Oráculo





Ilustración de Gabriel Moreno

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         La Dama  vestía completamente de negro. Las sedas le cubrían el cuerpo y la cabeza, y una máscara de plumas, sin abertura para los ojos, ocultaba su rostro dejando únicamente los labios a la vista. Unos labios carnosos, fruncidos y entreabiertos, perfectamente delineados por un carmín rojo como la sangre. Cuando miraba aquellos labios sólo podía pensar en follarle la boca. Pero eso no iba a suceder. En el momento oportuno, ni siquiera se le permitiría ver ni un centímetro de más de su pálida piel.
         Ella era como una escultura de mármol; gélida y distante. Excepto cuando la tocaba. Deslizaba sus manos hacia arriba, recorriendo las interminables piernas y los muslos, deliciosamente separados. Apartando con firmeza el encaje que ocultaba las puertas del paraíso, cerrado para todos como si escondiese el mismísimo Santo Grial. Y quizás así fuese. Allí, en el punto dónde confluían los pilares de la Diosa, ella  no era fría. Era todo lo contrario a fría. Podía recorrer su calidez con las yemas de los dedos, rozar aquel pubis exento de vello. Podía sumergirse en su interior con la brevedad de un suspiro. Pero no le estaba permitido mirarla. Y la Dama, siempre envuelta en el misterio, coronada por diamantes que pendían tintineando en cascadas desde su máscara, no se dejaba tocar por cualquiera. Ni siquiera por dinero. Si la deseabas lo suficiente -si la deseabas de verdad-, tenías que pagar el precio. Los hombres vendían sus almas por escuchar lo que ella tenía que decirles. Muchos morirían por deslizar los dedos sobre las sedas. Muchos, de hecho, habían muerto. Y eran sus manos, y no las de otro, las que la hacían temblar ahora. Temblaba escondida tras las plumas, apretando los labios. Apretando los muslos en torno a sus caderas.
         Y vio un destello de laca de uñas roja cuando ella se liberó de las ropas para acariciarle bajo la cresta de la cremallera, desabrochándole los pantalones con habilidad. Y se moría de ganas de llegar con la lengua hasta dónde sólo sus manos tenían acceso. Él vendería el alma, como todos los demás, por tener su sabor en la boca,  pensaba, mientras sus dedos recorrían el camino aprendido, moviendo y pulsando con precisión quirúrgica.
         Y esperó a que se corriera en silencio, clavándole las esmaltadas uñas en los costados, para hundirse dentro de ella. Y estaba tan húmeda que tuvo que detenerse unos segundos para recuperar el control y no dejarse ir también al instante, como un adolescente de gatillo fácil.  La mujer echó la cabeza atrás en un ligero movimiento, y la hilera de diamantes tintineó de nuevo. Lo estrechó aún más hacia sí, atrayéndolo, dejándolo ir aún más allá, sus trémulas caderas marcando la deliciosa cadencia, juntándose y separándose en un baile frenético que lo llevaba de cabeza a la locura. Respiró el perfume de su cuello, descendió a través de la seda para atrapar un pezón con la boca. Y estaba tan duro como esperaba. Ella no rechazó aquel contacto ilícito y eso lo sorprendió, obligándose a alzar la vista para mirar al otro lado de las cortinas de cuentas en busca del chambelán. Pero el chambelán no estaba, los había dejado a solas.
         Y volvió a mirarle los labios; la imaginaba con los ojos entrecerrados de placer y las mejillas sonrojadas. Siempre separados los dos por el tejido suave de sus ropas. Esas eran las normas. Separados excepto en aquel punto tibio, donde ambos cuerpos confluían durante aquellos breves instantes. Y ella suspiró, susurrando las palabras. Y él se derramó en su interior, lamentándose siempre de no poder contemplarla. De no poder besarla, ni sentirla del todo. Aunque sólo estuviese allí para escuchar aquellas palabras.

         Se separaron de esa forma impersonal, y ella volvió a su habitual rigidez, cubierta ya completamente de nuevo, sus manos reposando sobre su regazo, ligeramente recostada en la barra dónde se apoyaba. La barra contra la que la había empujado hacía tan solo unos momentos que ya echaba de menos.
         —¿Ha sido un intercambio satisfactorio? —le preguntó la mujer, ahora con su voz suave y musical.
         —Lo ha sido, mi señora —recitó en respuesta. Y era cierto. En todos los sentidos. Aunque, de no serlo, uno no se lo dice al oráculo. Ella no le había susurrado lo que esperaba oír, pero era un buen augurio. Uno que hacía mucho tiempo había renunciado escuchar.
         Y la mujer puso fin a la charla extendiendo una de aquellas manos de porcelana para hacer sonar la campana del chambelán, quien apareció enseguida haciéndole una cortés reverencia, flotando de esa forma etérea, con la mirada envasada al vacío.
         El hombre le hizo un gesto indicándole la dorada bandeja de ofrendas, y él depositó allí la bolsa de las gemas. Cincuenta mil créditos en piedras preciosas. Un alto precio por follarse a una puta de lujo, había dicho Max. «Tío, cincuenta mil créditos son demasiados para desperdiciarlos en una puta de lujo. Una que no puede hacerte ni una mamada». Esas habían sido sus palabras exactas. Pero él no estaba allí -sólo- por eso. Había ido para escuchar aquellas malditas palabras.
         Y había merecido la pena.

         Saludó a la Dama con un gesto de cabeza antes de salir por la puerta y perderse por los pasillos, alejándose del olor dulzón de los inciensos que le recordaban a su perfume, de la tenue e irreal luz de las velas, que reverberaba en las cuentas de cristal de las cortinas que separaban las oscuras salas. Recorrió el camino, con la habitual sensación agridulce, hasta dar de nuevo con las escaleras mecánicas que lo sacarían del templo. Las escaleras que lo llevaban hasta Max.
         —Si andas sobrado de dinero puedes aumentarme el sueldo, capi —le dijo sonriente el muchacho a modo de saludo, saliendo a su encuentro—. ¿A dónde vamos?
         —A casa —respondió devolviéndole la sonrisa.
         —¿A casa? —Max se detuvo y se quedó allí clavado como un pasmarote.
         —A casa —repitió, palmeándole el hombro cuándo pasó a su lado—. Mi padre está vivo.

         Definitivamente, había merecido la pena.