Capítulo 4




Una cuestión de apariencia




         Trató de dormir sin conseguirlo; estaba agotado, mareado y febril por la pérdida de sangre y por el veneno de la serpiente. Ninguna de las dos cosas lo mataría, pero necesitaba descansar para poder afrontar las cosas en condiciones.
         Las cosas.
         Las cosas eran su situación actual y la posible muerte de su hermano. Había visto al sumerio; era enorme, pero en realidad las posibilidades no dependían del tamaño. Ash era un buen luchador, un guerrero, sin embargo el odio que el gigante desprendía era otro cantar. Estaba completamente consumido por él, ciego de rabia, la exudaba a borbotones cuándo sus ojos se centraban en cualquiera, incluido su propio hermano. Cuándo ambos estaban juntos había percibido en Emesh la necesidad de controlarlo, de canalizar ese odio hacia algo útil, de convertirlo en un arma que pudiese esgrimir. Y tenía la impresión de que aquello se le había dado de lujo. Ése odio y el irrefrenable deseo de matar, que Emesh alimentaba con paciencia, sería lo que le daría problemas serios a Arikel cuando se encontrasen. Porque no podía engañarse… se encontrarían. Emesh tenía razón: él podía dar con Ash, podía encontrarlo, si quisiese encontrarlo. Y ahora el sumerio también podía. Cerró los ojos tratando de pensar en otra cosa. En la forma de salir de allí. Y los abrió momentos después al sentir otra presencia en el interior de la habitación.
         Ella estaba de pie junto a la puerta, con una bandeja de comida en las manos. Esperaba discretamente a que se diese cuenta de que no estaba solo. El destello anaranjado de aquel cabello, brillante hasta en la penumbra, le hizo un nudo en el estómago; el recuerdo de Eydís se abrió paso en medio de la desolación y, de no estar tumbado, hubiese bastado para postrarlo de rodillas. Los rizos salvajes le caían en cascada hasta la  mitad de la espalda, prendiendo el oscuro ambiente como una antorcha. Llevaba puesto un minúsculo vestido verde esmeralda que resaltaba aún más el intenso tono de su pelo, pero que escasamente cubría algunos puntos precisos de su anatomía. La parte superior era simplemente dos tiras que se juntaban bajo el ombligo, unidas en el pecho por una cadena de plata que impedía que se abriese sin más dejando al descubierto un pequeño y pálido busto. Era pequeña toda ella, a pesar de los tacones de aguja que llevaba. Diminuta como una deliciosa muñeca de porcelana; una muñeca de porcelana vestida como una fulana. No encajaba en aquel lugar y la tristeza la cubría como una pesada manta, embargándola por completo. A pesar de su estado, aún podía leer con facilidad las emociones. Ese era su don, el regalo de su padre. Leer y gobernar las emociones de los demás. Toda una ironía teniendo en cuenta que en la actualidad le resultaba casi imposible hacerse con las suyas propias.
         La muchacha caminó hasta la cama y colocó la bandeja en una esquina cuando le hizo sitio. Permaneció a su lado, con la vista clavada en el suelo en todo momento, y se preguntó de qué color serían sus ojos deseando desesperadamente que no fuesen azules. Ninguno de los dos se movió, hasta que al final ella se agachó junto a la bandeja y probó un poco de cada plato, empujándola después en su dirección. Esperó pacientemente a que se decidiese a comer, sumisa, ocultándole aún los  ojos, con las manos cruzadas sobre el vientre; claramente incómoda. Y no fue hasta que la mujer echó una mirada rápida en aquella dirección, que no vio al gigante envuelto en las sombras junto al marco de la puerta, y aunque ya no sentía somnolencia quedó claro que sus sentidos sí continuaban adormecidos. El hombre no lo miraba a él; era en ella dónde tenía puestos los ojos, con una mirada diferente a la que le había visto cuándo Emesh se lo presentó. Una mirada inquietante, llena de hambre. La observaba como un sediento contemplaría una jarra de agua en medio del desierto. La observaba, pero no era suya. La mujer pertenecía a su hermano, estaba unida al sumerio de una forma mucho más intensa que Marduk. De una forma física, totalmente distinta a cualquier cosa que hubiese visto hasta ahora. Lo sentía a través de su vínculo con él; ella era la tercera presencia, y le pertenecía en todos los sentidos puesto que podía olerlo en su piel. Vörj se incorporó con cuidado con intención de comer. No había pensado en ningún momento en la posibilidad de que lo envenenasen, Emesh usaría otros métodos más directos cuando se diese el caso.
         La mujer salió de la habitación seguida de cerca por el gigante, dejándolo a solas de nuevo. Hasta que casi había dado buena cuenta de todo; regresó entonces con una jofaina llena de agua, toallas y apósitos limpios, y nuevamente esperó. Esperó a que hubiese dejado los platos vacíos para retirar la bandeja y arrodillarse junto a él, sumergiendo una de las toallas en el agua. Acercó las manos a la herida, dejándolas suspendidas en el aire unos instantes en busca de su permiso. Él se arrellanó de nuevo en la cama para dejarla trabajar y para tratar de verle los ojos, aún escondidos tras las largas pestañas, siempre evitando los suyos. Verdes. Eran verdes. Unos bonitos ojos de gata llenos de una tristeza infinita. Volvió a respirar algo más relajado. Se trataba tan solo de un detalle, un detalle que lo había tenido obsesionado durante aquella última media hora. Apoyó la cabeza en el codo y la dejó hacer; ahora ya sabía quién le había remendado el siete con aquellos pequeños puntos perfectamente alineados. Un trabajo concienzudo que había echado a perder al caerse de la cama y golpearse allí. Ella retiró la gasa con cuidado, humedeciéndola con el agua caliente para desprenderla, puesto que había quedado adherida al sangrar de nuevo. Suspiró al ver el estropicio y le quitó los puntos que se habían soltado, sustituyéndolos por unos adhesivos de aproximación. Cuándo hubo terminado la tapó otra vez con una gasa limpia y lo recogió todo, depositándolo sobre la bandeja, dejando la jofaina y algunas toallas más para que pudiese asearse, y salió de allí definitivamente con aquel enorme cabronazo de ojos hambrientos pisándole los talones.



* * *


         La finca permanecía ajena al tiempo transcurrido sujetándose intacta, a saber cómo, en medio de los largos años. Estaba exactamente igual que en los tiempos dorados; los tiempos del señor. Aparentemente. Aparentemente seguía siendo lo que era, seguía poseyendo toda su gloria y  esplendor. Y, sin embargo, ahora todo era distinto.  Distinto de una forma más sutil. Los jardines colindantes estaban descuidados, puesto que nadie se encargaba ya de cuidar de ellos, y el aroma de las flores frescas había desaparecido hace mucho junto a otras cosas. Había sido sustituido por un olor a humedad y a rancio: el olor de la desidia. Los sumerios no habían tocado nada, se habían instalado los tres en la zona opulenta, dónde estaban las habitaciones principales, rodeados de cortinas de terciopelo, alfombras de pieles y sábanas de seda.
         Ella lo mantenía todo limpio y cocinaba. Era algo que se le daba bien, puesto que casi siempre había sido parte de sus funciones principales: servir y complacer. Emesh le había dicho que cuidase de aquel extraño, que atendiese sus heridas y lo alimentase. También le había prohibido que lo mirase a los ojos o que hablase con él, y que expusiese los brazaletes en su presencia. Los había mantenido ocultos por la ilusión. Una ilusión que mostraba sus brazos desnudos y que dejó caer cuando salió de la habitación dónde él se encontraba. Crear ilusiones era parte de su herencia genética; el único legado que su padre, involuntariamente, le había dejado. Él era un maestro en el arte del engaño, en el arte de crear quimeras, de enloquecer a cualquiera que cayese preso en el delirio de sus espejismos. Hylissa odiaba a su padre, ignoraba si estaba vivo o muerto pero, en cualquier caso, le odiaba. Aunque esa era otra historia para otro día, y lo desechó de sus pensamientos tan rápidamente como había desechado la ilusión que acababa de romper. Y le resultó sencillo, dado que muchas cosas ocupaban su cabeza por completo en aquellos momentos, como aquel hombre; el desconocido de la habitación del servicio.
         Hylissa recorrió la enorme casa hasta llegar de nuevo a la cocina. El extraño estaba alojado en una de las habitaciones del servicio, justo en la parte deshabitada. Estaba cortado por el mismo patrón que todos ellos pero no se parecía en absoluto. Lo que percibía, a través del oscuro prisma de su vínculo con Emesh, no se asemejaba en nada a todo lo que ella había conocido; era lo opuesto a lo que ella había conocido, como una tenue luz al final de un túnel, una pequeña luz cálida y dorada como la de una vela. Era Viridiel, el serafín, aunque ignoraba lo que representaba exactamente ese título.  Y también era, al parecer, un hombre muerto.