Capítulo 6




Punto de inflexión





         "A veces el hombre no es un hombre, es un niño. Un niño que ha escapado de los lobos. Un animal de las sombras. Invisible, silencioso, que vive en un mundo que nadie ha visto jamás. Un mundo de luciérnagas, vistas solo como un fulgor por el rabillo del ojo, desvaneciéndose al tiempo que vuelves la cabeza."

-Mistic River-




         Dejaba que el lápiz se deslizase suavemente por el papel trazando líneas que poco a poco tomaban formas dejando a la vista un rostro femenino. Era algo que hacía tan a menudo que no necesitaba concentrarse; su mano recorría el camino aprendido tanto tiempo atrás. Y fue toda una sorpresa para él descubrirla en aquellos trazos. No era el rostro severo y orgulloso que esperaba, el mismo que lo atormentaba en sueños desde hacía tanto tiempo que casi había borrado todo recuerdo de su vida anterior. No era el rostro de Khara; era la mujer de cabello salvaje y mirada color miel. Se llevó la mano a la cicatriz circular del costado y esbozó una mueca que jamás hubiese pasado por una sonrisa, pero que lo era.
         Rebecca.
         La presencia irrumpió de forma abrupta dentro de sus límites entre los dos planos, sacándolo de sus pensamientos. Era una presencia desconocida, ajena a él o a cualquiera de sus hermanos; una presencia invasiva. Le inquietaba no identificar su origen puesto que era algo que hacía siempre con rapidez, y cerró los ojos tratando de hacer un sondeo de reconocimiento, topándose de bruces con una barrera que se lo impedía. Fuese quien fuese, había venido preparado. Hizo a un lado el lápiz y el cuaderno, incorporándose y extrayendo los estiletes largos de su funda, que descansaba en la tabla que le hacía de mesa. Se concentró en cargar las runas de su cuerpo y salió. Siguió el rastro que le llevaba hasta allí, claro y fresco, dejado a propósito para que lo encontrase. La presa no se había movido y supo que lo estaba esperando. No se equivocaba: dejaba que fuese él el que se aproximase avanzando despacio, tomando la iniciativa.

         El extraño se encontraba de espaldas a él cuando se acercó. Era un hombre enorme, casi el más grande que había visto en su vida. Vestido únicamente con unos pantalones de piel marrones, sus hombros, musculosos y anchos como los de un toro, estaban visiblemente tensos. No por la expectación previa a un combate, simplemente parecían no poder hallarse de otro modo. Emanaba ira de cada uno de sus poros de una forma tan intensa que estaba seguro de que era eso lo que había usado para marcar el rastro que lo había llevado hasta allí. Detuvo su escrutinio unos instantes en la espada corta que colgaba de la funda de su cadera.  El desconocido se giró, y cuando se miraron le pilló por sorpresa la seguridad que desprendía; había venido a matarlo y estaba completamente convencido de que lo iba a conseguir. El filo de su espada estaba impregnado de un veneno que podría complicarle las cosas, por si la manufactura del arma no fuese bastante, lo había visto en aquellos ojos negros llenos de rabia. Contempló después sus propias armas: los estiletes eran largos pero no lo suficiente. Iban a desenvolverse en distancias cortas, quizá demasiado cortas teniendo en cuenta el tamaño de aquel hombre, pensó. Estaba seguro de que le iba a costar contenerlo. También vio otras cosas en sus oscuros ojos, cosas que resquebrajaron su propia voluntad. Un atisbo de temor, algo que hacía mucho que no sentía, se abrió paso en su interior. No tenía miedo a la muerte, pues era algo tan natural que nunca se había parado ni a pensarlo; temió por lo que estaba por llegar y por todo lo que eso implicaba. El sumerio le dedicó una sonrisa cruel y llena de desprecio. Sabía de sus dotes de lector, por supuesto. Parecía saberlo absolutamente todo de él... Marduk se llevó un dedo a la sien dándose unos golpecitos, invitándolo a seguir compartiendo ese lazo de unión íntima que había creado entre ambos. Marduk. Así se llamaba.
         Había identificado sus raíces antes de verle la pulida y larga barba cuadrada. Los abalorios con los que adornaba su trenza, que descendía hasta la mitad de la espalda, lo delataban. Era la primera vez en muchísimo tiempo que se cruzaba con uno de sus primos. Los hijos de Baal fueron castigados; desterrados, convertidos en demonios ávidos de la sangre de dónde extraían su magia. Una magia prohibida... Y uno de sus propios hermanos, uno de sus serafines, lo había sacado del oscuro abismo que habitaba con la intención de castigar a alguien. Alguien muy importante para él, a pesar de que hacía mucho que no tenían ningún contacto. Veía sus intenciones claramente porque Marduk se lo permitía, y porque era una forma de entregarle su mensaje, pero más allá de eso, nada. El hombre extrajo la espada de su funda y se preparó. Él ya tenía los estiletes en las manos, así que creó un escudo de vacío en la muñeca izquierda del tamaño justo para que no consumiese todo el poder de las runas de su brazo, y se concentró en mantenerlo. Con éste en alto para cubrirse, salió a su encuentro. Enseguida descubrió que era rápido pese a su tamaño. Muy rápido.
         Los dos se movieron como sombras en aquel vacío, parando y arremetiendo, golpeándose cuando se acercaban lo suficiente al otro; siempre intentando sorprenderse buscando huecos abiertos. Le asestó una patada en el costado que le hizo soltar el aire y el gigante se adelantó con la hoja en respuesta, y hubiese penetrado la carne de no ser por el escudo. La energía de las runas se estaba desvaneciendo y el sumerio no le daba cuartel para concentrarse en cargarlas de nuevo. No quería gastarla toda, así que tendría que prescindir de él en cualquier momento; una decisión que lamentaría, dadas las circunstancias. Cargó con todas sus fuerzas y le golpeó en la mandíbula con el escudo, justo un instante antes de que éste desapareciese. El gigante trastabilló, pero era ágil y enseguida recuperó el equilibrio. Sorprendido, se llevó la mano libre al labio y contempló la sangre en sus dedos. Se pasó la lengua por la herida y volvió a la carga; se le echó encima dispuesto a tumbarlo y casi lo consiguió, y esta vez fue él el que dejó escapar todo el aire que tenía en los pulmones. Quedaron cuerpo a cuerpo, una distancia que desequilibraba completamente el combate a favor de la mole. Marduk le golpeó salvajemente en las costillas con la rodilla una y otra vez, y él aprovechó la cercanía para hacerle un corte profundo en el vientre. El sumerio profirió una maldición en su idioma y le asestó un cabezazo en la nariz. Por un momento la vista se le volvió borrosa y la sangre fluyó, obligándolo a respirar por la boca, escupiéndola de cuando en cuando.
         Y así continuaron un buen rato, cansándose mutuamente. Hasta que no pudo evitar caer al suelo cuándo el gigante lo embistió con la solidez de una bola de demolición desestabilizándolo. Paró un tajo directo a su sien, pero lo tenía encima antes de que le diese tiempo a pensar. Marduk apoyó las rodillas sobre sus hombros para inmovilizarlo y trató de asfixiarlo con el antebrazo, apretándole el cuello con fuerza. Con la mano de la espada se hizo un hueco entre sus costillas, ya maltrechas, provocándole un dolor insoportable que casi lo hizo caer en la inconsciencia. Notó cómo la hoja las arañaba y se abría paso perforándole el pulmón. Después de todo, parecía que el sumerio estaba en lo cierto: iba a morir. Se miraron a los ojos; la sangre que brotaba del corte del vientre del gigante le caía encima, espesa y viscosa, empapándole la ropa. Y mientras Marduk retorcía el filo en su interior sonriendo con ferocidad, le dedicó un último pensamiento: se vio a sí mismo desde los ojos del otro en la misma posición en la que se hallaba; vio como el sumerio extraía la hoja de su cuerpo inconsciente y cómo se la clavaba en el pecho; vio su propia muerte a través de aquellos ojos negros, hambrientos y llenos de odio. Y justo en ese instante en el que casi lo daba todo por sentado, ese instante anterior a darse por vencido... Una oscura sombra le quitó al hombre de encima.

         El sumerio, concentrado como estaba en su presa, no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que la tuvo sobre él. La pantera negra le hundió los dientes en el cuello desgarrando la carne, empujándolo contra el suelo. Marduk trató de sacudírsela aporreándola pero ella no lo soltaba; así que la rodeó con los brazos oprimiendo con firmeza hasta que las costillas crujieron. Aquello únicamente consiguió enfurecerla y que incrementase la presión. La bestia negra apretaba las mandíbulas con la clara intención de destrozarlo, y fue de allí de dónde la agarró, tirando de ellas con brutalidad, abriéndoselas por la fuerza para liberarse de sus colmillos. Los bíceps se tensaron bajo el peso del enorme animal por el esfuerzo, y también los músculos del pecho, cubierto ahora de su propia sangre que manaba a borbotones de la herida abierta.

         Ash contemplaba la escena aún con la espada insertada en su costado mientras trataba de reunir las fuerzas suficientes para sacársela. Lo invadía un tormento infinito que no provenía del dolor físico que sentía, distinto al tormento con el que convivía a diario. El tormento de la incertidumbre que aquel extraño había arrojado sobre él; el tormento de los días oscuros. Y, a pesar de todo, el cazador permanecía distante, calmado. Como si observase aquella escena desde un insulso proscenio, ajeno a todo salvo a tratar de sobrevivir a cualquier precio. Cerró los ojos concentrado en aprovechar el respiro que Summon le regalaba; concentrado en extraer la espada de su cuerpo, firmemente anclada en su pulmón derecho, atravesándolo como un hierro candente. Sentía la ponzoña de la hoja extendiéndose por su organismo paralizándolo, nublándole la vista. La realidad se fragmentaba delante de sus ojos, y dentro de poco le costaría distinguirla de las ilusiones que su mente crearía. Su cuerpo había decidido darse un respiro, pero caería en un profundo letargo si no se movía y tuvo que emplearse a fondo para llevarle la contraria.
         Fue el gemido lastimero de Summon lo que terminó de sacarlo de aquel peligroso ensimismamiento. La pantera resollaba con esfuerzo, resoplando con la mandíbula desencajada y las costillas rotas. Miraba colérica al sumerio, que rodó sobre sí mismo para alejarse de ella y se incorporó como pudo. Presionaba con fuerza la herida del cuello, olvidada ya la que él le había infligido con el estilete en el abdomen. Ambas sangraban profusamente y se tambaleaba inseguro, perdida ya la confianza inicial. El odio era lo que lo mantenía en pie aún, la rabia de verse incapaz de terminar su trabajo. Y algo más; el encuentro le había recordado su propia mortalidad, algo que hacía mucho que no tenía presente. Memento mori. Necesitaría tiempo para recuperarse, como él. Por hoy aquello había terminado. El gigante se llevó de nuevo el dedo a la sien. « Recuerda lo que has visto. Volveremos a encontrarnos, primo», le decían aquellos ojos negros. Y desapareció.

         Ahogó un grito cuando sacó, por fin, la espada de sus costillas. Se levantó con dificultad y respiró profundamente apretando los dientes, tratando de ignorar el dolor lacerante de la herida sin conseguirlo. Summon se acercó a él rozándole la mano con el hocico; la mandíbula le colgaba laxa fuera de su sitio y se la colocó de nuevo recibiendo un gruñido ronco por respuesta. Se dejó hacer confiada, sin poner más objeciones, sin apartar los ojos de los suyos. Eso es, buena chica…
         —Gracias... —dijo en voz baja.
         El animal se tumbó a su lado resoplando y acarició la suave piel; el poderoso pecho subía y bajaba acompasadamente. Se pondría bien, y eso lo alivió más que cualquier otra cosa. El mínimo esfuerzo le costaba la vida, incluso mantener los ojos abiertos. Quizá especialmente mantener los ojos abiertos, puesto que cerrarlos era el camino más sencillo. Era fácil tumbarse y dejarse llevar, pero no podía hacerlo. Se pondría en marcha por él, por su hermano, que lo necesitaba. Pensó en cómo ayudarle; tenía que encontrar a Emu y, visto su lamentable estado, también a Yo. Estaba demasiado débil para volver a buscarlos a su hogar, entre los de su pueblo. Ellos estarían allí. Pero podía ir al único sitio dónde, con los medios adecuados, podrían escucharle. Podía ir a la casa de su hermano, el único lugar que aparecía en su mente en aquel momento. Le dio vueltas a la idea un buen rato; tomar esa decisión implicaba muchas cosas, cosas que había dejado atrás hace demasiado tiempo. Volver a verlos, aunque fuese en estas circunstancias, abriría una puerta entre ellos, una puerta que quizá no sería capaz de cerrar de nuevo. Había estado solo durante siglos y quería seguir así, pero ignoraba si sería capaz de mantenerse firme si volvía a ver a sus hermanos y, de conseguirlo, si su soledad le resultaría grata al regresar a su vida tras haberlos tenido al alcance de la mano.
         A veces mantenía conversaciones ficticias con ellos en el interior de su mente. Lo hacía porque le costaba recordar el tono de sus voces, que se diluía con el paso de los años. E incluso sus rostros ya no eran tan claros. ¿Cómo sería verlos de nuevo? ¿Podría soportarlo? ¿Podría soportar regresar al silencio y las sombras? Tendría que dejar a un lado sus miedos ya que nada de eso importaba ahora. Pese al tiempo transcurrido seguían siendo hermanos, y nada importaba, ya que nada podía cambiar ese hecho. Tendría que ser capaz de romper las reglas; por su hermano sería capaz de desafiar cualquier ley, humana o divina.
         Recogió la espada corta del suelo y la observó detenidamente. El filo estaba cubierto por una sustancia oscura y pegajosa, semioculta ahora por su propia sangre. Se la llevó a la nariz sin resultados. No reconoció la ponzoña, no tenía un olor particular, así que podía ser cualquier cosa. Eran pocas las sustancias capaces de afectarles de algún modo. Pocas, teniendo en cuenta la gran cantidad de sustancias que existen… En cualquier caso el asunto no pintaba bien; el veneno estaba impidiendo que la herida, que aún sangraba abundantemente, comenzase a cerrarse. Necesitaba centrarse antes de perder el conocimiento o nadie lo encontraría hasta que fuese demasiado tarde. Cortó un trozo de su camiseta y envolvió la espada de Marduk con él.


   
* * *


         La traslación terminó con las pocas fuerzas que le quedaban. Estaba en el camino, ante la enorme casa, era finales de octubre pero allí ya estaba nevando. Un espeso manto blanco lo cubría todo y el calor de su cuerpo lo abandonaba con cada inhalación. Tiempo atrás aquel lugar no había sido más que cuatro paredes y un techo. Alejada de todo, la casa de su hermano había sido siempre un punto de encuentro para ellos, aunque la magnitud del cambio lo dejó boquiabierto. La reconoció por la esencia que la rodeaba, ya que no quedaba ni rastro de la pequeña y modesta vivienda. Vörj pasaba mucho tiempo allí ahora, su presencia era fuerte, tangible casi de una forma física, y un dolor desgarrador que no provenía de su costado casi lo hizo aullar. También podía sentir con claridad a Emu y a Yo. La red de energía que Yeialel había tejido se extendía cubriendo la casa por completo; una gran edificación de tres plantas hecha de madera, con enormes ventanales desde dónde contemplar las montañas que Vörj siempre añoraba cuando estaba fuera; un lugar dónde nadie iría a buscarlo. Nadie salvo sus hermanos… Cayó de rodillas exhausto, con los ojos anegados en lágrimas. Hacía tanto que no lloraba que tuvo que tocarlas con las yemas de los dedos para asegurarse de que estaban allí.  Era mucho más duro de lo que había imaginado. No había nadie en la casa. Bueno, sabía dónde se encontraba su hermano -recluido en una habitación desconocida-, pero había albergado la esperanza de que hubiese podido escapar.
         Marduk debía llevarle su cuerpo a fin de hacerle sufrir antes de terminar con su vida, pero no podía asegurar que la paciencia prevaleciese ahora que él estaba sobre aviso y al tanto de todo. Aquel encuentro había dado al traste con muchas cosas, suponía. Los dos debían morir; los sumerios habían hecho un pacto de sangre con Viktor y estaban obligados a cumplir su parte. Sin embargo, puede que cambiasen un poco el orden de los factores.  El tiempo corría, y debía localizar a Emu para que le ayudase a encontrar a Viridiel antes de que le hiciesen daño.
Utilizaría  la energía del lugar para hacer su única llamada, pensó con amargura. Una única llamada; había confiado en que al menos uno de ellos pudiese escucharlo. Confiaba en que Yeialel conservase el fino instinto que lo caracterizaba.
         —¿Lo crees así de verdad, o solo quieres creerlo? —dijo la voz de Vörj en su cabeza. Sonaba divertida e irónica, como siempre. Dando forma a los pensamientos que él se esforzaba por desechar. Y no quería imaginar lo que pasaría de no ser así.
         Cerró los ojos y se concentró, buscando el hilo correcto en medio de todos los demás. Buscó en aquel tapiz gigantesco que eran las vidas de los cuatro, puesto que también él estaba presente aunque de forma muy tenue. Ellos lo recordaban así, seguían considerándolo parte de sus vidas. Su propia esencia bajo todas las demás; eso le dio fuerzas para hacer crecer la onda, para lanzarla lejos en su busca, llenándola de la desesperación y la angustia que lo envolvía. Confiaba en Yeialel. Confiaba en él, porque nunca le había fallado, y se aferró con firmeza a esa confianza ciega, al brillante hilo del tejedor que lo traería hasta él.

         Se desplomó en el suelo sintiendo la nieve en la mejilla. No había sido solo una sensación, después de todo, lo que siguió al vértigo inicial. Ignoraba si su plan había surtido efecto o no, pero ahora había llegado al límite y ya no podía hacer nada más. Nada salvo descansar, por fin. Dejó de darle vueltas a todo y llegó la oscuridad, mientras la nieve se teñía de rojo bajo su cuerpo, deshaciéndose al contacto cálido de la sangre. El cazador cerró los ojos pensando en el hogar y la familia, aquellos conceptos lejanos que los años habían desdibujado junto a sus voces y sus rostros. Ash cerró los ojos sintiéndose de nuevo en casa; una idea que lo reconfortaba más de lo que jamás se hubiese atrevido a imaginar.