Pero no todo es lejanía
Él regresó, tal y como había
prometido, con más comida. Y lo hizo varias veces más, hasta que ella se
encontró con fuerzas como para aventurarse a salir de la cama. Había dormido
mucho, y no sabía cuánto tiempo había pasado entre la primera vez que despertó
y la última. Se había levantado alguna vez para ir al aseo. Lo justo para
cubrir sus necesidades básicas, nada de baños hasta entonces.
Hasta entonces.
La casa de Sussex carecía de
agua corriente o de cualquier otra comodidad. Los sumerios no la habían tocado,
la habían mantenido fiel a lo que había sido. Eso significaba calentar el agua
y llenar las bañeras de hierro forjado con esfuerzo, tratando de que no se
enfriase demasiado a lo largo de todo el proceso. Se sintió estúpida cuando, al
girar el grifo, el agua fluyó para ella, tan caliente que tuvo que retirar la
mano. Sintió ganas de llorar. Hacía mucho que no lo hacía, y pensar que algo
tan simple y cotidiano para tanta gente casi lo consiguiese, solo acentuó el
impulso. Dioses, ¿no es maravilloso el progreso?
Nadie necesita un manual de
instrucciones para llenar una bañera de agua, aún cuando es algo que no ha
hecho nunca antes. Colocó el tapón y dejó que se llenase. Vertió el gel, que
olía mucho mejor que los jabones caseros de sosa, y se sumergió dentro. Se
sumergió completamente, conteniendo la respiración y ahogando así esa necesidad
terrible e infantil que se apoderaba de ella. Permaneció a remojo hasta que la
piel se le arrugó y reblandeció de tal modo que temió que los cortes volviesen
a abrirse. Aún estaban allí, aunque tratase de no mirarlos. Las líneas más
suaves que al principio, pero perfectamente visibles. Sabía que tardarían unos
días en desaparecer del todo, como siempre había sucedido, así que no le dio
más vueltas.
Salió envuelta en la enorme y
esponjosa toalla de algodón, y así se quedó hasta que se sintió seca. Después se
vistió con la ropa que le habían prestado, la que había sobre la silla, e hizo
lo que pudo con el pelo. Cuando contempló su reflejo en el espejo recordó la
última vez que lo había hecho y se estremeció. Apartó la vista y la llevó hasta
el ventanal. Era de noche, y la luna reflejaba en el cristal, recortando el
perfil de las oscuras montañas. Era de noche, y no tenía ni la menor idea de
qué hora sería. Él estaba despierto, aunque siempre parecía estarlo. Trataba de
decidir si salir o no cuando alguien llamó a la puerta con suavidad. No era
Vörj. Ésta se abrió antes de que le diese tiempo a contestar, aunque quizá se
lo había pensado un poco debido a la sorpresa.
Era un muchacho extraño, de
largo cabello blanco. Aunque cabría decir que todo en él era blanco, de la
cabeza a los pies. Vestía unos pantalones largos y una camisa desigual que le
caía hasta las rodillas. Al menos por uno de los dos lados. El pelo era largo,
como el de Vörj, pero completamente liso, y era de un blanco tan brillante que
se podía comparar al color de la luna que había contemplado unos minutos antes.
De su cuello y muñecas pendían unos cristales que le parecieron cuarzos, pulidos
y traslúcidos, en forma de redondas cuentas que tintinearon cuando se aproximó y
se sentó al borde de la cama, junto a ella. Tenía los ojos grandes, los más
azules que había visto en su vida. Unos ojos que dejaban clarísimo que no era
ningún muchacho, y una sonrisa deslumbrante que hizo que le cayese bien al
momento. La tomó de las manos envolviéndolas con las suyas, cálidas, como todo
él.
—Me llamo Yo —le dijo—. Tenía
ganas de verte despierta, Hylissa, pero él ha resultado ser un guardián feroz.
Quien lo diría.
Su tono era ligero, casi
divertido, como si sus palabras ocultasen un chiste que solo él conociese.
—Eres su hermano —repuso ella
tratando de devolverle una sonrisa que no pareciese demasiado forzada.
—Así es. Uno de ellos, al
menos —asintió—. Ya no necesitas que te trate de nuevo, así que Vörj prefirió
que no te agobiase hasta que pudieses encontrarte más relajada entre nosotros.
No me lo ha dicho directamente, pero le daba miedo que pudiese atosigarte con
mi curiosidad.
Y volvió a sonreír de aquel
modo, como se sonríe cuando hablas de alguien a quien amas. Y aunque ella
desconociese por completo el concepto, era capaz de identificarlo perfectamente.
—Eres el sanador.
Lo supo aún sin conocerlo. Lo
supo a ciencia cierta. Le acariciaba las palmas de las manos con los pulgares,
trazando círculos, como si fuese un gesto inconsciente. Pero no lo era.
—Sí, lo soy —confirmó asintiendo
de nuevo—. Me preocupaban tus manos, pero están muy bien. Mucho mejor de lo que
esperaba.
Las sentía frías y entumecidas
pero, ciertamente, mucho mejor que antes.
—Gracias —le dijo, y aunque
una sola palabra no era suficiente ni de lejos, no supo qué más añadir.
—Gracias a ti, Hylissa, por
ayudar a mi hermano —respondió ahora muy serio—. Él te debe la vida y aunque, al
tratarse de la suya no le dará demasiada importancia, yo sí le doy el valor que
merece.
Recordó al serafín en aquella
habitación del servicio y, mirando ahora al muchacho, decidió que había
merecido la pena. No estaba demasiado familiarizada con las muestras de
gratitud, se sentía un poco cohibida. Nuevamente, no supo qué decir.
Estaban los dos sobre la cama,
con las piernas cruzadas, cogidos de las manos, puesto que él se negaba a
soltarlas. Como si se conociesen desde siempre, o incluso algo más. La tenue
luz de la mesilla de noche iluminaba la habitación, reflejando en el cabello
níveo del muchacho, dándole a todo un aspecto aún más irreal, casi onírico. Un
muchacho que no lo era en absoluto, porque llevaba el paso de las eras en
aquellos ojos azules. Los más azules que había visto en su vida. De un azul tan
claro, en aquel momento, que casi parecían de plata. Y él miraba, simplemente,
hacia el enorme ventanal. Miraba como si pudiese ver aún más allá, cosas en las
que nadie más reparaba. Y la luna reverberaba en sus pupilas como un eco
distante de algo profundo que no podía comprender, y qué jamás comprendería. La
luna llena. A Hylissa le parecía enorme. Más grande de lo que la había visto
nunca. O quizás era que nunca se había
parado a mirarla detenidamente.
—Me gusta la luna cuando está
llena —dijo el muchacho de pronto—, hace que sucedan cosas…
Eran las montañas, entendió.
Las montañas la acercaban a la luna. La acercaban a muchas de esas cosas de las
que jamás se creyó cercana, como al pulso sosegado de la noche, o a todo lo
hermoso que, en contadas ocasiones, les era dado presenciar. Y aquella era una
de esas ocasiones, lo supo con una certeza absoluta. Allí, en aquella casa en
medio de todo y de nada, ante la inmensidad del universo visto a través de una
ventana, o de los azules ojos del eterno muchacho que le acariciaba las manos.
También para ella había esperanza.
Lo supo.
*
* *
Salió de la habitación aún
cogida de su mano. El simple hecho de verse fuera de lo que ya era para ella un
espacio seguro bastó para ponerla nerviosa. La casa era enorme, y sentía la
necesidad de regresar a su cuarto y quedarse allí para siempre. Le inquietaba
conocer a sus hermanos, que ellos fuesen distintos. También le inquietaba
sentirse fuera de lugar. Bueno, aún más fuera de lugar… Sin embargo, la mano
del muchacho, que la sujetó con firmeza dándole un apretón para animarla, bastó
para aliviar todas sus preocupaciones. Le daba seguridad y confianza. Se notaba
que él y Vörj se adoraban aunque no los hubiese visto juntos, el resto no
podían ser tan distintos.
Centró su atención en la casa,
en lo que iba descubriendo a medida que recorría el espacio que separaba su
habitación del salón. Era preciosa, decorada de forma exquisita y extraña, tan
diferente a la casa en la que había estado confinada. Nada era frío allí, todo
era acogedor y agradable. El suelo, por el que caminaba descalza, desprendía
calor. Las enormes cristaleras estaban por todas partes sin nada que las
cubriese, y se preguntó qué aspecto ofrecerían durante el día, cuando dejaban
paso a la luz sin pretender ocultarla. Las paredes estaban llenas de cuadros y
bocetos, todos hechos por la misma persona, y se preguntó cuál de sus hermanos
sería el autor. Eran escenas de lugares desconocidos, con personas desconocidas
-aunque identificó a Vörj y al muchacho en algunos de ellos-. Algunos
desprendían cierta tristeza, la gran mayoría estaban llenos de nostalgia, y en
todos predominaban los tonos oscuros. Había objetos curiosos y antiguos en cada
rincón, y unos pocos casi sugerían provenir de los orígenes de la tierra. Hubo
de reprimir el impulso de tocarlos, puesto que parecían a punto de
desintegrarse por completo. También le llamó la atención unas bolitas de cristal que
pendían de los techos a diversas alturas. Estaban por todas partes y eran
similares a las que el muchacho llevaba consigo, pero más grandes.
—Son cuarzos —le confirmó al verla embelesada—. Recogen la energía con la que trabajo y la
almacenan.
Emitían destellos al reflejar
las luces de la casa, provocando un efecto hipnotizante del que era casi
imposible apartar la vista. También sintió una pequeña vibración, que solo pudo
comparar al momento en el que pronunció su nombre verdadero. Los cuarzos
colgaban de los techos y, de diversos tamaños, sin tallar ni pulir, se
amontonaban en pequeños grupos aquí y allá. Algunos dentro de recipientes
metálicos adornados con filigranas que debían ser tan antiguos como el resto de
la decoración.
—Es algo más que energía —le
dijo a Yo.
—Sí, me gusta entrelazar las
esencias de mis hermanos a la de la propia casa, es a él a quien sientes así
—una sonrisa franca iluminó el rostro del muchacho, contento de que ella lo
hubiese notado—. Soy un tejedor, Hylissa, y durante muchos años he trabajado
con Vörj y todas las emociones positivas que he podido sacarle. Las suyas, las
mías, las de Emu y también las de Ash, que he preservado durante muchísimo
tiempo. Eso es lo que se le da bien a él, ¿sabes? Las emociones. A veces me
resulta irónico que las pueda manejar a su antojo; todas excepto las suyas.
Creyó entender una parte de lo
que estaba tratando de explicarle. Una parte muy pequeña. Lo había sentido
mientras estaba con Vörj, en la vieja casa. Era eso lo que hacía, la forma en
que la tocaba sin tocarla. Se había sentido muy bien allí, en la casa del
serafín, y ahora sabía por qué. Bajaron por las escaleras y tres cabezas se
giraron en su dirección desde el centro del enorme salón.
—No estés nerviosa —le susurró
Yo al oído—, aquí no tienes nada de qué preocuparte.
Pero lo estaba. Oh, dioses, lo
estaba. Vörj se levantó enseguida, dedicándole una sonrisa que le infundió algo
de valor.
—Ven —le dijo tomándola de la
otra mano—, quiero que conozcas al resto de mi familia.
Se acercaron a ellos, que se irguieron
también a su vez, los dos tan altos como el serafín.
Emu tenía el cabello de un
rojo intenso, como el fuego. Y como el fuego, parecía arder cuando se movía. Él
no sonreía, la escudriñó desde unos ojos cobres entrecerrados, evaluándola. Y
no pudo evitar preguntarse en qué estaría pensando. Emu era distante y
silencioso. No pronunció ni una sola palabra ni hubo ningún gesto que le
indicase que era bien recibida. Silencio, fue todo lo que obtuvo. Silencio y
recelo.
Ash la intimidó al instante y,
de haber sido otras las circunstancias, de haberlo conocido a solas sin un
hermano que hablase de él con afecto, lo hubiese temido. Ash era el cazador, el
hombre que se había enfrentado a Marduk y había sobrevivido. El hombre que le
había dado muerte a la bestia. Y decir de él que albergaba algo de humanidad,
era mucho decir. Poco de eso parecía haber en sus ojos grises, profundos y
cambiantes como el mar. La cicatriz en sus labios. El
tatuaje de su mejilla, afilada debido a su extrema delgadez. Un corte de pelo que,
probablemente, se había hecho él mismo sin pararse a pensar, con el único objetivo
de que el largo cabello no le cayese a la cara. Y los ojos grises. Aquellos
turbulentos ojos grises, del color de una tormenta a punto de descargar. Permaneció
ante ella con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola con intensidad de
una forma que le resultó invasiva. Como si pudiese traspasarla hasta la médula
y desvelar sus secretos más profundos.
—Y puedo hacerlo —le dijo en
un murmullo—. Puedo leer a los demás de una forma clara, como si sus
pensamientos fuesen pronunciados en voz alta.
Y saberlo la aterró. No porque
tuviese nada que esconder, sino porque alguien, especialmente él, que estaba
tan cerca de Vörj, supiese de todas y cada una de sus miserias.
Por primera vez cenó a la mesa
con ellos. Se sentó junto a Vörj y Yo, que resultó ser el más hablador contándole
algunas historias sobre su pueblo. Hylissa desconocía completamente sus
costumbres, tan distintas de las de los sumerios o los griegos, entre quienes
había pasado toda su vida. Ash la miraba
en silencio, al igual que Emu. El pelirrojo y Yo siempre estaban en contacto,
siempre sus manos enlazadas, o la de Emu sobre el hombro del muchacho, acariciándole
el cuello. Hasta que, al terminar, Yo buscó cobijo en el hueco del suyo,
apoyando la cabeza en busca de unos labios que no tardaron en encontrar el
camino hasta su boca. Y en aquel momento Emu no parecía ni frío ni distante.
No con la mano del muchacho trazando círculos sobre su pecho, como había hecho
antes en sus propias manos. De algún modo, no le sorprendió que fuesen pareja.
Encajaban tan perfectamente que, a vista de cualquiera, podría pensarse que
llevaban toda la vida juntos. Y eso era mucho decir, teniendo en cuenta que sus
vidas se estiraban como el propio tiempo.
Y fue el muchacho el primero
en levantarse, besándola en la mejilla y tirando de Emu, que lo acompañó
escaleras arriba sin echar la vista atrás. Y se quedó a solas con el serafín y
el cazador. Sintiendo la tensión que había entre ambos, que hubiese resultado
evidente aunque no la hubiese percibido a través de su vínculo con él. Volvió a preguntarse qué es lo que vería Ash
cuando la miraba.
—Trato
de averiguar si sabes algo más sobre los sumerios a parte de lo que nosotros ya
sabemos —dijo éste respondiendo a la pregunta no formulada.
Y el pánico regresó de nuevo.
—No debes tenerle miedo
—repuso Vörj.
—No le tengo miedo a él —contestó ella sin dejar de mirar al cazador.
—Déjanos a solas, será un
momento —le pidió Ash a su hermano.
Vörj esperó a que ella le
diese su aprobación. No la dejaría sola con él si ella no quería y se lo
agradeció de verdad. Pero, ciertamente, no le importaría resolver sus dudas
ahora, antes de que su imaginación comenzase a desbocarse. Lo que uno se
imagina siempre resulta ser peor que la realidad. El serafín salió al exterior
y cerró la puerta corredera de cristal tras él. Lo vio encenderse un cigarrillo
y apoyarse en la barandilla que separaba un camino de la entrada a una
arboleda.
—Te preguntas qué es lo que
veo cuando te miro, Hylissa —dijo Ash—. La respuesta es, todo. Puedo verlo
todo, aunque sea un leve parpadeo en tu cabeza. Durante unas milésimas de
segundo traes cosas, cosas que tratas de enterrar enseguida. Algunas veces
creemos, erróneamente, que nos hemos deshecho de nuestro pasado, pero nunca es
cierto. Siempre nos persigue apareciendo en los momentos más inesperados, resurgiendo
con fuerza, generalmente, cuando menos nos interesa. No debes preocuparte por
eso, no saldrá de aquí. Nada de lo que vea saldrá de aquí, a menos que se trate
de algo que nos ponga en peligro o que pueda ayudarte de alguna forma. No les
contaré como has pasado los últimos dos mil años, Hylissa. A él tampoco. Aunque
en algún momento, querrá saberlo. Porque es cierto, lo que uno se imagina,
siempre resulta ser peor que la realidad.
Hablaba, y su voz era profunda
como el océano. Y sus ojos oscilaban como la llama de una vela, alternando los
colores entre claros y oscuros, pero siempre salvajes y duros. Aunque había
algo más, bajo toda aquella capa implacable. Había soledad y dolor, y se
preguntó si eso tendría que ver con la tensión que había entre ellos.
—Eso
—añadió él—, es parte de nuestra historia. Y no seré yo quien te la cuente.
Le pareció que la comisura de
sus labios tiraba un poco de ellos hacia arriba. Levemente y rápido, tanto que
no supo determinar si lo había imaginado. Le gustó aquel hombre, con su
sinceridad descarnada. Algo que casi nadie le había concedido a ella.
Y ya no añadió más. Tras un
rato mirando al exterior, dónde su hermano se encontraba de espaldas, Ash subió
también por las escaleras y se perdió en la oscuridad.
No supo qué hacer. Subir a su
habitación sin despedirse, o salir a su encuentro. Ni siquiera sabía si se le
permitía salir al exterior, aunque se sintió estúpida por dudarlo. No, él no
era de esa clase de hombres, se reprendió. Así que fue en su busca.
Vörj escuchó la puerta, pero
no se dio la vuelta. Se apoyó en la barandilla a su lado, sin decir nada. Y así
estuvieron un buen rato, hasta que comenzó a tiritar. Hacía frío, y llevaba
puesta una camiseta de algodón de manga larga y unos pantalones demasiado
grandes para ella.
—Vamos dentro, te estás
congelando —dijo Vörj por fin, pasándole el brazo por los hombros.
El contacto la sorprendió,
aunque ya estaba comenzando a acostumbrarse a ese tipo de cosas. Agradeció el
calor de nuevo, intentando devolverlo a sus manos entumecidas.
—Lo siento, no pretendía
incomodarte —él le retiró un rizo que caía fuera de su sitio y lo miró
frunciendo el ceño—. ¿Te lo cortaron ellos?
—No —respondió—, me lo corté
yo.
—¿Por qué?
—No quería ver a la misma
persona al mirarme al espejo, porque ya no era la misma persona —dijo
encogiéndose de hombros.
—Me gusta más así.
—Gracias —repuso con timidez
bajando la mirada y pasando la mano por el pelo de forma instintiva—. No me ha
incomodado. No demasiado, al menos…
—Mírame, Hylissa —le pidió
tomándola de la barbilla y obligándola a mirarle a los ojos—. No quiero que
agaches la cabeza en mi casa.
Y esbozó una sonrisa, la
primera que le había visto en mucho rato. Era distinta a esa otra que la había
cautivado, esa sonrisa encantadora que decía que todo iba a salir bien. Estaba
llena de tristeza y de preocupaciones, pero era una sonrisa sincera, sin
dobleces. Y ella se la devolvió sin más, porque no quería ahondar en aquella
herida.
—Mañana te traeré ropa de tu
talla y algo de abrigo para que puedas salir, si quieres.
Los pies comenzaban a entrar
en calor de nuevo, en contacto con el suelo tibio. Y se dio cuenta en aquel
momento de que era la primera vez que había pisado el exterior desde hacía
muchísimo tiempo, y también de que, semejante acontecimiento, le había pasado
completamente inadvertido.
—Ellos no me permitían salir
de la casa —susurró mirando a la profundidad de la noche. Vio su reflejo en la puerta de
cristal. El reflejo de ambos. Él la miraba también desde allí, y su expresión
denotaba una lucha interna entre preguntar o guardar silencio.
—¿Cuánto tiempo pasaste con
los sumerios? —dijo decidiéndose por lo primero.
—Mucho. Demasiado —añadió
volviendo a perderse en la noche.
—¿Siempre en la casa?
—Sí, siempre.
Podía sentir la sorpresa y la
sensación de no querer creer lo que escuchaba. Y el silencio se acomodó
nuevamente entre ambos durante tanto tiempo que pensó que ya no se dirían nada
más.
—Te has perdido muchas cosas —le
dijo muy serio rompiéndolo.
Seguramente sí. Aunque allí,
en aquella casa, no echaba nada de menos. Quizá al día siguiente pudiese dar
una vuelta por esa arboleda, o recorrer el camino que se perdía en la nieve. Mirándolo,
se preguntó si habría tomado una decisión respecto a ella. Temía que le diese
la gema a otra persona, o cualquier elección que incluyese separarse de él.
Porque se sentía segura, se decía; una sensación que no le resultaba demasiado
familiar. No quiso preguntarle. Por no presionarlo y porque no estaba preparada
para pensar en la posibilidad de despedirse del inesperado giro del destino a
su favor. Él ya tenía muchas cosas en las que pensar y a ella le aterrorizaba acostumbrarse
a todo eso. Porque podía acostumbrarse a vivir así, y no quería. Si se
habituaba a eso, a él, regresar a su vida la destrozaría por completo. Y,
siendo realistas, estaba casi segura de que la mala suerte de siempre no
tardaría en aparecer.
—Deberías subir, Hylissa.
Acuéstate y descansa —dijo sonriendo de nuevo—. Estás mejor, pero estás muy
lejos de estar bien.
—Y tú, ¿es que nunca duermes?
—No suelo dormir demasiado.
Quizá suba más tarde…
Pero supo que no era cierto.
Él ya sabía que no se iba a acostar. No lo había hecho en ningún momento
durante aquellos días. Cuando ella se dormía estaba despierto, y así seguía
cuando abría de nuevo los ojos.
Se alejó dejándolo a solas. Y
cuando se dio la vuelta antes de subir las escaleras lo vio salir de nuevo y
encenderse otro cigarrillo. Olía a madera y a limpio, y un poco a ese agradable
tabaco de liar suyo. Fruncía el ceño mirando a la nada. Siempre fruncía el
ceño, con esa tensión incipiente en sus hombros que nadie sería capaz de notar.
Pero ella sí lo hacía, porque compartían todo eso y muchas otras cosas. Y por
primera vez en su vida los grilletes no le resultaron insoportables; por
primera vez en su vida no odió ese acercamiento inevitable con la otra persona.
Y el terror a que todo volviese a ser como era la atravesó de nuevo con fuerza.
Y mirándolo a él decidió que no podía vivir así, adelantándose a lo que podía
pasar. Debía aprovechar ese momento, aunque fuese para recordarlo si los malos
tiempos regresaban de nuevo. Sí, si eso sucedía, siempre tendría algo para
recordar…