Capítulo 7




Caminos divergentes




         Marduk regresó. Regresó gravemente herido y sin el cadáver del cazador a su espalda. Emesh se había puesto furioso y lo había golpeado una y otra vez sin piedad, sin importarle  ni lo más mínimo su estado. Hylissa lo había escuchado todo desde su habitación imaginando el semblante pétreo del gigante, sin inmutarse ante la ira de su hermano. Nunca lo había visto así. Sin embargo, aunque cualquiera en su sano juicio se hubiese asustado, ella no tenía miedo. Por primera vez la coraza de aquel hombre se había resquebrajado. Había algo que podía sacarle de sus casillas, algo que lo hacía reaccionar.
         Pensó en el serafín, que se consumía ajeno a todo en la pequeña habitación, y lamentó no poder decirle que su hermano aún vivía. Durante aquellos días el desconocido se había convertido en una especie de obsesión para ella. Lo achacaba a que era la primera persona con la que pasaba algo de tiempo al margen de los dos sumerios, pero en el fondo sabía que había algo más; el hombre le gustaba. Había algo en él que lo diferenciaba de los demás. Cuando bajaba a la celda -pues una celda era, pese a todo- el peso que le oprimía el pecho se hacía más ligero y sospechaba que él tenía algo que ver. Aún en su estado taciturno la tocaba de aquella forma particular. La tocaba sin tocarla. No sabía cómo explicarlo, pero así era. O así lo sentía ella. Se quedaba para sí mismo parte de su tristeza, compartiendo sentimientos que ambos tenían profundamente arraigados.

         A lo largo del día siguiente Emesh y Marduk permanecieron encerrados en sus respectivas habitaciones, algo que ella agradeció. En la casa todo era silencio; un silencio pesado, como la calma antes de la tempestad, roto por el aullido desgarrador del viento en el exterior que arrastraba la tormenta. Las nubes se movían deprisa cerrándose, oscureciéndolo todo, cerniéndose sobre ellos como el preludio de lo que estaba por venir.
         Y el transcurrir de las horas.
         Los sumerios nunca parecían tener prisa por nada. Ni siquiera por resolver sus disputas.
         Y el transcurrir de las horas…

         Bajó otra bandeja de comida a su invitado pero de nuevo hubo de subirla intacta, pues éste no la tocó. Permanecía acostado, de espaldas, sumido en sus propios pensamientos. Si hubiese podido decírselo… Al amanecer Emesh salió en busca del otro hombre, Viktor. Y entonces supo lo que pasaba. No necesitó que nadie se lo confirmase, pudo leerlo en su cara cuando cruzó la puerta antes de desvanecerse en el aire; ya no tenía intención de mantenerlo cautivo más tiempo. Cumpliría con esa parte del trato primero, sin arriesgarse a que el cazador viniese en su busca con ayuda. Era lo lógico. La idea de ver muerto al serafín le hizo un nudo en las entrañas.

         Emesh se había ido y un montón de ideas descabelladas le llenaban la cabeza. Marduk tampoco saldría aún, necesitaría más descanso, a pesar -o a raíz- de que su hermano había disfrutado cerrándole las heridas a su manera. Aún así no había escuchado ni un solo grito, lo que hizo que volviese a plantearse la idea de que el gigante era mudo. Disponía de un corto margen de tiempo y tendría que utilizarlo bien. Ahora o nunca, no habría segundas oportunidades.
         Se deslizó en la habitación de Emesh. No era la primera vez que entraba, pero sí la primera vez que lo hacía a solas y sin permiso. Él lo sabría, por supuesto. Lo sabría antes de cruzar el umbral, pero no le importó. Quizá porque ya estaba muy lejos de que le importase algo. Se sentía extrañamente tranquila, como si su cuerpo perteneciese a otra persona. Desde que era una niña había soñado con ser libre, es posible que hubiese llegado ese momento… No era, ni mucho menos, como lo había imaginado, pero a estas alturas se conformaría  con eso. Porqué no, si se había conformado con todo lo demás… Si podía ayudarle a él habría merecido la pena. Rebuscó entre sus cosas hasta que dio con lo que necesitaba. Lo metió en su bolsillo y salió por la puerta. Volvió a levantar la ilusión en torno a sus muñecas y, con paso firme, recorrió el camino que la llevaba hasta la otra ala. El camino que la llevaba hasta las habitaciones del servicio.

* * *

         Sintió de nuevo su presencia y, de nuevo, la ignoró. Al menos hasta que escuchó el sonido de pequeños cristales al romperse. Se giró en el camastro intrigado: ella extendía un líquido por el suelo, sobre una de las runas. Había roto el vial de un pisotón y trabajaba con rapidez sin prestarle ni la menor atención. Frotó hasta que las perfectas formas del dibujo hubieron desaparecido completamente. Sintió como la desagradable sensación de embasado al vacío desaparecía de pronto, dejándolo libre. Libre para irse de allí. El líquido, supuso, era similar a lo que ellos utilizaban para limpiar sus armas de restos de sangre durante la libación, puesto que las runas de las hojas podían dañarse si no se cuidaban. El sumerio había trazado aquellas que lo mantenían encerrado con sangre y, aunque estaban grabadas a conciencia, necesitaba impregnarlas para que fuesen efectivas. Un solo error en la caligrafía, una sola línea que no hubiese quedado empapada, y nada de todo aquello hubiese servido para mantenerlo atrapado.
         Y ella lo había liberado.
         Antes de que pudiese recuperarse de su asombro la menuda mujer lo cogió del brazo tirando con fuerza de él, instándole a que lo siguiese. Se dejó arrastrar apresuradamente por los pasillos en busca de la salida preguntándose cuál sería el motivo de su buena suerte, ya que ella seguía sin mediar palabra.  Durante los primeros días se le pasó por la cabeza que fuese muda, pero terminó por descartar esa teoría observando su comportamiento genera; la sumisión con la que actuaba dejaba claro que los sumerios no le permitían ningún tipo de contacto. Pero lo había liberado… Ella lo había liberado y, sin embargo, seguía sin mediar palabra o mirarlo a los ojos. Puede que fuese ella misma la que lo evitaba a propósito.
         Todo allí dentro le pareció decadente: las alfombras, los grandes tapices que decoraban las paredes, las pesadas cortinas de terciopelo y sedas que cubrían las ventanas, como si quisiesen evitar a toda costa que la luz se colase dentro. Lo que en su tiempo debió ser imponente, ahora resultaba insoportablemente depresivo. Las emociones encerradas entre aquellas paredes se agolpaban y parecían querer tocarlo con sus invisibles garras. Nadie podría pasear por esos pasillos erguido, sin encogerse bajo el peso de toda aquella angustia, sin sentirla en la boca. Llegaron a una puerta pequeña que había en uno de los laterales de la parte delantera, algo alejada de la principal por dónde, supuso, sacarían la comida cuando la servían en el jardín, por su proximidad con las cocinas por las que pasaron de camino. Ella lo soltó empujándolo fuera, mirando a su alrededor inquieta.
         En el exterior el día era frío, y una fina llovizna lo ayudó a quitarse de encima la horrible sensación de asfixia que se había adueñado de él desde que despertase en el camastro. Pese al cielo encapotado, hubo de esperar unos instantes a que sus ojos se acostumbrasen de nuevo a la luz. La luz que le faltaba en su habitación, y que parecía faltar en toda aquella maldita casa. Caminó unos pasos y se giró, levantando la mirada para contemplar la imponente fachada. La enorme casa colonial parecía sacada de otra época, una sombra rodeada del verde de los jardines que, descuidados, se lo comían todo. Un lugar dónde el tiempo no transcurría, dónde había quedado detenido tras espantosos sucesos, dejando tras de sí toda una estela de dolor. Y pensaba que nada podía ser peor que aquella visión hasta que lo descubrió allí, semioculto tras los muros de piedra del lateral más alejado, extendiéndose ladera abajo como un cáncer: un laberinto de cerrada maleza sobre el que se arremolinaban las nubes, oscureciendo, aún más si cabía el entorno. Lóbrego, como si la propia luz lo rehuyese. Emanaba de él un cúmulo de energías convirtiéndolo en el epicentro de todas ellas, dónde predominaba el pesar, que lo invadía todo por completo enroscándose del mismo modo en que lo hacían las malas hiervas. Era como un enorme agujero a otra dimensión -y quizá lo era realmente-. Al igual que la casa, a otras épocas, pero aún más lejanas. Su don consistía en trabajar las emociones y supo a ciencia cierta que, de dar rienda suelta a lo que allí dormía, bien podría crear una ola que lo arrasase todo en kilómetros a la redonda, consumiendo por completo cualquier rastro de vida, incluida la suya. Era aquel un sitio que convenía evitar a toda costa, al menos si uno estaba en su sano juicio… Cuando su vista volvió a la muchacha la encontró mirando hacia allí con nostalgia. Hasta que se dio cuenta de que la observaba y bajó la cabeza, regresando de nuevo la rigidez que los había acompañado hasta la puerta.
         —¿Por qué? —le preguntó acercándose y tomándola de la barbilla para mirarla a los ojos. Ella desvió la mirada enseguida, incómoda, haciendo un gesto de impaciencia que lo apremiaba a irse ya.
         —No les va a gustar lo que has hecho, ven conmigo.
         Las palabras salieron sin pensar, pero realmente no podía dejarla allí con ellos. La muchacha tensó los labios en una sonrisa rota y negó con la cabeza con tristeza; esa tristeza que le partía el corazón. Sin embargo, no percibía ni rastro de miedo en ella… Una determinación férrea, en todo caso, y le costaba creer que la mujer ignorase dónde se estaba metiendo. En aguas oscuras y profundas, de las que le iba a costar mucho salir, si es que salía…
         —Espero de verdad que sepas lo que estás haciendo pero en cualquier caso, gracias —le dijo. No había más que añadir. No quería perder más tiempo del necesario tratando de convencerla, ni podía obligarla. Su hermano ocupaba todos sus pensamientos en aquel momento y tenía prisa por salir de allí para dar con él. Que no hubiese tenido noticias al respecto le daba esperanza, Ash tenía que estar vivo…
         Se alejó de la casa hasta quedar fuera de las protecciones, que le mordieron la carne con afilados dientes, y se volvió una vez más en su busca encontrándola en el mismo sitio, de pie en el umbral, como una pálida y diminuta muñeca de porcelana, mirando de nuevo hacia la verja oxidada y desvencijada del laberinto; una puerta que delineaba perfectamente la diferencia entre la vida y la muerte. El largo cabello anaranjado agitándose con el viento que traía la tormenta; un viento que parecía querérsela llevar, arrancarla de la faz de la tierra. Pero ella permanecía firme, con los labios apretados. La muñeca más triste que había visto en su vida…

* * *

         Hubiese preferido no ver como se alejaba poniéndole fin a todo. Había querido llevarla con él y, de haber podido irse, no se lo habría pensado ni un segundo. Pero estaba obligada a permanecer allí hasta que Emesh decidiese lo contrario… Había sido una insensata, lanzándose de cabeza a un destino irrevocable y, ahora que estaba hecho, la angustia comenzaba a devorarla por dentro. No se arrepentía, pero esperar el desenlace iba a acabar con sus nervios. Confiaba en que aquella traición terminase de enfurecerlo lo suficiente, que la ira lo cegase y que todo sucediese deprisa. Si no era así… Bueno, no quería pensar en eso. No podía darle vueltas o se volvería loca. Al menos el serafín estaría a salvo, y no parecía la clase de hombre al que se podía pillar por sorpresa una segunda vez.  
         Subió de nuevo hasta su cuarto y se sentó en el tocador, contemplando su reflejo en el espejo. Los ojos verdes de su padre le devolvieron la mirada. «Estoy arto de tu rebeldía, Hylissa. Resístete si quieres, pero terminarás obedeciendo… Y habrá quien disfrute aún más que yo doblegándote, te doy mi palabra. » Y vaya si había cumplido. Había cumplido con creces. Cogió las tijeras de la pequeña cesta de labores y agarró un mechón de cabello, cortándolo con decisión por debajo de la barbilla. El pelo era lo único que había heredado de su madre y, de haber podido, se hubiese afeitado la cabeza en ese mismo instante solo para evitar pensar en ella, para que no quedase nada de su única parte buena. Sin embargo le bastó con destrozar aquella melena en la que los hombres parecían haber encontrado siempre cierto placer. Se deshizo de todo, cortando al final el flequillo muy por encima de las cejas, y se levantó para dejar caer los rizos al suelo, sacudiéndoselos de encima. Se pasó las manos por la cabeza observándose en el espejo; le gustaba así, ya no era ella, ya no tendría que ser aquella mujer sumisa nunca más. Después de todo, el alivio de saberlo le daba cierta paz. Podría soportar lo que fuese si detrás de eso ya no había nada más que soportar.
         Y así, sentada al borde de la cama, como tantas otras veces, esperó a que Emesh regresase.
         Y no tuvo que esperar demasiado…

* * *

         No pasó por su habitación, fue directamente a la del serafín, ahora vacía. Desde dónde estaba no pudo escuchar los gritos furiosos de Viktor, que llenaron el silencio que se hizo tras descubrir la ausencia. Lo que sí escuchó fueron los pesados pasos de Marduk, acelerados, recorriendo el pasillo hacia las habitaciones del servicio. Él tampoco podía escuchar a su hermano desde dónde se encontraba pero, al igual que ella, podía sentir la ira ciega que Emesh trataba de aplacar. Pasó un buen rato antes de que los tres se presentasen allí y para entonces, ya le temblaban las piernas. Agradeció estar sentada o, de lo contrario, no creyó que hubiese tenido fuerzas para sostenerse. Fue la primera vez que también se sintió agradecida por no poder mirarle a los ojos.

         —¡Tú, zorra estúpida!
         Viktor recorrió el camino que los separaba en dos zancadas y le estampó el puño en la cara con tanta fuerza que la tiró al suelo. Tardó unos segundos en dejar de escuchar el zumbido en sus oídos y, para entonces, Marduk había levantado al serafín en el aire agarrándolo del cuello. No lo miraba a él, ignorándolo completamente mientras trataba de liberarse; era en ella en quien tenía puestos los oscuros ojos, con una expresión sombría, distinta de su habitual desdén. Una expresión en la que podía leer algunas cosas, principalmente incredulidad.
         —Suéltalo, Marduk.
         La voz de Emesh era serena, contradiciendo el cúmulo de emociones que emanaba a través de los brazaletes. Ya no había barreras, y no era porque él estuviese demasiado furioso como para mantenerlas. Simplemente no quería ocultarse ahora, quería que Hylissa lo sintiese con claridad. Al final había logrado superar todas sus expectativas… Marduk dudó unos segundos antes de depositarlo sin ceremonias en el suelo. Viktor miró al sumerio con rabia, y después de nuevo a ella, y sus pupilas se estrecharon aún más.
         —Si vuelves a tocarla, te destriparé —dijo Emesh—. Seré yo quien se encargue de disciplinarla, no tú.
         —¡¿Disciplinarla?! —gritó Viktor con asombro—. Creo que aún no entiendes bien lo que ha pasado aquí… Teníamos un acuerdo, y has fracasado. Ahora él lo sabe, ¡lo sabrá todo! ¿Sabes lo que significa eso? ¡Claro que no lo sabes, no tienes ni idea de lo que significa! Tú no lo conoces… ¡Soy yo el que debería destriparla a ella con mis propias manos! ¡La quiero muerta!
         Estaba fuera de sí, con los ojos desorbitados por la ira, cegado por el pánico que le producía la perspectiva de quedar al descubierto ante su hermano.
         —Por supuesto que la quieres muerta, primo —intervino Emesh—Eres  un hombre simple, para haber vivido tantos años.
         —Hicimos un trato… —dijo Viktor en un susurro tratando de ahogar la rabia. No dejaba de mirarla, no podía apartar la vista de ella ni un segundo, ni siquiera con las enormes manos de Marduk sobre él—. He esperado mucho tiempo para llegar hasta aquí y no voy a esperar más.
         —En algún momento, Viktor, cumpliré con mi parte. Entonces yo seré un hombre libre, y tú podrías ser un hombre muerto. Piensa en ello cuando acudas a mi casa como mi invitado, cuando escojas el tono en el que te diriges a mí. Y ahora deja que yo me encargue de todo, como hemos hecho siempre. Lamento que estés irritado, pero tendrás que desahogarte en otra parte.
         La amenaza y la invitación a desalojar quedaron en el aire y el serafín las pilló al vuelo, mirando de soslayo a uno y a otro.
         —No hace falta que me acompañes hasta la puerta —dijo torciendo el labio en un gesto agrio—, conozco el camino.
         —De acuerdo, como desees.
         Al hombre no se le escapó el deje de humor con el que Emesh impregnó las últimas palabras, lo que lo enfureció aún más. Sin embargo, se guardó bien de añadir nada al respecto. La tensión creció aún más cuando Viktor se marchó. Los sumerios la observaban mientras esperaban a que el serafín cruzase las protecciones y desapareciese del todo. El semblante de Emesh resultaba espectral en la penumbra de la alcoba. Parecía retorcerse y desgarrarse por la rabia que escondía. Casi podía escucharlo pensar, tratando de decidir qué hacer con ella. Hylissa creyó escuchar gemir a la tierra misma. Creyó sentir un temblor bajo su cuerpo, como si ésta soportase un peso atroz. El suyo. Tenía los miembros entumecidos y el corazón latiendo deprisa bajo la lengua, hasta el punto de obligarse a mantener la boca bien cerrada por miedo a que saltase fuera. El golpe le había cerrado el ojo, pero no lo necesitaba para ver que las cosas se iban a complicar.

         —Me siento terriblemente decepcionado…
         Había pasado tanto rato callado que su voz la pilló por sorpresa, provocándole un espasmo involuntario; y el nudo que tenía en el pecho se apretó aún más. Su voz era fría y distante, haciendo, con cada palabra, más grande el abismo que los separaba.
Marduk esperaba paciente apoyado en el marco de la puerta, cruzado de brazos. Ya no la miraba a ella, ahora estaba totalmente pendiente de su hermano.
         —Te he tratado bien, me he ocupado de ti —siguió—. Tú, a cambio, como un perro desagradecido, muerdes la mano que te da de comer.
         Hylissa sabía que él, realmente, creía todo aquello. Creía que la había tratado bien, y que se había ocupado de ella. Y quizás así fuese, en lo que a necesidades básicas se trataba. Quizás a un animal le resultaría suficiente. Por su parte, en su intento por huir, había ido demasiado lejos. Había cruzado la línea invisible que la separaba del abismo. Lo supo en el mismo instante en que Emesh se quitó la cadena que pendía de su cuello para lanzársela a su hermano, quien la cogió al vuelo. Su expresión era indescifrable pero, cuando sus dedos acariciaron la gema y el cambio se produjo a todos los efectos, las manos le temblaban. Emesh desapareció, y la barrera que se alzaba entre ellos desapareció con él. En su lugar ahora… estaba Marduk.
         Hylissa había pensado que no podía haber mayor oscuridad que la que escondía el corazón de Emesh.
         Estaba equivocada.
         —A veces, para mantener el control sobre alguien, hay que darle rienda suelta —le susurró Emesh al oído antes de besarla fugazmente en la sien.
         Libre de su yugo, lo miró a los ojos por fin. Negros como pozos sin fondo, carentes de alma. No encontró piedad, ni nada que se le pareciese remotamente. Nada: eso era lo que lo llenaba por completo. Sintió en su interior un frío tan intenso que le congeló las entrañas.
         Ciertamente, había ido demasiado lejos.