La
Dama vestía completamente de negro. Las
sedas le cubrían el cuerpo y la cabeza, y una máscara de plumas, sin abertura para
los ojos, ocultaba su rostro dejando únicamente los labios a la vista. Unos
labios carnosos, fruncidos y entreabiertos, perfectamente delineados por un
carmín rojo como la sangre. Cuando miraba aquellos labios sólo podía pensar en
follarle la boca. Pero eso no iba a suceder. En el momento oportuno, ni
siquiera se le permitiría ver ni un centímetro de más de su pálida piel.
Ella
era como una escultura de mármol; gélida y distante. Excepto cuando la tocaba. Deslizaba
sus manos hacia arriba, recorriendo las interminables piernas y los muslos,
deliciosamente separados. Apartando con firmeza el encaje que ocultaba las
puertas del paraíso, cerrado para todos como si escondiese el mismísimo Santo
Grial. Y quizás así fuese. Allí, en el punto
dónde confluían los pilares de la Diosa, ella
no era fría. Era todo lo contrario a fría. Podía recorrer su calidez con
las yemas de los dedos, rozar aquel pubis exento de vello. Podía sumergirse en
su interior con la brevedad de un suspiro. Pero no le estaba permitido mirarla.
Y la Dama, siempre envuelta en el misterio, coronada por diamantes que pendían
tintineando en cascadas desde su máscara, no se dejaba tocar por cualquiera. Ni
siquiera por dinero. Si la deseabas lo suficiente -si la deseabas de verdad-,
tenías que pagar el precio. Los hombres vendían sus almas por escuchar lo que
ella tenía que decirles. Muchos morirían por deslizar los dedos sobre las
sedas. Muchos, de hecho, habían muerto. Y eran sus manos, y no las de otro, las
que la hacían temblar ahora. Temblaba escondida tras las plumas, apretando los
labios. Apretando los muslos en torno a sus caderas.
Y
vio un destello de laca de uñas roja cuando ella se liberó de las ropas para
acariciarle bajo la cresta de la cremallera, desabrochándole los pantalones con
habilidad. Y se moría de ganas de llegar con la lengua hasta dónde sólo sus
manos tenían acceso. Él vendería el alma, como todos los demás, por tener su
sabor en la boca, pensaba, mientras sus
dedos recorrían el camino aprendido, moviendo y pulsando con precisión
quirúrgica.
Y
esperó a que se corriera en silencio, clavándole las esmaltadas uñas en los
costados, para hundirse dentro de ella. Y estaba tan húmeda que tuvo que
detenerse unos segundos para recuperar el control y no dejarse ir también al
instante, como un adolescente de gatillo fácil. La mujer echó la cabeza atrás en un ligero
movimiento, y la hilera de diamantes tintineó de nuevo. Lo estrechó aún más
hacia sí, atrayéndolo, dejándolo ir aún más allá, sus trémulas caderas marcando
la deliciosa cadencia, juntándose y separándose en un baile frenético que lo
llevaba de cabeza a la locura. Respiró el perfume de su cuello, descendió a
través de la seda para atrapar un pezón con la boca. Y estaba tan duro como
esperaba. Ella no rechazó aquel contacto ilícito y eso lo sorprendió,
obligándose a alzar la vista para mirar al otro lado de las cortinas de cuentas
en busca del chambelán. Pero el chambelán no estaba, los había dejado a solas.
Y
volvió a mirarle los labios; la imaginaba con los ojos entrecerrados de placer
y las mejillas sonrojadas. Siempre separados los dos por el tejido suave de sus
ropas. Esas eran las normas. Separados excepto en aquel punto tibio, donde
ambos cuerpos confluían durante aquellos breves instantes. Y ella suspiró,
susurrando las palabras. Y él se derramó en su interior, lamentándose siempre
de no poder contemplarla. De no poder besarla, ni sentirla del todo. Aunque
sólo estuviese allí para escuchar aquellas palabras.
Se
separaron de esa forma impersonal, y ella volvió a su habitual rigidez, cubierta
ya completamente de nuevo, sus manos reposando sobre su regazo, ligeramente recostada
en la barra dónde se apoyaba. La barra contra la que la había empujado hacía
tan solo unos momentos que ya echaba de menos.
—¿Ha
sido un intercambio satisfactorio? —le preguntó la mujer, ahora con su voz
suave y musical.
—Lo
ha sido, mi señora —recitó en respuesta. Y era cierto. En todos los sentidos.
Aunque, de no serlo, uno no se lo dice al oráculo. Ella no le había susurrado
lo que esperaba oír, pero era un buen augurio. Uno que hacía mucho tiempo había
renunciado escuchar.
Y
la mujer puso fin a la charla extendiendo una de aquellas manos de porcelana
para hacer sonar la campana del chambelán, quien apareció enseguida haciéndole
una cortés reverencia, flotando de esa forma etérea, con la mirada envasada al
vacío.
El
hombre le hizo un gesto indicándole la dorada bandeja de ofrendas, y él
depositó allí la bolsa de las gemas. Cincuenta mil créditos en piedras
preciosas. Un alto precio por follarse a una puta de lujo, había dicho Max. «Tío, cincuenta
mil créditos son demasiados para desperdiciarlos en una puta de lujo. Una que
no puede hacerte ni una mamada». Esas habían sido sus palabras exactas. Pero él
no estaba allí -sólo- por eso. Había ido para escuchar aquellas malditas
palabras.
Y
había merecido la pena.
Saludó a la Dama con un gesto de cabeza
antes de salir por la puerta y perderse por los pasillos, alejándose del olor
dulzón de los inciensos que le recordaban a su perfume, de la tenue e irreal
luz de las velas, que reverberaba en las cuentas de cristal de las cortinas que
separaban las oscuras salas. Recorrió el camino, con la habitual sensación
agridulce, hasta dar de nuevo con las escaleras mecánicas que lo sacarían del
templo. Las escaleras que lo llevaban hasta Max.
—Si
andas sobrado de dinero puedes aumentarme el sueldo, capi —le dijo sonriente el
muchacho a modo de saludo, saliendo a su encuentro—. ¿A dónde vamos?
—A
casa —respondió devolviéndole la sonrisa.
—¿A
casa? —Max se detuvo y se quedó allí clavado como un pasmarote.
—A
casa —repitió, palmeándole el hombro cuándo pasó a su lado—. Mi padre está vivo.
Definitivamente,
había merecido la pena.