormía
profundamente por primera vez desde que se conocían. Dormía tranquilo, la
arruga permanente en su ceño desaparecida tras su rostro relajado. Así parecía
mucho más joven, casi un niño. Una imagen que la ausencia de vello facial
enfatizaba. Quiso acariciarle el brazo o seguir la forma de sus cejas con el
dedo, pero le dio pena despertarlo. Estaba en paz, sin dudas o miedos respecto
a ella. Los dos estaban en paz.
La primera vez que sus labios se tocaron
sintió que estaban hechos para besarse. Sintió que su vida había girado en
torno a ése beso desde siempre. Lo sintió cómo un tirón del destino. Porque era
la primera vez que la besaban de esa forma, cómo si no importase nada más. Y
desde luego, era la primera vez que ella deseaba devolver un beso. Podía
decirse, incluso, que era su primer beso de verdad. Era, aquella, la primera
vez para todas esas cosas que eran naturales en cualquiera -salvo en una
esclava-; la primera vez que alguien estaba con ella porque quería, y no
únicamente porque podía. La primera vez que se enamoraba. Y cuando las manos de
ambos comenzaron a recorrerse la piel descubriéndose, supo que todo por lo que
había pasado a lo largo de su vida habría merecido la pena si el resultado era
una noche a su lado. Y allí, tumbados en la cama, era el
único lugar en el que sus ojos quedaban a la misma altura. Él no tenía que
agacharse para besarla y ella no tenía que ponerse de puntillas. Podían,
simplemente, mirarse sin más. Y a pesar de que le había prometido llevarla de
viaje, no tenía ninguna prisa por salir, porque no le importaba quedarse allí
para siempre… Él dormía tranquilo por primera vez en mucho tiempo y ella, por
primera vez a secas, era feliz.
Y después de aquella noche… Después de
aquella noche, él dedicaría gran parte del tiempo a seguir besándola de aquella
forma, cómo si no importase nada más. Y ella dedicaría gran parte del tiempo a
dejar que lo hiciese.
* * *
La
sorpresa de la presencia de su hermano lo llevó escaleras abajo, directamente a
la puerta. Ash estaba allí, al otro lado. Lo sentía. Lo sentía como antes de
perderlo, y no de aquella forma superficial y fría en que lo había percibido
desde entonces…
—¡¿Cómo
es posible?! —exclamó, asombrado y maravillado tras abrirla y verlo plantado en
el umbral.
—Yo.
Tu vínculo con el sumerio le dio una idea para crear una prótesis. Él lo llama
la pata de palo, aunque no lo ha
dicho en voz alta, ya me entiendes…
La
media sonrisa asomó a la comisura de sus labios, pero había algo que la
empañaba… Algo que se escondía tras los ojos grises de Arikel. Se fijó mejor;
traía un bulto envuelto en un tejido que reconoció enseguida. Ash lo alzó para
que lo examinase, asintiendo.
—¿De
dónde la has sacado? —preguntó, temiendo y deseando la respuesta a partes iguales.
—No
volverá a molestarnos —dijo su hermano con ese característico tono caustico— No
volverá a molestar a nadie.
—Está
muerto, entonces.
—Así
es. Así debe ser. Tenías razón al pensar que buscaría una forma de volver a
intentarlo. Lo llevaba impreso a fuego, hasta las últimas consecuencias. Era
cuestión de tiempo que encontrase el modo. Yo… Quería verlo, saber lo que
escondía. Esperaba equivocarme… Aunque en el fondo, lo que deseaba por encima
de todo era una excusa para partirle el cuello.
—Debiste
obligarlo a dar las gracias por caer en tus manos y no en las mías —susurró soltando
el aire y apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie,
de momento. Emu y Yo lo sabrán, porque tú se lo dirás. No quise hacerlo antes
porque Emu hubiese venido y no quería implicarlo. Nadie más lo sabrá. Guárdala
bien —dijo poniéndole la espada en las manos.
El
peso era liviano, más de lo que recordaba. La sopesó reconociendo en ella a su
vieja compañera, una a la que esperas no tener que volver a llamar nunca. Las
inscripciones brillaban reflejando las estrellas, palabras que habían sellado
destinos, incluido el suyo. Especialmente el suyo.
—¿Lo
sabía él? —preguntó refiriéndose al ignoto.
—No.
La
respuesta aligeró un poco la presión que sentía en el pecho.
—Yo
también tengo algo para ti —dijo recordando de pronto. Fue hasta el
cobertizo y levantó una de las losas que había junto a su puerta. Bajo ella,
justo donde la había dejado, estaba la piedra negra. Regresó junto a su hermano
y se la tendió—. Tú eres el cazador, el guardián, te corresponde a ti
encargarte de que no salga.
—Que
así sea —asintió tras aceptarla—. Has cambiado… Ya no tienes reservas. Y
solo han tenido que pasar mil años para que te dieses cuenta…
Era
cierto, lo había notado. Al principio de una forma suave, casi imperceptible.
Algo que se ablandaba en su interior derritiendo el hielo. Hylissa se lo había
confirmado; la amaba de otro modo, de una forma que lo hacía sentir completo,
pleno, por primera vez. Porque aunque había amado antes, siempre había sido a
la sombra de su hermano. La sombra de Arikel, que le hacía pensar que era
injusto dejarse querer porque no podría corresponder del todo. Porque siempre
había alguien en primer lugar, delante de cualquiera que se atreviese a
intentarlo. Hasta ahora. Ya no. Y sólo habían tenido que pasar mil años para
que se diese cuenta. Se habían separado, habían sufrido lo indecible, y ahora
que sus caminos se habían cruzado de nuevo podían hallar la paz, descansar al
fin. Podía, si él lo dejaba, reencontrar a su hermano. A su amigo. Podían ser
solo ellos, haciendo a un lado todo lo demás. Podían empezar de nuevo, si él se
lo permitía… El equilibrio que nunca supo obtener y del que nunca hablaban en
voz alta. Hasta ahora.
Sus
frentes se juntaron en un gesto tan familiar como lejano.
—¿Volveremos
a vernos? —le preguntó, aterrado por la respuesta.
Los ojos grises se estrecharon y el tono se volvió más oscuro e intenso, como una
tormenta antes de descargar. Sopesaba la pregunta del millón, por fin.
—Sí.
Sí, volveremos a vernos. Muy pronto… Yo me ha hecho prometer que vendría para
navidad.
—¿Sólo
porque Yo te lo ha hecho prometer?
—No.
Y
esta vez le bastó con eso.
—No
vuelvas a cortarte el pelo así, Arikel. Nunca más…
Cuando
rompieron el contacto su hermano se alejó de la casa, fuera de las
protecciones. Antes de desvanecerse lo miró y sonrió. No una media sonrisa,
como las pocas que le había visto desde que regresase, una sonrisa genuina,
sincera, como las de antes. Una sonrisa que, por unos segundos, lo trajo de
vuelta de verdad.
Por
una vez, pensó, podía tenerlo todo.
* * *
La
luz cálida del mediodía le daba seguridad, y levantó la cabeza para sentirla en
la cara. Era la primera vez que salía desde lo sucedido. La primera que salía…
de aquella manera.
Percibió
a la mujer a su lado, y pensó en ella en la forma física que le había mostrado
en la oscuridad de su primer encuentro. Miriam se hizo corpórea de ese modo en
respuesta, saludándolo con una amplia sonrisa.
—Pensaba
que no volveríamos a vernos —le dijo enlazando sus manos a las de ella.
—Solo
una vez más, Soñador.
—No
pude darte las gracias…
Los
últimos momentos con ella fueron apresurados, frenéticos. A duras penas
pudieron despedirse cuando él abrió el portal y las almas abandonaron su
cautiverio. Recordaba la algarabía a su alrededor mientras desaparecían
arrastrados por la luz que lo cegaba; una visión que le partió el corazón, pues
le recordó demasiado a su padre. Ella se quedó hasta el final, hasta que todos
hubieron cruzado al otro lado, pero tuvo que salir precipitadamente porque la
puerta volvía a cerrarse. Le debía la vida, ya que no lo hubiese conseguido sin
ella y, ahora, se alegraba inmensamente de tener la oportunidad de despedirse.
—Yo
tampoco pude darte las gracias a ti, Yeialel.
Yo
tejió la energía de los dos entrelazándolas, guardando la de la mujer en los
cuarzos para recordarla. Para que formase parte de él de alguna forma. Y se
dijeron muchas cosas sin pronunciar ninguna palabra.
—Te
echaré de menos, Miriam.
—No
lo hagas —repuso con una sonrisa—. Planta unas flores en mi tumba y déjalas
crecer. Tengo algo para ti.
Ella
enrolló a su muñeca una cadena de plata de la que pendía algo que reconoció
enseguida.
—Jamsa… —susurró admirado— La mano de Miriam… ¿Esto es un sueño, o
es real?
—Estamos
en el centro de ambos, dónde todo es posible. Un sitio que tú conoces muy bien.
Cuando
despertó, el pequeño amuleto seguía en su muñeca. Lo acarició con reverencia,
sintiéndolo lleno de poder. El amuleto de un oráculo. Las bendiciones escritas
en hebreo brillaban reflejando la luz que se filtraba por la ventana. Jamsa, la mano de Miriam. La mano de Dios.
Emu
lo observaba tumbado junto a él sin decir palabra. Había reproche en sus ojos
cobres, y supo porqué aunque no habían hablado de ello todavía. Al principio le
había puesto la excusa de que se encontraba así por Hylissa, y era algo que le
había afectado profundamente pero no era el motivo principal. Emu no era tonto;
se conocían perfectamente y no tardó nada en dejar de creer que su estado
anímico se debiese exclusivamente a lo sucedido con la mujer, por mucho que se
guardase su opinión.
—¿Necesitas
saberlo? —le preguntó.
—¿No
querrías saberlo tú? ¿No querrías saber lo que sucede si eso me cambiase por
dentro?
—Querría
—dijo asintiendo con seguridad—. Pero aún no puedo hablar de ello…
—Hay
cosas para las que nunca estaremos preparados, pero esperaré, si eso es lo que necesitas.
Emu
tenía razón: nunca estaría preparado para hablar de todo lo que había pasado. Y
si se lo contaba ahora, podría hacerlo a un lado sin pensar en tener que revivirlo
más adelante.
—No
quería hacerte daño… —susurró contra su pecho. Emu lo abrazó con fuerza
estrechándolo aún más contra él, haciendo caso omiso al dolor y a las heridas
que aún se apreciaban con claridad.
—Lo
sé, pero ya es tarde para eso. Es tarde desde que decidiste ir, Yo. Y si
quieres tomar esa clase de decisiones, debes hacerlo pensando en que nos
afectarán a todos, porque así es.
—No
sé ni por dónde empezar, Emu… —dijo angustiado.
—Empieza
por el principio —respondió Elariel acariciándole el pelo.
* * *
Hubo
otros tiempos antes. Antes de los dioses que todos conocemos. Eran tiempos
oscuros, como los seres que yacían a cobijo de sus sombras. Tiempos dónde el
propio tiempo no se medía, pues tenía una extensión infinita.
Por
aquel entonces todos tomaban lo que querían, no había ni reglas ni normas. La
vida era salvaje y favorecía a los fuertes. Y Ananta era fuerte… Suyos habían
sido tantos nombres que le costaba recordarlos todos. Había sido amada y
venerada por civilizaciones enteras que habían desaparecido millones de años
atrás, sin dejar ni un rastro de polvo en la historia. Había cabalgado entre
los mundos con la cabeza en alto, mientras a su paso los seres inferiores se
postraban de rodillas. Ananta, la
Devoradora…
Pero esos eran otros tiempos y habían
quedado muy atrás. Ahora se hallaba prisionera en la piedra, allí dónde la encerraros
sus propios hijos, y los hijos de estos. Desterrada. Pero había algo que Ananta
había aprendido con el transcurrir de las eras… Había aprendido a tener
paciencia; había aprendido que nada es eterno ni perdura para siempre. Sabía
que un día regresaría… y podía esperar a que ese día llegase. El tiempo
transcurría de otro modo para los seres inmortales, y ella tenía todo el del
universo…
Porque
ellos eran las raíces que se aferraban a las grietas del tiempo. Las raíces de
la vida misma…