Capítulo 14




Al otro lado del túnel




         Ya era noche cerrada cuando Ash regresó.
         —Estoy bien —dijo alzando las manos para tranquilizarlos.
         Sin embargo no parecía estar bien, en todo caso parecía a punto de desplomarse. Yo se había dormido, agotado como estaba, pero despertó de golpe cuando la puerta se abrió. No le importó nada si su hermano recibía bien su entusiasmo o no, esta vez se lanzó a abrazarlo sin pararse a pensarlo siquiera. Arikel se tensó instintivamente, sin bajar las manos para devolverle el gesto de afecto. Se quedó rígido, mirándolos a Emu y a él que seguían sentados dónde estaban. Casi podía escuchar los latidos de su corazón palpitando frenéticamente. Hacía mucho tiempo que nadie lo tocaba, se notaba. No le gustaba aquella invasión de su espacio, pero la toleró como pudo, dándole al final una palmada en la espalda para dar por zanjada la unión. Si Yo se había sentido rechazado no dijo nada al respecto, pero los ojos azules estaban brillantes y no miró a nadie, ni siquiera  a Emu, cuando volvió junto a ellos. Había dolor en su interior, pero Vörj no pudo identificar si provenía del rechazo, o de encontrarlo nuevamente en aquel estado lamentable.
         —Siéntate —le dijo Yeialel a Ash—. Deja que te vea, has estado sangrando.
         —Es profundo, pero cerrará bien —repuso él—. Solo necesito descansar…
         —Y descansarás, pero yo no podré hacerlo hasta que no te haya examinado. El nuevo y el viejo… quítate la camiseta, vamos.
         Y suspirando, se rindió.
         Otro corte le cruzaba el vientre bajo el ombligo y, ciertamente, era profundo. Se veía limpio, sin restos de nada que le impidiese cicatrizar -y el proceso había comenzado-. En cambio el otro seguía supurando, y ahora un hematoma nuevo lo cubría por completo extendiéndose por todo el tórax. Tenía varias costillas rotas en ambos lados, y se veía claramente que el gigante había sabido dónde golpearlo a conciencia y con brutalidad.
         Vörj no se acostumbraba al mirar el cuerpo de su hermano. Las heridas que dejaban cicatrices, la extrema delgadez… Quiso apartar la vista, como había hecho la primera vez, pero no lo hizo. Se obligó a mirar. Cuando Yo le pasó la mano por el costado, Ash  se encogió.
         —¿Es por el dolor, o porque aborreces que te toque? —le preguntó Yo sin apartar la vista de la herida.
         —Por ambas cosas, supongo —repuso apretando los dientes—. Lo siento.
         —Túmbate y déjame trabajar —le ordenó.
         Y obedeció suspirando una vez más.
         Y nadie volvió a decir nada.

         Cuando Yeialel hubo terminado, todos se fueron a dormir. Todos lo necesitaban. El alivio que había sentido cuando Ash cruzó el umbral de su casa, de vuelta, por segunda vez en pocos días, fue tal, que a punto había estado de correr a abrazarlo como Yo. Y se había detestado por ello. Porque a él no parecía importarle en absoluto si sus hermanos sufrían o no. Volvía a tener ganas de golpearlo con algo, con lo que fuese, para que al menos sintiese una pequeña parte de lo que él sentía. Pero lo único que hizo fue retirarse en silencio, como los demás.
         —Sí que me importa —susurró Ash cuando pasó por su lado—. Es lo único que me importa…
         Lo vio caminar renqueante hasta la habitación del fondo del pasillo -la suya- y perderse en su interior. Cuando había imaginado su regreso, él nunca había sido tan frío. Al menos, no por mucho tiempo… Pero las cosas rara vez son como las imaginas, claro.
         Vörj había amado a su hermano de una forma diferente, como no había amado a nadie nunca, aunque sonase a cliché. Habían estado juntos desde el principio, su padre les susurró su nombre casi al mismo tiempo, sabiendo ya que compartirían toda clase de cosas. Aunque dudaba que Él supiese hasta qué punto compartirían. Había sido un amor correspondido, profundo e insondable. Un amor que quizá pudo haber sido más, pero que no lo fue. A veces hay momentos que, cuando pasan, no se pueden recuperar. No se puede volver atrás en el tiempo y, a veces, no podemos tenerlo todo. A veces tenemos que escoger. Y ellos habían escogido hacer a un lado unas cosas y quedarse con otras, con las importantes. Porque, tal y como ya sabía, no podían estar separados sin sufrir un dolor insoportable. Y así habían sido todos aquellos años: una pérdida que no lo era y que, por eso mismo, jamás cicatrizó.
   
         Estaba agotado, pero no pudo dormir. Era algo a lo que ya estaba más que acostumbrado. Abrió la puerta de la enorme galería y salió al exterior. Se lió un cigarrillo y lo encendió, dándole una larga calada,  apoyado en la barandilla. Algo tan simple y que había repetido tantísimas veces… Pronto llegaría el invierno. El frío, que cortaba como un cuchillo, los días demasiado cortos. La nieve, que ya caía, pero que dentro de nada lo cubriría todo por completo. La nieve, la nieve, la nieve. Le gustaba el frío, podía sentirlo en la piel ahora, bajo la fina camiseta de manga corta. Era una de las pocas cosas que podía sentir, pensó dándole otra calada al cigarrillo.
         Quizá no debería ser tan duro dispensando juicios de valor…

         El frío del invierno le entumecería los músculos si pasaba fuera el tiempo suficiente. Le gustaba esa sensación; ojalá entumeciese todo lo demás.
         El invierno y su larga noche. El frío, afilado. La nieve, la nieve, la nieve…

* * *

         Nadie apareció hasta bien entrada la tarde y, cuando lo hicieron, quedó claro que el único que había descansado había sido Yo. Emu emprendió su rutina en la cocina y él se dispuso a ayudarlo, como siempre. La cocina era la terapia del pelirrojo, o al menos una de ellas… Allí se olvidaba de todo. Allí era como un alquimista, juntando ingredientes, preparando platos. Y lo disfrutaba. Y él disfrutaba de esos momentos que compartían, aunque muchas veces no se dijesen nada durante muchísimo rato. Ellos no necesitaban de largas conversaciones, solo compartir los largos silencios. Porque así era Elariel, un hombre parco en palabras.
         Hoy él también cocinaría. No es que le gustase especialmente… Mierda, era algo que detestaba. Pero hoy lo haría porque le parecía importante; hoy cocinaría para ella, porque era lo mínimo que podía hacer. Le daba vueltas a la gema en la mano, sintiéndola allí dentro, mucho más fuerte ahora. El rojo era más intenso y al mirarla casi podía ver un ligero movimiento en el interior, como si fluctuase, oscilando entre distintos tonos del mismo color. Intenso, sí, definitivamente mucho más intenso. Durante la calma de la noche, casi había podido percibir como su energía la alimentaba. Yeialel había tenido razón: ése vínculo los unía de una forma mucho más profunda que el que compartía con sus hermanos. Le sorprendía ir descubriendo pequeños cambios en ella a medida que las horas transcurrían. Sentía, por ejemplo, que despertaría pronto. Y cuando lo hiciese… Su energía no sería de lo que desearía alimentarse. Necesitaría comida en abundancia para reponer el gasto que su cuerpo había quemado durante la sanación, de una forma voraz y frenética. El despertar siempre era un poco desagradable. Se sentía en deuda con ella, y empezaría con ese pequeño detalle de subirle la comida que le había preparado. Durante aquel rato en la cocina, compartido con su hermano, todo quedaba aplazado. Después habría que tomar decisiones.
         Pero eso sería después.

         Cocinó junto a Elariel todo tipo de cosas mientras él hacía lo suyo, que nada tenía que ver. Cuándo Emu terminase tendrían la nevera llena para unos cuantos días. Llena de platos deliciosos y extraños que provenían de cualquier rincón del mundo, o quizá de todos ellos.
         —¿Harías algunas de esas empanadillas? —le preguntó guiñándole un ojo.
         Él señaló complacido una sartén que estaba tapada, apartada de todas las demás. Vörj detestaba cocinar, sin embargo solía disfrutar enormemente comiendo. No es que tuviese un paladar muy refinado, generalmente no podía decirse que apreciase la cocina de su hermano en su justa medida, pero joder; aquellas putas empanadillas sólo podían competir con los beignets del Café du Monde.
         Al terminar cogió el kétchup y roció el plato de bacon, huevos y patatas.
         —¿Pero porqué? —preguntó Emu indignado—. ¿Por qué insistes en envenenar la comida de ese modo?
         —El tomate es muy saludable… —respondió divertido.
         —Eso-no-es-tomate.
         Tapó todos los platos con otros, cogió una de las bandejas que guardaban en un rincón, sobre la encimera, y los amontonó dentro formando una pila con una precisión artesanal que hubiese sido la envidia del camarero más avezado. Observó con ojo crítico; sí, habría suficiente, al menos de momento.
         —Necesita calorías, ya habrá tiempo para que coma de verdad —le dijo a Emu, que lo miraba con reprobación.
         —Aunque no te lo creas, se pueden tener las dos cosas —repuso él, torciendo el labio ligeramente hacia arriba—. Toma.
         Su hermano añadió  una jarra que él identificó en seguida por el olor. Un mejunje casero que contenía azúcar como para mandar a un diabético a la tumba, entre otras cosas. No sabía mal, aunque no tenía nada que ver con sus brebajes habituales y era demasiado dulce para su gusto, pero Era ideal para hidratar, digerir toda aquella comida y aportar otro trillón de calorías adicionales. 
         —Gracias — dijo asintiendo satisfecho.

         Llevaba veinte minutos despierta y estaba inquieta. Recordaba bien como se había sentido él cuando despertó en aquella casa desconocida, y no quiso hacerla esperar más.

* * *

         Despertó en una cama extraña, sobresaltada y hambrienta. Hambrienta como no lo había estado en su vida. Se sentía débil y entumecida, pero al menos no había dolor. O esa clase de dolor, se corrigió, porque tenía los músculos tan rígidos que le costaba hasta pensar en moverse.  Sin embargo, lo peor de todo era el hambre. Ignoraba cómo había llegado hasta allí... Perdió el conocimiento en los establos, deseando no despertar jamás; eso era todo lo que recordaba. Era de día. La luz se filtraba parcialmente por capas y capas de cortinas de lino que cubrían un enorme ventanal. Suficiente como para ver, aunque ella veía bastante bien en la oscuridad. Suficiente como para apreciar todo tipo de detalles.
         Trató de moverse un poco, consiguiendo incorporarse hasta quedar sentada. Sentía las manos torpes y heladas, y pudo observar que tenían un extraño color oscuro. Le costó abrirlas y cerrarlas, que le obedeciesen, aunque al final cedieron. Los verdugones y los cortes de la soga habían empezado a cerrar bien, pero aún se apreciaban claramente. Un escalofrío le recorrió la columna cuando recordó de nuevo. En los establos las muñecas habían dejado de dolerle en seguida, y eso le había parecido una bendición. En ningún momento se le pasó por la cabeza que fuese a vivir más allá de entonces. También recordaba la sangre, y le costó apartarla para centrarse en su situación actual.
         Alguien le había puesto una camiseta de manga larga y era lo único que llevaba. Al subirla vio, por primera vez, las marcas que él le había dejado por todo el cuerpo. Al igual que las muñecas, estaban cicatrizando, pero su aspecto seguía siendo terrible. También la habían lavado, aunque deseó poder darse un buen baño, pensó con nostalgia cuando levantó la mano para pasársela por el pelo y lo encontró completamente acartonado. La habitación era bonita y la cama, la más cómoda en la que había estado nunca. Había un sillón a un lado y una silla al otro, con algo de ropa sobre ella. Un armario que cruzaba de pared a pared, y una puerta entornada que sugería un aseo privado. Había pasado más de cien años encerrada en la vieja casa y aquel cambio la hacía sentirse totalmente perdida y desorientada. Y de todas las novedades, la más importante: Marduk no estaba. Aquella presencia en la que se había ahogado durante lo que le habían parecido siglos, había desaparecido. En su lugar había otra. Otra completamente distinta, ya no solo al sumerio, sino a todas las que había compartido. No había en ella nada oscuro ni perturbador, ni barreras que le impidiesen percibirla tal y como era. Y era cálida, como el sol tras una larga noche sin estrellas. Y supo al momento de quien se trataba; era él, el serafín. Estaba en su casa.
         Sí, estaba en su casa, pensó tras respirar hondo y percibir su olor.
         Madera: él olía a madera y a limpio.

         Lo sintió aproximarse y se le hizo un nudo en el estómago. Estaba preocupado y algo incómodo. Se detuvo al otro lado de la puerta y se quedó allí un momento, probablemente tratando de prepararse para lo que se encontraría. La tensión creció hasta que se decidió a llamar con suavidad. El gesto era tan nuevo que no supo que decir. ¿Debería contestar, o simplemente esperar...?
         —Pasa —dijo tras aclararse la garganta. Y se sorprendió al escuchar su propia voz, puesto que no estaba segura de conservarla. La puerta se abrió y allí estaba, cargado con una gigantesca bandeja de comida que olía muy bien.
         —Hola —saludó empujando la puerta con el hombro para cerrarla de nuevo tras él—. Estaba seguro de que podías hablar…
         Una sonrisa encantadora apareció de la nada y le resultó imposible no devolvérsela. Era la primera vez que lo veía bien y, allí, en su casa, era un hombre distinto. Diferente al hombre taciturno al que había acariciado.
         —Puedo, si me lo permiten —respondió.
         Se sentó en la cama con las piernas cruzadas, tapada con las mantas, y él lo interpretó como una invitación para dejar allí la bandeja de comida.
         —¿Crees que podrás comer tú sola? —preguntó haciendo un gesto con la cabeza en dirección a sus manos.
         —Sí, creo que sí.
         Los cubiertos estaban envueltos en una servilleta y dejó que él los sacase y lo colocase todo, haciéndole sitio para que acercase un poco más la bandeja.
         —¿Quieres que abra las cortinas?
         Había luz suficiente, pero no le importaba nada ver qué había al otro lado, así que fue su turno de asentir. Y no quedó decepcionada.
         Las montañas se extendían blancas hasta dónde alcanzaba la vista. Montañas, y los árboles que rodeaban la propiedad. El sol se desparramó por el interior de la habitación, llenándolo todo, y ella no pudo hacer otra cosa que no fuese mirar boquiabierta. Cien años encerrada en la misma casa con los sumerios, sin pisar el exterior, añorando unos jardines que en su día detestó por ser el único sitio que el señor le permitía visitar. Irónico. De haber podido se hubiese levantado para ver mejor el paisaje. Si él lo permitía… Lo miró de soslayo intentando averiguar qué clase de hombre sería.
         Tenía los ojos dorados, de un color tan intenso que casi había que apartar la vista de ellos. Porque mirarlo a los ojos era como mirar el sol. Se sintió estúpida por evitar el contacto directo, así que lo observó sin reticencia. Haría lo que considerase oportuno mientras él lo consintiese. Y pareció sorprendido con su determinación, quizá porque era la primera vez que lo miraba sin agachar la cabeza.
         —Vamos, no te cortes —dijo animándola a comer—. Soy un cocinero nefasto, pero hoy ni lo vas a notar. Sé que es difícil, pero procura comer despacio o te sentará mal.
         Era más que difícil. Con la comida allí delante, hubo de hacer un despliegue sobrehumano de autocontrol para sujetar los cubiertos y no comer con las manos. Un despliegue que duró lo que tardó en llevarse a la boca el tenedor. En otras circunstancias -y en otra vida- le hubiese resultado violento comer así delante de un desconocido, pero había pasado por tantas cosas que nada le importaba ya. Mucho menos los modales en la mesa -o la falta de ellos-.

         Devoró la comida bajo su atenta mirada, deteniéndose un instante para doblar las mangas de la camiseta, demasiado largas para ella. Él la observaba en silencio, llenándole el vaso varias veces con una bebida muy azucarada.
         —Gracias —le dijo al terminar—, todo estaba muy bueno.
         En realidad no le había dado tiempo a saborearlo. Tenía que darle la razón; podía haberse comido cualquier cosa y le hubiese sabido a gloria.
         —El hambre se debe al proceso de sanación, es molesto, pero irá disminuyendo. Aunque tendrás que comer cada poco tiempo o te sentirás mal.
         Se sentía saciada, pero se daba cuenta de que no sería suficiente. Él cogió la silla del rincón y la acercó a la cama, sentándose en ella. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos.
         —Mi hermano está casi seguro de que no te quedarán cicatrices.
         —Siempre han desaparecido… Bueno —se corrigió—, siempre desde que los llevo puestos.
         Alzó los brazaletes y estos tintinearon.
         —Creí que te los habían puesto después de que me ayudases a escapar —dijo él sorprendido. Sorprendido y aliviado, lo que la desconcertó completamente.
         —No, los llevo desde hace mucho. No los habías visto porque él no quiso que los vieses.
         —Pero no los llevabas, no estaban ahí —insistió confuso.
         Hylissa los ocultó con la ilusión, tal y como lo había hecho cada vez que se vieron, y le mostró los brazos desnudos.
         —¡Es una quimera! —exclamó asombrado. Alargó la mano para tocarla, pero se detuvo en seco—. ¿Puedo?
         Era la primera vez que alguien le pedía permiso.
         Extendió el brazo concediéndoselo y él lo examinó con atención, palpando allí dónde había estado la joya momentos antes. Y enseguida dejó caer el pequeño engaño agotada, dejándolos de nuevo a la vista.
         —No deberías hacer esfuerzos ahora mismo… —repuso el serafín—. ¿Cómo funciona?
         —Puedo crear lo que quiera, pero cuanto más grande sea, más me cuesta mantenerlo.
         —¿Sobre una persona?
         —Y a su alrededor.
         —Una ilusionista… Ninguno de nosotros tiene este don.
         —No es un don, es más bien una herencia a medias.
         Su don era, en realidad, tan solo una sombra. Un pequeño reflejo del de su padre. No soportaba usarlo y no lo hacía, de poder evitarlo.
         —¿Eres griega?
         —No, nací en Macedonia. Por aquel entonces Díon aún no pertenecía a Grecia, así que me gusta pensar que al menos por una parte, no lo soy.
         —Eso fue hace mucho tiempo… —susurró.
         —Sí, mucho tiempo.
         Precisando, algo más de dos mil años.
         —¿Cuánto hace que llevas los brazaletes?
         —Fueron mi regalo en mi decimoquinto cumpleaños.
         Pudo sentir casi como propio el vértigo; él era consciente de lo que significaba y lo aborrecía. Responder a sus preguntas era sencillo, como si lo conociese de toda la vida. Aunque tratasen sobre cuestiones de las que preferiría no hablar.
         —Me preocupaba que hubiese alguien más con los sumerios —dijo el serafín en voz baja, pasándose las manos por el pelo. De ahí su alivio, claro.
         —No hay nadie más con ellos a parte del hombre con el que tratan, uno de tus hermanos. 
         —Lo sé.
         —Hace mucho que no veo a mi familia, es todo lo que puedo decirte al respecto…
         Entendía perfectamente sus preocupaciones; conocía bien a los griegos, había vivido casi toda su vida entre ellos. Él guardó silencio durante un buen rato, perdido en sus pensamientos.
         —No sé muy bien cómo hacer esto, la situación me resulta incómoda…  —dijo por fin, tratando de buscar las palabras—. ¿Hay alguien con quien quieras quedarte? ¿Familia o amigos?
         La pregunta la dejó boquiabierta.
         —No hay nadie.
         Y al decirlo en voz alta le sonó aún más triste.
         —Está bien, ya pensaremos en algo. Siento mucho lo que ha pasado, es culpa mía…
         —¿Culpa tuya? —preguntó  interrumpiéndolo—. Yo tomé mis propias decisiones, no me obligaste a nada. Yo decidí dejarte libre, por favor, no quieras cargar con la culpa.
         Había sido más brusca de lo que pretendía, pero la idea de que le quitasen algo que le había costado tanto esfuerzo conseguir le resultaba ofensiva.
         —Lo siento —repuso él. Y supo que lo decía enserio.
         —Durante toda mi vida, mis decisiones han estado limitadas. Siempre he obedecido sin la posibilidad de elegir. No lo hice por ti. No me malinterpretes —añadió enseguida—, quería ayudarte, pero dejarte libre fue un acto más egoísta que otra cosa. Ayudándote hice algo que no me estaba permitido y, al mismo tiempo, pensé que me ayudaba a mí misma.
         —¿Cómo ibas a ayudarte dejándome salir de allí? —preguntó confuso.
         —Pensé que me mataría —susurró apartando la mirada por primera vez—. Y eso me haría libre a mi también.
         Aquella respuesta le hizo daño, pudo sentirlo. Y el silencio cayó de nuevo entre ambos. Él trataba de buscar algo que decirle, algo que no sonase estúpido dadas las circunstancias. Algo con lo que no volviese a meter la pata, porque no quería volver a molestarla.

         —Dime, ¿cómo pudiste sacarme? Eso no lleva manual de instrucciones —dijo el serafín tras un buen rato, señalando los brazaletes—, pero sé que si te lo prohibieron, no deberías haber podido ayudarme…
         —A veces él olvida los detalles. Me pidió que cuidase de ti, y eso es exactamente  lo que hice. Él no me creía capaz de desobedecerle… No me cree capaz de nada.
         Las palabras salieron llenas de rencor. Un rencor que no sabía que albergaba.
         —Marduk está muerto, él… Me dio la gema.
         Muerto… Había temido a ese hombre desde la primera vez que lo vio y, sin embargo, ahora lo compadecía. Nunca había estado con nadie más atormentado, ni que fuese capaz de encerrar tanta rabia y odio en su interior. Y con ella… Había encontrado algo de paz. «A veces para mantener el control sobre alguien, hay que darle rienda suelta», le había dicho Emesh. Al final había comprendido parte de la naturaleza animal del gigante. Esa parte irracional que lo forzaba a ser como era. Lo entendía. Lo entendía perfectamente y, sí, podía compadecerlo.
         —No creo que merezca tu compasión…
         El serafín tenía un sentido mucho más acentuado para las emociones que cualquier otro, ella sabía en todo momento que la percibía con una claridad meridiana.
         —No estaba hablando de él, sino de Emesh, pero creo que todos merecemos compasión. Aunque particularmente —añadió en un comentario dirigido a él—, siempre he aborrecido que me compadezcan.
         Desde que apareció por la puerta casi podía oírlo pensar. La compadecía por sus años de esclavitud aún sin saber absolutamente nada al respecto, y la compadecía por lo que Marduk había hecho con ella. Todos merecemos compasión, pero ella no la necesitaba en absoluto.
         —Lo tendré presente —respondió entendiéndola a la perfección.
         Hylissa volvió a pensar en Emesh y en que quizá se hubiese equivocado con lo de que todos merecemos compasión, porque quizá él no la mereciese. Él podía elegir, podía tomar decisiones y pensar en las consecuencias. En cambio disfrutaba cuando le infringía dolor a su hermano. Y ella, por su vínculo, era consciente de que había disfrutado infringiéndoselo a muchos otros. A eso se había referido Marduk cuando le dijo que lo conocía todo de él. Conocía esa oscuridad y sí, durante mucho tiempo deseó que la tocase.
         —Fue Emesh el que decidió castigarme —le explicó sin ganas—. Él me entregó a Marduk, sabiendo lo que su hermano haría conmigo. Y también te tiene a ti… De otra forma diferente, pero te tiene, al fin y al cabo.
         Emesh estaba allí, entre ambos, moviéndose con la naturalidad de un gusano en una herida putrefacta. Podía sentirlo perfectamente después de todos los años que habían compartido, vinculado fuertemente al serafín, como un parásito que se niega a soltarse.
         —No te preocupes por eso, no volverá a hacerte daño.
         —No es eso lo que me preocupa… —dijo volviendo la vista al enorme ventanal—. Me preocupa lo que hará… Porque hará lo que sea para conseguir lo que se propone. Lo que sea.
         —Lo imagino —repuso, suspirando con cansancio—. Sé que no tienes porqué confiar en mí, puesto que no nos conocemos... Pero te diré algo que solo conocen unos pocos; mi nombre. Me llamo Viridiel. Conocer el verdadero nombre de alguien nos otorga poder sobre él. No se puede igualar al poder de la gema y los grilletes, pero empezaremos por ahí si te parece bien.
         Ella lo miró sorprendida, recordando la reticencia de Viktor cuando se lo dio al sumerio. No entendía nada de eso, pero desde ese momento supo que el nombre era algo importante que no se lo ofrecían a cualquiera. Ni siquiera entonces, mientras hacía un trato con el hombre que le daría muerte a su hermano. Ni siquiera entonces…
         —Viridiel... —susurró. Y una fuerte vibración que casi creyó ver los recorrió a ambos. La sintió en los huesos, en lo más profundo de su interior, emitiendo un pequeño eco que sólo él era capaz de escuchar. Lo más extraño y hermoso que había sentido nunca—. Sabía tu nombre, tu hermano lo pronunció. Pero no es así como debo llamarte... ¿Verdad?
         —No, delante de los demás me llaman Vörj.
         El recuerdo de la traición reabrió en él una herida profunda, y por un momento su estado de ánimo regresó a los días en la casa, sombrío y sumido en la aflicción. Y quiso acariciarle el cabello de nuevo, pero ya no estaban en la casa.
         —¿Cómo te llamas? —le preguntó vacilando, como si su nombre también fuese un secreto.
         —Hylissa —respondió ella encogiéndose de hombros.
         —Hylissa… me gusta  —y a Hylissa le sonó bien cuando lo pronunció, diferente de todas las otras veces. Él cogió la bandeja de la cama y se encaminó hacia la puerta—Duerme un rato, después volveré con más comida.
        —Quería decírtelo —dijo antes de que se fuese—. Decirte que tu hermano estaba vivo. Pero no podía…
         Él volvió a sonreír, aunque el gesto escondía muchas cosas. Era una sonrisa triste, un reflejo de la sensación agridulce que lo envolvió. Y salió de la habitación dejándola a solas.
         Volvió a pensar en el baño, pero se encontraba exhausta y lo descartó enseguida. Después, se bañaría después… Y se acostó de nuevo, recordando sus ojos dorados. Unos ojos a los que no le había prohibido que mirase.


* * *

         Al otro lado de la puerta, Viridiel se apoyó en la barandilla de la escalera. No sabía qué se iba a encontrar cuándo subió a verla, y lo cierto es que se temía ser el responsable de alguien destrozado. Destrozado en todos los sentidos. Ser el responsable de alguien que se hubiese rendido. En cambio, no había visto nada de eso en aquellos ojos verdes de gata. Unos ojos inteligentes y profundos. Su situación general era mucho peor de lo que había imaginado, sin embargo, no encontró en ella ni un ápice de derrotismo. Y eso le gustó. 
         Le gustó mucho.