Caminos divergentes
Marduk
regresó. Regresó gravemente herido y sin el cadáver del cazador a su espalda. Emesh
se había puesto furioso y lo había golpeado una y otra vez sin piedad, sin
importarle ni lo más mínimo su estado.
Hylissa lo había escuchado todo desde su habitación imaginando el semblante
pétreo del gigante, sin inmutarse ante la ira de su hermano. Nunca lo había
visto así. Sin embargo, aunque cualquiera en su sano juicio se hubiese
asustado, ella no tenía miedo. Por primera vez la coraza de aquel hombre se
había resquebrajado. Había algo que podía sacarle de sus casillas, algo que lo
hacía reaccionar.
Pensó
en el serafín, que se consumía ajeno a todo en la pequeña habitación, y lamentó
no poder decirle que su hermano aún vivía. Durante aquellos días el desconocido
se había convertido en una especie de obsesión para ella. Lo achacaba a que era
la primera persona con la que pasaba algo de tiempo al margen de los dos
sumerios, pero en el fondo sabía que había algo más; el hombre le gustaba. Había
algo en él que lo diferenciaba de los demás. Cuando bajaba a la celda -pues una
celda era, pese a todo- el peso que le oprimía el pecho se hacía más ligero y
sospechaba que él tenía algo que ver. Aún en su estado taciturno la tocaba de
aquella forma particular. La tocaba sin tocarla. No sabía cómo explicarlo, pero
así era. O así lo sentía ella. Se quedaba para sí mismo parte de su tristeza,
compartiendo sentimientos que ambos tenían profundamente arraigados.
A
lo largo del día siguiente Emesh y Marduk permanecieron encerrados en sus
respectivas habitaciones, algo que ella agradeció. En la casa todo era silencio;
un silencio pesado, como la calma antes de la tempestad, roto por el aullido
desgarrador del viento en el exterior que arrastraba la tormenta. Las nubes se
movían deprisa cerrándose, oscureciéndolo todo, cerniéndose sobre ellos como el
preludio de lo que estaba por venir.
Y
el transcurrir de las horas.
Los
sumerios nunca parecían tener prisa por nada. Ni siquiera por resolver sus
disputas.
Y
el transcurrir de las horas…
Bajó
otra bandeja de comida a su invitado
pero de nuevo hubo de subirla intacta, pues éste no la tocó. Permanecía
acostado, de espaldas, sumido en sus propios pensamientos. Si hubiese podido
decírselo… Al amanecer Emesh salió en busca del otro hombre, Viktor. Y entonces
supo lo que pasaba. No necesitó que nadie se lo confirmase, pudo leerlo en su
cara cuando cruzó la puerta antes de desvanecerse en el aire; ya no tenía
intención de mantenerlo cautivo más tiempo. Cumpliría con esa parte del trato
primero, sin arriesgarse a que el cazador viniese en su busca con ayuda. Era lo
lógico. La idea de ver muerto al serafín le hizo un nudo en las entrañas.
Emesh
se había ido y un montón de ideas descabelladas le llenaban la cabeza. Marduk tampoco
saldría aún, necesitaría más descanso, a pesar -o a raíz- de que su hermano
había disfrutado cerrándole las heridas a su manera. Aún así no había escuchado
ni un solo grito, lo que hizo que volviese a plantearse la idea de que el
gigante era mudo. Disponía de un corto margen de tiempo y tendría que
utilizarlo bien. Ahora o nunca, no habría segundas oportunidades.
Se
deslizó en la habitación de Emesh. No era la primera vez que entraba, pero sí
la primera vez que lo hacía a solas y sin permiso. Él lo sabría, por supuesto.
Lo sabría antes de cruzar el umbral, pero no le importó. Quizá porque ya estaba
muy lejos de que le importase algo. Se sentía extrañamente tranquila, como si
su cuerpo perteneciese a otra persona. Desde que era una niña había soñado con
ser libre, es posible que hubiese llegado ese momento… No era, ni mucho menos,
como lo había imaginado, pero a estas alturas se conformaría con eso. Porqué no, si se había conformado
con todo lo demás… Si podía ayudarle a él habría merecido la pena. Rebuscó
entre sus cosas hasta que dio con lo que necesitaba. Lo metió en su bolsillo y
salió por la puerta. Volvió a levantar la ilusión en torno a sus muñecas y, con
paso firme, recorrió el camino que la llevaba hasta la otra ala. El camino que
la llevaba hasta las habitaciones del servicio.
* * *
Sintió
de nuevo su presencia y, de nuevo, la ignoró. Al menos hasta que escuchó el
sonido de pequeños cristales al romperse. Se giró en el camastro intrigado: ella
extendía un líquido por el suelo, sobre una de las runas. Había roto el vial de
un pisotón y trabajaba con rapidez sin prestarle ni la menor atención. Frotó
hasta que las perfectas formas del dibujo hubieron desaparecido completamente.
Sintió como la desagradable sensación de embasado al vacío desaparecía de
pronto, dejándolo libre. Libre para irse de allí. El líquido, supuso, era similar
a lo que ellos utilizaban para limpiar sus armas de restos de sangre durante la
libación, puesto que las runas de las hojas podían dañarse si no se cuidaban. El
sumerio había trazado aquellas que lo mantenían encerrado con sangre y, aunque
estaban grabadas a conciencia, necesitaba impregnarlas para que fuesen
efectivas. Un solo error en la caligrafía, una sola línea que no hubiese
quedado empapada, y nada de todo aquello hubiese servido para mantenerlo
atrapado.
Y
ella lo había liberado.
Antes
de que pudiese recuperarse de su asombro la menuda mujer lo cogió del brazo
tirando con fuerza de él, instándole a que lo siguiese. Se dejó arrastrar
apresuradamente por los pasillos en busca de la salida preguntándose cuál sería
el motivo de su buena suerte, ya que ella seguía sin mediar palabra. Durante los primeros días se le pasó por la
cabeza que fuese muda, pero terminó por descartar esa teoría observando su
comportamiento genera; la sumisión con la que actuaba dejaba claro que los
sumerios no le permitían ningún tipo de contacto. Pero lo había liberado… Ella
lo había liberado y, sin embargo, seguía sin mediar palabra o mirarlo a los
ojos. Puede que fuese ella misma la que lo evitaba a propósito.
Todo
allí dentro le pareció decadente: las alfombras, los grandes tapices que
decoraban las paredes, las pesadas cortinas de terciopelo y sedas que cubrían
las ventanas, como si quisiesen evitar a toda costa que la luz se colase dentro.
Lo que en su tiempo debió ser imponente, ahora resultaba insoportablemente
depresivo. Las emociones encerradas entre aquellas paredes se agolpaban y
parecían querer tocarlo con sus invisibles garras. Nadie podría pasear por esos
pasillos erguido, sin encogerse bajo el peso de toda aquella angustia, sin
sentirla en la boca. Llegaron a una puerta pequeña que había en uno de los
laterales de la parte delantera, algo alejada de la principal por dónde,
supuso, sacarían la comida cuando la servían en el jardín, por su proximidad
con las cocinas por las que pasaron de camino. Ella lo soltó empujándolo fuera,
mirando a su alrededor inquieta.
En
el exterior el día era frío, y una fina llovizna lo ayudó a quitarse de encima
la horrible sensación de asfixia que se había adueñado de él desde que
despertase en el camastro. Pese al cielo encapotado, hubo de esperar unos
instantes a que sus ojos se acostumbrasen de nuevo a la luz. La luz que le
faltaba en su habitación, y que parecía faltar en toda aquella maldita casa. Caminó
unos pasos y se giró, levantando la mirada para contemplar la imponente
fachada. La enorme casa colonial parecía sacada de otra época, una sombra
rodeada del verde de los jardines que, descuidados, se lo comían todo. Un lugar
dónde el tiempo no transcurría, dónde había quedado detenido tras espantosos
sucesos, dejando tras de sí toda una estela de dolor. Y pensaba que nada podía
ser peor que aquella visión hasta que lo descubrió allí, semioculto tras los
muros de piedra del lateral más alejado, extendiéndose ladera abajo como un
cáncer: un laberinto de cerrada maleza sobre el que se arremolinaban las nubes,
oscureciendo, aún más si cabía el entorno. Lóbrego, como si la propia luz lo
rehuyese. Emanaba de él un cúmulo de energías convirtiéndolo en el epicentro de
todas ellas, dónde predominaba el pesar, que lo invadía todo por completo
enroscándose del mismo modo en que lo hacían las malas hiervas. Era como un
enorme agujero a otra dimensión -y quizá lo era realmente-. Al igual que la
casa, a otras épocas, pero aún más lejanas. Su don consistía en trabajar las
emociones y supo a ciencia cierta que, de dar rienda suelta a lo que allí
dormía, bien podría crear una ola que lo arrasase todo en kilómetros a la
redonda, consumiendo por completo cualquier rastro de vida, incluida la suya. Era
aquel un sitio que convenía evitar a toda costa, al menos si uno estaba en su
sano juicio… Cuando su vista volvió a la muchacha la encontró mirando hacia
allí con nostalgia. Hasta que se dio cuenta de que la observaba y bajó la
cabeza, regresando de nuevo la rigidez que los había acompañado hasta la
puerta.
—¿Por
qué? —le preguntó acercándose y tomándola de la barbilla para mirarla a los
ojos. Ella desvió la mirada enseguida, incómoda, haciendo un gesto de
impaciencia que lo apremiaba a irse ya.
—No
les va a gustar lo que has hecho, ven conmigo.
Las
palabras salieron sin pensar, pero realmente no podía dejarla allí con ellos. La
muchacha tensó los labios en una sonrisa rota y negó con la cabeza con tristeza;
esa tristeza que le partía el corazón. Sin embargo, no percibía ni rastro de
miedo en ella… Una determinación férrea, en todo caso, y le costaba creer que
la mujer ignorase dónde se estaba metiendo. En aguas oscuras y profundas, de
las que le iba a costar mucho salir, si es que salía…
—Espero de verdad que sepas lo que estás
haciendo pero en cualquier caso, gracias —le dijo. No había más que añadir. No
quería perder más tiempo del necesario tratando de convencerla, ni podía
obligarla. Su hermano ocupaba todos sus pensamientos en aquel momento y tenía
prisa por salir de allí para dar con él. Que no hubiese tenido noticias al
respecto le daba esperanza, Ash tenía que estar vivo…
Se
alejó de la casa hasta quedar fuera de las protecciones, que le mordieron la
carne con afilados dientes, y se volvió una vez más en su busca encontrándola
en el mismo sitio, de pie en el umbral, como una pálida y diminuta muñeca de
porcelana, mirando de nuevo hacia la verja oxidada y desvencijada del laberinto;
una puerta que delineaba perfectamente la diferencia entre la vida y la muerte.
El largo cabello anaranjado agitándose con el viento que traía la tormenta; un
viento que parecía querérsela llevar, arrancarla de la faz de la tierra. Pero
ella permanecía firme, con los labios apretados. La muñeca más triste que había
visto en su vida…
* * *
Hubiese
preferido no ver como se alejaba poniéndole fin a todo. Había querido llevarla
con él y, de haber podido irse, no se lo habría pensado ni un segundo. Pero
estaba obligada a permanecer allí hasta que Emesh decidiese lo contrario… Había
sido una insensata, lanzándose de cabeza a un destino irrevocable y, ahora que
estaba hecho, la angustia comenzaba a devorarla por dentro. No se arrepentía,
pero esperar el desenlace iba a acabar con sus nervios. Confiaba en que aquella
traición terminase de enfurecerlo lo suficiente, que la ira lo cegase y que
todo sucediese deprisa. Si no era así… Bueno, no quería pensar en eso. No podía
darle vueltas o se volvería loca. Al menos el serafín estaría a salvo, y no
parecía la clase de hombre al que se podía pillar por sorpresa una segunda vez.
Subió
de nuevo hasta su cuarto y se sentó en el tocador, contemplando su reflejo en
el espejo. Los ojos verdes de su padre le devolvieron la mirada. «Estoy arto de tu rebeldía, Hylissa.
Resístete si quieres, pero terminarás obedeciendo… Y habrá quien disfrute aún
más que yo doblegándote, te doy mi palabra. »
Y vaya si había cumplido. Había cumplido con creces. Cogió las tijeras de
la pequeña cesta de labores y agarró un mechón de cabello, cortándolo con
decisión por debajo de la barbilla. El pelo era lo único que había heredado de
su madre y, de haber podido, se hubiese afeitado la cabeza en ese mismo
instante solo para evitar pensar en ella, para que no quedase nada de su única
parte buena. Sin embargo le bastó con destrozar aquella melena en la que los
hombres parecían haber encontrado siempre cierto placer. Se deshizo de todo, cortando
al final el flequillo muy por encima de las cejas, y se levantó para dejar caer
los rizos al suelo, sacudiéndoselos de encima. Se pasó las manos por la cabeza
observándose en el espejo; le gustaba así, ya no era ella, ya no tendría que
ser aquella mujer sumisa nunca más. Después de todo, el alivio de saberlo le
daba cierta paz. Podría soportar lo que fuese si detrás de eso ya no había nada
más que soportar.
Y
así, sentada al borde de la cama, como tantas otras veces, esperó a que Emesh
regresase.
Y
no tuvo que esperar demasiado…
* * *
No
pasó por su habitación, fue directamente a la del serafín, ahora vacía. Desde
dónde estaba no pudo escuchar los gritos furiosos de Viktor, que llenaron el
silencio que se hizo tras descubrir la ausencia. Lo que sí escuchó fueron los
pesados pasos de Marduk, acelerados, recorriendo el pasillo hacia las
habitaciones del servicio. Él tampoco podía escuchar a su hermano desde dónde
se encontraba pero, al igual que ella, podía sentir la ira ciega que Emesh
trataba de aplacar. Pasó un buen rato antes de que los tres se presentasen allí
y para entonces, ya le temblaban las piernas. Agradeció estar sentada o, de lo
contrario, no creyó que hubiese tenido fuerzas para sostenerse. Fue la primera
vez que también se sintió agradecida por no poder mirarle a los ojos.
—¡Tú,
zorra estúpida!
Viktor
recorrió el camino que los separaba en dos zancadas y le estampó el puño en la
cara con tanta fuerza que la tiró al suelo. Tardó unos segundos en dejar de
escuchar el zumbido en sus oídos y, para entonces, Marduk había levantado al
serafín en el aire agarrándolo del cuello. No lo miraba a él, ignorándolo
completamente mientras trataba de liberarse; era en ella en quien tenía puestos
los oscuros ojos, con una expresión sombría, distinta de su habitual desdén.
Una expresión en la que podía leer algunas cosas, principalmente incredulidad.
—Suéltalo,
Marduk.
La
voz de Emesh era serena, contradiciendo el cúmulo de emociones que emanaba a
través de los brazaletes. Ya no había barreras, y no era porque él estuviese
demasiado furioso como para mantenerlas. Simplemente no quería ocultarse ahora,
quería que Hylissa lo sintiese con claridad. Al final había logrado superar
todas sus expectativas… Marduk dudó unos segundos antes de depositarlo sin
ceremonias en el suelo. Viktor miró al sumerio con rabia, y después de nuevo a
ella, y sus pupilas se estrecharon aún más.
—Si
vuelves a tocarla, te destriparé —dijo Emesh—. Seré yo quien se encargue de
disciplinarla, no tú.
—¡¿Disciplinarla?!
—gritó Viktor con asombro—. Creo que aún no entiendes bien lo que ha pasado
aquí… Teníamos un acuerdo, y has fracasado. Ahora él lo sabe, ¡lo sabrá todo!
¿Sabes lo que significa eso? ¡Claro que no lo sabes, no tienes ni idea de lo
que significa! Tú no lo conoces… ¡Soy yo el que debería destriparla a ella con
mis propias manos! ¡La quiero muerta!
Estaba
fuera de sí, con los ojos desorbitados por la ira, cegado por el pánico que le
producía la perspectiva de quedar al descubierto ante su hermano.
—Por
supuesto que la quieres muerta, primo —intervino Emesh—Eres un hombre simple, para haber vivido tantos
años.
—Hicimos
un trato… —dijo Viktor en un susurro tratando de ahogar la rabia. No dejaba de
mirarla, no podía apartar la vista de ella ni un segundo, ni siquiera con las
enormes manos de Marduk sobre él—. He esperado mucho tiempo para llegar hasta
aquí y no voy a esperar más.
—En algún momento, Viktor, cumpliré con
mi parte. Entonces yo seré un hombre libre, y tú podrías ser un hombre muerto.
Piensa en ello cuando acudas a mi casa como mi invitado, cuando escojas el tono
en el que te diriges a mí. Y ahora deja que yo me encargue de todo, como hemos
hecho siempre. Lamento que estés irritado, pero tendrás que desahogarte en otra
parte.
La
amenaza y la invitación a desalojar quedaron en el aire y el serafín las pilló
al vuelo, mirando de soslayo a uno y a otro.
—No
hace falta que me acompañes hasta la puerta —dijo torciendo el labio en un
gesto agrio—, conozco el camino.
—De
acuerdo, como desees.
Al
hombre no se le escapó el deje de humor con el que Emesh impregnó las últimas
palabras, lo que lo enfureció aún más. Sin embargo, se guardó bien de añadir
nada al respecto. La tensión creció aún más cuando Viktor se marchó. Los
sumerios la observaban mientras esperaban a que el serafín cruzase las
protecciones y desapareciese del todo. El semblante de Emesh resultaba
espectral en la penumbra de la alcoba. Parecía retorcerse y desgarrarse por la
rabia que escondía. Casi podía escucharlo pensar, tratando de decidir qué hacer
con ella. Hylissa creyó escuchar gemir a la tierra misma. Creyó sentir un
temblor bajo su cuerpo, como si ésta soportase un peso atroz. El suyo. Tenía
los miembros entumecidos y el corazón latiendo deprisa bajo la lengua, hasta el
punto de obligarse a mantener la boca bien cerrada por miedo a que saltase
fuera. El golpe le había cerrado el ojo, pero no lo necesitaba para ver que las
cosas se iban a complicar.
—Me
siento terriblemente decepcionado…
Había
pasado tanto rato callado que su voz la pilló por sorpresa, provocándole un
espasmo involuntario; y el nudo que tenía en el pecho se apretó aún más. Su voz
era fría y distante, haciendo, con cada palabra, más grande el abismo que los
separaba.
Marduk esperaba
paciente apoyado en el marco de la puerta, cruzado de brazos. Ya no la miraba a
ella, ahora estaba totalmente pendiente de su hermano.
—Te
he tratado bien, me he ocupado de ti —siguió—. Tú, a cambio, como un perro
desagradecido, muerdes la mano que te da de comer.
Hylissa
sabía que él, realmente, creía todo aquello. Creía que la había tratado bien, y
que se había ocupado de ella. Y quizás así fuese, en lo que a necesidades
básicas se trataba. Quizás a un animal le resultaría suficiente. Por su parte,
en su intento por huir, había ido demasiado lejos. Había cruzado la línea
invisible que la separaba del abismo. Lo supo en el mismo instante en que Emesh
se quitó la cadena que pendía de su cuello para lanzársela a su hermano, quien
la cogió al vuelo. Su expresión era indescifrable pero, cuando sus dedos acariciaron
la gema y el cambio se produjo a todos los efectos, las manos le temblaban.
Emesh desapareció, y la barrera que se alzaba entre ellos desapareció con él.
En su lugar ahora… estaba Marduk.
Hylissa
había pensado que no podía haber mayor oscuridad que la que escondía el corazón
de Emesh.
Estaba
equivocada.
—A
veces, para mantener el control sobre alguien, hay que darle rienda suelta —le
susurró Emesh al oído antes de besarla fugazmente en la sien.
Libre
de su yugo, lo miró a los ojos por fin. Negros como pozos sin fondo, carentes
de alma. No encontró piedad, ni nada que se le pareciese remotamente. Nada: eso
era lo que lo llenaba por completo. Sintió en su interior un frío tan intenso
que le congeló las entrañas.
Ciertamente,
había ido demasiado lejos.