Capítulo 24




Epílogo




         Había creído desear a Emesh. Marduk tenía razón; le gustaba que la tocase, pero eso era porque, a pesar de la infinidad de manos por las que había pasado en su larga vida, en cuestión de sentimientos no había tenido nada más con qué compararlo. Hasta ahora. Ahora, los sentimientos que creyó albergar por el sumerio en su día eran simples sombrajos barridos por el reflejo de aquellos ojos dorados.
         Dormía profundamente por primera vez desde que se conocían. Dormía tranquilo, la arruga permanente en su ceño desaparecida tras su rostro relajado. Así parecía mucho más joven, casi un niño. Una imagen que la ausencia de vello facial enfatizaba. Quiso acariciarle el brazo o seguir la forma de sus cejas con el dedo, pero le dio pena despertarlo. Estaba en paz, sin dudas o miedos respecto a ella. Los dos estaban en paz.
         La primera vez que sus labios se tocaron sintió que estaban hechos para besarse. Sintió que su vida había girado en torno a ése beso desde siempre. Lo sintió cómo un tirón del destino. Porque era la primera vez que la besaban de esa forma, cómo si no importase nada más. Y desde luego, era la primera vez que ella deseaba devolver un beso. Podía decirse, incluso, que era su primer beso de verdad. Era, aquella, la primera vez para todas esas cosas que eran naturales en cualquiera -salvo en una esclava-; la primera vez que alguien estaba con ella porque quería, y no únicamente porque podía. La primera vez que se enamoraba. Y cuando las manos de ambos comenzaron a recorrerse la piel descubriéndose, supo que todo por lo que había pasado a lo largo de su vida habría merecido la pena si el resultado era una noche a su lado. Y allí, tumbados en la cama, era el único lugar en el que sus ojos quedaban a la misma altura. Él no tenía que agacharse para besarla y ella no tenía que ponerse de puntillas. Podían, simplemente, mirarse sin más. Y a pesar de que le había prometido llevarla de viaje, no tenía ninguna prisa por salir, porque no le importaba quedarse allí para siempre… Él dormía tranquilo por primera vez en mucho tiempo y ella, por primera vez a secas, era feliz.
         Y después de aquella noche… Después de aquella noche, él dedicaría gran parte del tiempo a seguir besándola de aquella forma, cómo si no importase nada más. Y ella dedicaría gran parte del tiempo a dejar que lo hiciese.


* * *


         La sorpresa de la presencia de su hermano lo llevó escaleras abajo, directamente a la puerta. Ash estaba allí, al otro lado. Lo sentía. Lo sentía como antes de perderlo, y no de aquella forma superficial y fría en que lo había percibido desde entonces…
         —¡¿Cómo es posible?! —exclamó, asombrado y maravillado tras abrirla y verlo plantado en el umbral.
         —Yo. Tu vínculo con el sumerio le dio una idea para crear una prótesis. Él lo llama la pata de palo, aunque no lo ha dicho en voz alta, ya me entiendes…
         La media sonrisa asomó a la comisura de sus labios, pero había algo que la empañaba… Algo que se escondía tras los ojos grises de Arikel. Se fijó mejor; traía un bulto envuelto en un tejido que reconoció enseguida. Ash lo alzó para que lo examinase, asintiendo.
         —¿De dónde la has sacado? —preguntó, temiendo y deseando la respuesta a  partes iguales.
         —No volverá a molestarnos —dijo su hermano con ese característico tono caustico— No volverá a molestar a nadie.
         —Está muerto, entonces.
         —Así es. Así debe ser. Tenías razón al pensar que buscaría una forma de volver a intentarlo. Lo llevaba impreso a fuego, hasta las últimas consecuencias. Era cuestión de tiempo que encontrase el modo. Yo… Quería verlo, saber lo que escondía. Esperaba equivocarme… Aunque en el fondo, lo que deseaba por encima de todo era una excusa para partirle el cuello.
         —Debiste obligarlo a dar las gracias por caer en tus manos y no en las mías —susurró soltando el aire y apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Lo sabe alguien más?
         —Nadie, de momento. Emu y Yo lo sabrán, porque tú se lo dirás. No quise hacerlo antes porque Emu hubiese venido y no quería implicarlo. Nadie más lo sabrá. Guárdala bien —dijo poniéndole la espada en las manos.
         El peso era liviano, más de lo que recordaba. La sopesó reconociendo en ella a su vieja compañera, una a la que esperas no tener que volver a llamar nunca. Las inscripciones brillaban reflejando las estrellas, palabras que habían sellado destinos, incluido el suyo. Especialmente el suyo.
         —¿Lo sabía él? —preguntó refiriéndose al ignoto.
         —No.
         La respuesta aligeró un poco la presión que sentía en el pecho.
         —Yo también tengo algo para ti —dijo recordando de pronto. Fue hasta el cobertizo y levantó una de las losas que había junto a su puerta. Bajo ella, justo donde la había dejado, estaba la piedra negra. Regresó junto a su hermano y se la tendió—. Tú eres el cazador, el guardián, te corresponde a ti encargarte de que no salga.
         —Que así sea —asintió tras aceptarla—. Has cambiado… Ya no tienes reservas. Y solo han tenido que pasar mil años para que te dieses cuenta…
         Era cierto, lo había notado. Al principio de una forma suave, casi imperceptible. Algo que se ablandaba en su interior derritiendo el hielo. Hylissa se lo había confirmado; la amaba de otro modo, de una forma que lo hacía sentir completo, pleno, por primera vez. Porque aunque había amado antes, siempre había sido a la sombra de su hermano. La sombra de Arikel, que le hacía pensar que era injusto dejarse querer porque no podría corresponder del todo. Porque siempre había alguien en primer lugar, delante de cualquiera que se atreviese a intentarlo. Hasta ahora. Ya no. Y sólo habían tenido que pasar mil años para que se diese cuenta. Se habían separado, habían sufrido lo indecible, y ahora que sus caminos se habían cruzado de nuevo podían hallar la paz, descansar al fin. Podía, si él lo dejaba, reencontrar a su hermano. A su amigo. Podían ser solo ellos, haciendo a un lado todo lo demás. Podían empezar de nuevo, si él se lo permitía… El equilibrio que nunca supo obtener y del que nunca hablaban en voz alta. Hasta ahora.
         Sus frentes se juntaron en un gesto tan familiar como lejano.
         —¿Volveremos a vernos? —le preguntó, aterrado por la respuesta.
         Los ojos grises se estrecharon y el tono se volvió más oscuro e intenso, como una tormenta antes de descargar. Sopesaba la pregunta del millón, por fin.
         —Sí. Sí, volveremos a vernos. Muy pronto… Yo me ha hecho prometer que vendría para navidad.
         —¿Sólo porque Yo te lo ha hecho prometer?
         —No.
         Y esta vez le bastó con eso.
         —No vuelvas a cortarte el pelo así, Arikel. Nunca más…
         Cuando rompieron el contacto su hermano se alejó de la casa, fuera de las protecciones. Antes de desvanecerse lo miró y sonrió. No una media sonrisa, como las pocas que le había visto desde que regresase, una sonrisa genuina, sincera, como las de antes. Una sonrisa que, por unos segundos, lo trajo de vuelta de verdad.
         Por una vez, pensó, podía tenerlo todo.


* * *

         La luz cálida del mediodía le daba seguridad, y levantó la cabeza para sentirla en la cara. Era la primera vez que salía desde lo sucedido. La primera que salía… de aquella manera.
         Percibió a la mujer a su lado, y pensó en ella en la forma física que le había mostrado en la oscuridad de su primer encuentro. Miriam se hizo corpórea de ese modo en respuesta, saludándolo con una amplia sonrisa.
         —Pensaba que no volveríamos a vernos —le dijo enlazando sus manos a las de ella.
         —Solo una vez más, Soñador.
         —No pude darte las gracias…
         Los últimos momentos con ella fueron apresurados, frenéticos. A duras penas pudieron despedirse cuando él abrió el portal y las almas abandonaron su cautiverio. Recordaba la algarabía a su alrededor mientras desaparecían arrastrados por la luz que lo cegaba; una visión que le partió el corazón, pues le recordó demasiado a su padre. Ella se quedó hasta el final, hasta que todos hubieron cruzado al otro lado, pero tuvo que salir precipitadamente porque la puerta volvía a cerrarse. Le debía la vida, ya que no lo hubiese conseguido sin ella y, ahora, se alegraba inmensamente de tener la oportunidad de despedirse.
         —Yo tampoco pude darte las gracias a ti, Yeialel.
         Yo tejió la energía de los dos entrelazándolas, guardando la de la mujer en los cuarzos para recordarla. Para que formase parte de él de alguna forma. Y se dijeron muchas cosas sin pronunciar ninguna palabra.
         —Te echaré de menos, Miriam.
         —No lo hagas —repuso con una sonrisa—. Planta unas flores en mi tumba y déjalas crecer. Tengo algo para ti.
         Ella enrolló a su muñeca una cadena de plata de la que pendía algo que reconoció enseguida.
         —Jamsa… —susurró admirado— La mano de Miriam… ¿Esto es un sueño, o es real?
         —Estamos en el centro de ambos, dónde todo es posible. Un sitio que tú conoces muy bien.


         Cuando despertó, el pequeño amuleto seguía en su muñeca. Lo acarició con reverencia, sintiéndolo lleno de poder. El amuleto de un oráculo. Las bendiciones escritas en hebreo brillaban reflejando la luz que se filtraba por la ventana. Jamsa, la mano de Miriam. La mano de Dios.
         Emu lo observaba tumbado junto a él sin decir palabra. Había reproche en sus ojos cobres, y supo porqué aunque no habían hablado de ello todavía. Al principio le había puesto la excusa de que se encontraba así por Hylissa, y era algo que le había afectado profundamente pero no era el motivo principal. Emu no era tonto; se conocían perfectamente y no tardó nada en dejar de creer que su estado anímico se debiese exclusivamente a lo sucedido con la mujer, por mucho que se guardase su opinión.
         —¿Necesitas saberlo? —le preguntó.
         —¿No querrías saberlo tú? ¿No querrías saber lo que sucede si eso me cambiase por dentro?
         —Querría —dijo asintiendo con seguridad—. Pero aún no puedo hablar de ello…
         —Hay cosas para las que nunca estaremos preparados, pero esperaré, si eso es lo que necesitas.
         Emu tenía razón: nunca estaría preparado para hablar de todo lo que había pasado. Y si se lo contaba ahora, podría hacerlo a un lado sin pensar en tener que revivirlo más adelante.
         —No quería hacerte daño… —susurró contra su pecho. Emu lo abrazó con fuerza estrechándolo aún más contra él, haciendo caso omiso al dolor y a las heridas que aún se apreciaban con claridad.
         —Lo sé, pero ya es tarde para eso. Es tarde desde que decidiste ir, Yo. Y si quieres tomar esa clase de decisiones, debes hacerlo pensando en que nos afectarán a todos, porque así es.
         —No sé ni por dónde empezar, Emu… —dijo angustiado.
         —Empieza por el principio —respondió Elariel acariciándole el pelo.


* * *


         Hubo otros tiempos antes. Antes de los dioses que todos conocemos. Eran tiempos oscuros, como los seres que yacían a cobijo de sus sombras. Tiempos dónde el propio tiempo no se medía, pues tenía una extensión infinita.
         Por aquel entonces todos tomaban lo que querían, no había ni reglas ni normas. La vida era salvaje y favorecía a los fuertes. Y Ananta era fuerte… Suyos habían sido tantos nombres que le costaba recordarlos todos. Había sido amada y venerada por civilizaciones enteras que habían desaparecido millones de años atrás, sin dejar ni un rastro de polvo en la historia. Había cabalgado entre los mundos con la cabeza en alto, mientras a su paso los seres inferiores se postraban de rodillas. Ananta, la Devoradora
         Pero esos eran otros tiempos y habían quedado muy atrás. Ahora se hallaba prisionera en la piedra, allí dónde la encerraros sus propios hijos, y los hijos de estos. Desterrada. Pero había algo que Ananta había aprendido con el transcurrir de las eras… Había aprendido a tener paciencia; había aprendido que nada es eterno ni perdura para siempre. Sabía que un día regresaría… y podía esperar a que ese día llegase. El tiempo transcurría de otro modo para los seres inmortales, y ella tenía todo el del universo…

         Porque ellos eran las raíces que se aferraban a las grietas del tiempo. Las raíces de la vida misma…