El cadáver de Wendy yacía boca
arriba en el suelo, como una muñeca rota de mirada vacía. Su cuerpo estaría aún
tibio, aunque hacía rato que la sangre había dejado de extenderse bajo ella. Se
agachó para cerrarle los ojos, porque siempre le inquietaban cuando estaban
muertos. Y, lamentablemente, los de Wendy estaban tan muertos como los animales
que decoraban su abrigo de Gucci.
Thomas
parecía resignado ya a su inminente destino, y sollozaba en silencio mirándose
las manos. Se había puesto gallito, por supuesto, pero se le pasó enseguida. Se
le pasó cuándo él le puso el silenciador de la beretta en la sien, obligándolo
a sentarse en un lugar desde el que poder contemplar el cuerpo inerte de la
muchacha. No había nada como observar de cerca la muerte para enfriar los
ánimos caldeados. Porque la muerte es definitiva, no tiene marcha atrás. Una
vez aprietas el gatillo, la bala no vuelve a la recámara.
—Le
doblaré la cantidad, tengo el dinero —Thomas lo miraba suplicante, cansado de
verse las manos, y decidido a luchar un poco más. A veces se sentía como cuando
iba de pesca. Soltar y recoger, soltar y recoger…
—No
se trata de dinero —respondió—, se trata de honor. Compromiso. Al aceptar este
trabajo he dado mi palabra. Y un hombre vale lo que vale su palabra. Por eso
estamos aquí los dos, hijo, porque no tienes ni idea de lo que eso significa.
Lealtad; de eso se trata.
—La
lealtad de un perro al que el amo gobierna con el palo —resopló Thomas—. ¿Qué
coño quiere de mí?
—El
señor Morello se siente traicionado. Depositó en ti su confianza y, bueno, tú
te limpiaste el culo con ella. Esto es la pausa melodramática, el redoble de
tambores previo al desenlace. Quiere que entiendas bien el porqué, por eso
estamos charlando.
—Bien,
pues lo entiendo. He robado a ese viejo cabrón durante años y estoy aquí, en
una sórdida habitación de motel, con una fulana a la que regalo pieles y joyas,
mientras su hija -mi mujer- me espera en casa. Lo entiendo, maldita sea. ¿Tiene
usted familia?
—Sí,
así es.
El
peso de la automática en la mano, el tacto de la culata; eran impresiones
conocidas y reconfortantes. La familiar sensación de poder le resultaba cómoda,
como un viejo jersey de lana.
—¿Y
saben ellos a qué se dedica?
—Claro
que no, no seas ridículo.
—Algún
día le dirán a su mujer que han encontrado su cuerpo en un sucio callejón con
una bala en la cabeza…
Había
algunas probabilidades, sí. El negocio de la muerte trae consigo un alto índice
de riesgo personal que él había asumido hace mucho tiempo. Miró a Thomas con
compasión. Irónicamente, lamentaba cada vida que robaba. Levantó el brazo con
el que sostenía el arma, apuntándolo nuevamente.
—Lo
siento, me temo que nadie va a encontrar tu cuerpo, hijo.
Gritamos, chillamos, gemimos y
lloramos, pero al final… todos morimos.