"Llama
un fanático a mi puerta, todo ojos vidriosos y genitales limpios, y me pregunta
si creo en Dios.
Y
le digo que yo maté a Dios.
Le
perseguí como a un perro rabioso, le corté las piernas con un cortacésped, le
violé con una mazorca y herví su cadáver en un baño de ácido.
Así
que me apunta con un táser de corriente alterna y me dice que sólo la Iglesia
Serbia Oficial de Tesla puede salvar mi campo eléctrico polifásico intrínseco,
conocido por quienes no son ingenieros como El Alma.
Y
le aticé. ¿Qué habrías hecho tú?"
-Spider
Jerusalem, Transmetropolitan-
Siempre estaba mirando
al cielo en busca de un indicio. Un indicio de una invasión extraterrestre.
Realizaba su escrutinio diario envuelto en la familiar aprensión, con esa
inherente sensación de angustia pegada al estómago. Tarde o temprano sucedería,
y lo sabía a ciencia cierta porque la suya, su propia especie, era una de esas.
De esas que llegan a otro planeta y les da por el culo a todos. No hace
demasiado tiempo que alguien, en aquel bonito y joven planeta azul, estaba
mirando al cielo en busca de respuestas. Y vaya si las tuvo: le cayeron en toda
la cabeza como una pesada losa de hormigón.
¿Porqué viajamos a las estrellas?
Son nuestras ansias de ir más allá, de ver más de cerca el poder
divino, de buscar nuestras almas perdidas. A veces se trata simplemente de
encontrar nuevos recursos limitados que expoliar. La selección natural es cruel
y violenta, y el espacio un lugar inhóspito. Así que él no quitaba ojo a las
estrellas, haciendo del observarlas un arte.
Por si acaso.
Pero no fue allí, en el cielo, dónde encontró lo que buscaba. Lo
encontró, sin ir más lejos, en su propia cama. Y lo encontró porque había
explorado aquel cuerpo a conciencia. No con el oscuro propósito de descubrir
anomalías, por supuesto, no había sido un motivo tan altruista el que lo había
llevado a palpar hasta la saciedad cada recoveco, cada centímetro. Pero el caso
es que lo había explorado a conciencia. Lo había amasado, piel, carne y huesos,
con las manos y con la boca. Y ahí estaba la diferencia, brillando cómo una
estrella de más en el firmamento, manifestándose sibilina pero implacable, como
un tumor maligno inoperable. Metida en su cama, la maldita zorra.
Se había quedado muy quieta, sabiéndose descubierta, esperando
su reacción, supuso.
Y reaccionó: trató de matarla allí mismo, trató de hacerla
desaparecer sin más. La agarró del cuello sacudiéndole la cabeza,
estampándosela contra ésa horrible mesilla de noche que ella se empeñó en
comprar y que él aborrecía sobremanera. La estampó una y otra vez. Apretando.
Apretando…
—¡Muérete, perra de los cojones —gritó desde la rabia—, muérete!
Y siguió con lo de estampar y apretar un poco más, mientras la
mala baba se le hacía bilis, que vertía sobre su rostro enjuto resollando como
un animal. Hasta que estableció como risas lo que había creído sus últimos
estertores, resonando como graznidos de patos moribundos en su mente
enfebrecida. Se carcajeaba, la hija de puta, llena de hilaridad. Ahíta de él y
sus dificultades para respirar, agotado como estaba ya de menearla y
constreñirla. Y encabronado le atizó un puñetazo en toda la cara. Y lo hizo con
fuerza, sin paños calientes, sin medias tintas. Con ésa familiar solidez de una
maza pesada.
Y se rompió la mano.
Sintió el quebrar de los huesos quejándose por el trato
recibido, y el dolor que se extendía desde las falanges de los dedos hasta el
codo. Mientras ella reía aún más fuerte ahora, libre ya de sus garras para
retorcerse a gusto hasta las lágrimas.
Y se quedó allí, mirándola con estupor y sorpresa. Hasta que el
acceso pasó y se lo sacudió de encima sin dificultad, cómo quien aparta a un
insecto. Y agarrándolo del pelo con una fuerza sobrehumana lo arrastró hasta el
patio, dónde tanto tiempo pasaba, obligándolo a mirar una vez más.
—Tú no puedes vernos, rata nefanda, pero estamos ahí —dijo
levantándolo en el aire sin ningún esfuerzo—. Estamos ahí, y estaremos aquí en
un abrir y cerrar de ojos. No os daréis ni cuenta y estaréis bien jodidos. Así
estaréis, si señor…
Se sintió como una enorme ballena varada vencida por las olas,
esperando la muerte. Y solo le quedó una cosa por hacer: lloriquear suplicando
por su vida.
—Porfavorporfavorporfavor, ha sido un acceso de ira pasajero, no
quiero morir… —sollozó flácido en sus manos. Porque en su día, su propia
especie había cruzado las estrellas para colonizar aquel mundo, pero él siempre
permaneció detrás, esperando a que otros lo tomasen por la fuerza para después
llegar y plantar la sombrilla. Porque él era como las cucarachas; siempre
sobrevivía. Porque uno no sobrevive metiéndose en líos. Esa clase de líos
serios que te acercan peligrosamente a la muerte…—. Besaré culos. Todos los que
haga falta. Quizá podrías decirles exactamente eso, que besaré todos los culos
que haga falta…
—En realidad, espero de ti que hagas lo que mejor se te da…
Él la miró con suspicacia, ladeando la cabeza.
—…Estamos hablando de sexo oral, ¿verdad…?
—No, imbécil —respondió regalándole una sonrisa voraz—, aunque
eso te lo concedo. Quiero que escribas. Quiero… queremos que cuando todo esté listo, nos reciban
abiertos de piernas, lúbricos. Que no se den ni cuenta hasta que sea demasiado tarde.
Eso es lo que queremos de ti.
Y miró el teclado con aprensión, el lugar dónde mueren las
ambiciones.