Promesas cumplidas




         El reflejo teñido de rojo de las viejas casas sobre las aguas de Venecia al amanecer; el olor a especias en los mercados de aquellos pueblos perdidos de callejuelas estrechas; el racimo de uvas dulces que robaron en la Toscana y que se comieron bajo el sol allí mismo, entre los viñedos; aquella noche que durmieron sobre una manta y se besaron bajo las estrellas cerca de Chiangmai; el desierto ocre de Arizona y sus torres de roca roja; el color del mar de las costas de Sudáfrica, o las llanuras del Serengueti; Costa Rica y La Habana; Mardi Gras, beignets, Jazz en la calle y cogerse de la mano en Nueva Orleans; chocolate caliente en Lucerna… Habían recorrido el mundo según el reflejo de sus ojos dorados, llegando a sitios que el ser humano apenas había pisado. Sitios que tenían historias que casi nadie conocía, o que habían sido olvidadas hace mucho tiempo. Descubrió que Vörj tenía extraños amigos en los lugares más insospechados, y que todos ellos lo apreciaban de verdad.
         Despertó, y por un momento se sintió desorientada. Ya no recordaba dónde estaba. Él le había prometido que la llevaría a ver todo lo que merecía la pena ser visto, y había cumplido con creces. Pero ahora se encontraban de nuevo en casa, y tomarse un descanso era lo que necesitaba. Parpadeó acostumbrándose a la luz y se estiró, alargando la mano en su busca. Su lado de la cama estaba vacío y eso la sorprendió. Él no solía levantarse antes que ella, aunque despertase primero, o aunque no hubiese dormido en toda la noche. Porque a veces le gustaba tumbarse a su lado solo para contemplarla, como esa primera vez antes de todo, cuando hablaron de sus cosas. Rodó en la cama hasta estar en su lado y respiró el olor de su almohada; olía a él, al igual que las camisetas -suyas- que llevaba siempre para dormir, y eso la hizo sonreír. Permaneció así un rato mientras se despejaba, concentrándose en percibirlo a través del vínculo que los unía. Estaba ahí, en algún punto cercano, fuera de la casa, expectante. Y eso le provocó curiosidad.
         Se incorporó mirando a su alrededor; en la mesa había una bandeja con el desayuno, y eso la hizo sonreír de nuevo. También había una hoja de papel pulcramente doblada al lado. Se levantó y la cogió, observando su caligrafía perfecta y ligeramente inclinada hacia la derecha; eran instrucciones. Tras terminar de leer la nota se giró y vio sobre el sillón lo que le había preparado. En su día él le hizo comprar ropa deportiva, ropa que aún no había estrenado. Su curiosidad iba en aumento.
         Cogió el zumo de la bandeja y una tostada, y se acercó a la enorme terraza. La vista era increíble desde allí. Las montañas se veían muy cerca, y toda la zona estaba rodeada por un pequeño bosque de abedules. A pesar de estar entrando en la primavera, casi todo seguía nevado. Tras esa primera noche juntos él había insistido en que se mudase a esa habitación -la suya-. Aunque en honor a la verdad no se había hecho de rogar ni un segundo. Era la más grande de todas, con una cama gigantesca y una bañera dónde cabían los dos sobradamente, pero lo realmente impresionante eran aquellas vistas desde el balcón. Se echó la manta por encima, la misma que utilizaba para resguardarse del frío cuando salían allí antes del amanecer, y decidió terminarse fuera el desayuno.

         Poco después estaba en el exterior, siguiendo su estela por el camino que bordeaba la casa. Lo encontró en una pequeña explanada que había en la parte de atrás, pasado el círculo de piedras, sentado en un tronco seco de cara a las montañas. También se había puesto unos pantalones de deporte y una de sus viejas camisetas, aunque, como siempre que ponía un pie en aquel terreno suyo, y pese a que aún hacía frío, iba descalzo. Llevaba el cabello anudado descuidadamente en la nuca, como cuando cocinaba, o cómo cuando le hacía el amor de aquella forma concienzuda… Aunque estaba claro que esto no era el preámbulo a ninguna de esas dos cosas. Se acercó a él y vio su sonrisa de perfil, anticipándose a su abrazo. Se movió un poco para acomodarla sobre sus piernas y la besó en la boca. Un beso largo y profundo, no uno de buenos días.
         —Te he echado de menos —le dijo sin apenas separarse—. Me has malacostumbrado a despertarme a tu lado.
         —No creo que eso sea una mala costumbre... —respondió frotando la nariz contra la suya, y aquellos ojos dorados la atravesaron con una mirada que, a esas alturas, ya conocía muy bien—. Y yo también te he echado de menos, pero sabía que si me quedaba en la cama se nos haría muy tarde.
         —¿Por qué voy así vestida? —preguntó mientras seguía la forma de su ceja con el dedo.
         —Porque hoy empezaremos con algo de lo que hablamos hace un tiempo —se levantó alzándola sin esfuerzo para dejarla un instante después en el suelo, y se agachó para recoger algo que había sobre el tocón; algo alargado que iba dentro de una bolsa de seda negra—. Esto es para ti.
         Lo manipulaba con reverencia, así que se lo cogió de las manos con sumo cuidado, desatando las lazadas que lo sujetaban. En su interior había un cilindro plateado y brillante. Del mismo metal, reconoció, con el que estaban hechas sus armas. Parecía una empuñadura para dos manos y estaba completamente cubierta por aquellas runas singulares que también adornaban sus hojas.
         —¡Es precioso! Pero... ¿Qué es? —preguntó haciéndolo girar. Era pesado, aunque no demasiado. Él se colocó a su espalda, apoyando una mano en su vientre, y su cuerpo se estremeció en respuesta a aquel contacto.
         —Hylissa, te aseguro que dentro de un rato no tendrás tanto interés en que te toque... —le susurró al oído riendo entre dientes—. Estira el brazo. Así.
         Acompañó el movimiento apoyando la mano sobre la suya, girándolas con un golpe seco de su muñeca, y dos finas varas, del mismo material y rematadas por unos delicados filos, se extendieron en los extremos: una alabarda doble. Los grabados brillaban bajo la luz del sol emitiendo ese destello especial que ya había visto antes, convirtiéndola en un arma casi etérea. Era realmente preciosa.
         —¿Esto es para mí? —dejó escapar un suspiro de satisfacción mientras la contemplaba con más atención; era un trabajo exquisito y lleno de detalles. Acarició los grabados mientras él la miraba complacido—. Es una obra de arte...
         —Está forjada por la misma persona que hizo la mía, y también las de mis hermanos —dijo con orgullo—. Está hecha especialmente para ti, según tu estatura y peso. Es perfecta para que no dejes que se te acerquen demasiado, no cómo con las espadas, que necesitan distancias más cortas.
         Era cierto que habían tenido aquella conversación. Fue tras lo sucedido con Viktor… Vörj se había ofrecido a enseñarle a defenderse, porque no quería que su seguridad dependiese de nadie que no fuese ella misma. Eso le había gustado mucho más que cualquier otra cosa que pudiese haber hecho o dicho. El serafín era un hombre práctico y realista, que se daba cuenta de que cabía la posibilidad de verse envuelta en problemas; problemas que arrastraban los dos ya antes de conocerse. Debido a la condición de ambos era algo inevitable, por mucho que él quisiese que las cosas fuesen de otro modo.
         —Gracias, significa mucho para mí. Esto… —dijo alzando el arma— y que me enseñes a usarla.
         —La próxima vez que alguien se acerque a ti con malas intenciones lo va a tener mucho más complicado, te lo aseguro
         La estrechó contra su cuerpo con el brazo con el que la rodeaba unos segundos, antes de girarla para mirarla de frente y volver a besarla de aquel modo en que lo hacía, como si no importase nada más. Porque, en ese momento, nada más importaba. Tras la breve pausa hizo girar ambas muñecas en sentido contrario, con el mismo golpe seco, y los filos volvieron a su sitio en el interior de la empuñadura. Se la quitó con cuidado y volvió a guardarla en la funda.
         —Pensaba que me ibas a enseñar a utilizarla...
         —Y así es, pero me gustan tus pies y quiero que sigas teniendo dos —repuso divertido—. Empezaremos con algo menos afilado, ven.
         Lo siguió hasta el centro de la explanada, dónde se agachó a recoger un par de varas largas del suelo, lanzándole una a ella que capturó al vuelo. Él asintió complacido.
         —Me gusta más la mía —le dijo haciendo un mohín mientras trataba de flexionar la vara.
         —Tranquila, ya llegaremos a eso —contestó guiñándole un ojo—. Quítate el abrigo, no vas a pasar frío.
         Y empezaron.

         Unas horas después sudaba a mares y jadeaba intentando recuperar el aire que le faltaba.
         —Te falta fondo. Dentro de poco aguantarás mucho mejor, ya lo verás
         Vörj giraba a su alrededor dándole instrucciones sobre cómo colocarse para parar sus golpes. Había descubierto que era un profesor implacable que se tomaba muy en serio su trabajo. La había golpeado y tirado al suelo tantas veces que se sentía como si la hubiese atropellado un tren de mercancías, y él no se reprimía nunca. Si lo hiciese, le había dicho, no tendría tantas ganas de evitar la vara. Y tenía razón. El dolor la volvía más perspicaz. A pesar de todo se estaban divirtiendo de lo lindo, y lo había sorprendido recordando la secuencia de los movimientos a la perfección, aunque muy lejos de llegar a rozarlo siquiera. Recordar se le daba especialmente bien, como él había podido comprobar cuándo le enseñaba su idioma, la raíz del arameo. Una sonrisa enorme se había apoderado de su cara cuándo el serafín había alabado lo rápido que aprendía, y eso que había enseñado a muchos otros antes, así que sabía bien de qué hablaba...
         Un golpe más detrás de la rodilla y esta se dobló como si nada, dejándola caer de bruces. Demasiado rápido como para pararlo. O quizás ella fuese demasiado lenta ya…
         —Basta por hoy, estás demasiado cansada como para aprender nada —Vörj dio por terminada la clase arrojando su vara a un lado.
         —¿Seguiremos mañana?
         —Lissa... dudo que mañana puedas salir de la cama —respondió juguetón acercándose a ella. Había recortado su nombre para darle más importancia al tono cuando lo usaba completo. Imaginaba que se debía a aquella curiosa costumbre de los dos nombres, que era tan importante para ellos.
         Le quitó su vara de las manos lanzándola junto a la otra, y la levantó en brazos como si no pesase nada, caminando hacia la casa sin apartar los ojos de los suyos.
         —Creo que no me importaría pasar el día en la cama... —le dijo con una sonrisa pícara antes de enterrar la cara en su pelo.
         —Bien, porque creo que a mí tampoco me importaría... —susurró sin detenerse.