Capítulo 13




Dónde arderán los sueños




         Cuando estuvo de vuelta en casa la decisión de dejar solo a su hermano se le echó encima como un perro rabioso. Uno dispuesto a devorarle las entrañas. Dejó a Ash de lado regresando a preocupaciones más apremiantes. Traspasó con Emu el umbral y Yo salió a su encuentro nervioso, reparando enseguida en el bulto inerte en sus brazos. Sus ojos azules volviendo a la puerta una y otra vez, esperando que Arikel entrase en cualquier momento. Sus esperanzas se desvanecieron cuando él la cerró con el pie. No le dio tiempo a preguntar, iba ya escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos.
         —Ve con él —escuchó decir a Emu—, hablaremos después.

         Llevó a la muchacha a una de las habitaciones de la segunda planta. Una que no había utilizado nunca. Estaba pintada en tonos suaves y olía a madera y a limpio. Escuchaba el tintineo de los cuarzos de Yeialel a su espalda, y lo imaginó retorciéndose las manos angustiado.
         —Trae una toalla grande del baño, ¿quieres? —le dijo.
         Su hermano asintió y entró rápidamente en el pequeño aseo, saliendo con la toalla en la mano un momento después.
         Yo la extendió sobre la cama y esperó impaciente a que terminase de colocarla bien para tender a la muchacha sobre ella. Su respiración era tan leve que apenas podía sentirla, y de no ser por el vínculo que los unía hubiese dudado de que siguiese con vida. La desenvolvieron con cuidado entre los dos, liberándola de la manta con la que él la había cubierto.
         —Oh, dioses… es ella… —susurró Yeialel afectado.
         —Te traeré algo para que puedas limpiarla un poco.
         Necesitaba una excusa para salir un momento de allí. No soportaba la visión de lo que habían hecho con ella. La culpa. Pasó al baño contiguo y cogió unas cuantas toallas algo más pequeñas, llenó un cubo con agua caliente y jabón, y regresó junto a su hermano. Éste la había colocado de lado y estaba examinando varias heridas feas algo más profundas que las demás, y las manos le temblaban. Yeialel era especialmente sensible al dolor ajeno y, bueno, allí había mucho dolor... Ella estaba blanca como el papel, y seguía tan fría como cuando la había recogido del suelo. Pálida y fría, como un fantasma. Como la propia muerte. Lo dejó todo junto a la cama, al alcance de las manos de Yo, y se sentó de espaldas en una silla cerca de él. Se sentía bastante inútil, pero necesitaba saber cómo estaba.
         —¿Se recuperará? —le preguntó a su hermano.
         —Sí —afirmó éste sin entusiasmo—. Aunque eso depende de lo que consideremos como recuperación... Los cortes están hechos a conciencia, donde más duele, y creo que la reanimó varias veces para poder seguir. Sabía muy bien lo que hacía, es todo un trabajo artesanal. Ni yo mismo hubiese diseñado mejor éstos trazados... Es un mapa exacto de dolor, cada corte repetido justo sobre el anterior.
         Vörj se pasó la mano por el pelo apretando las mandíbulas. Si Ash terminaba con él, el hijo de puta sería un tipo afortunado: no se podía morir dos veces.
         —¿Le quedarán cicatrices?
         La idea de que la muchacha quedase marcada permanentemente le resultaba insoportable. Algo que nunca la dejaría olvidar lo que le había sucedido, y eso ya iba a ser difícil sin necesidad del perpetuo recordatorio... Sintió la mano de Yo en el hombro.
         —Haré todo lo que pueda para que no sea así, te lo prometo.
         Y sabía que lo haría, porque así era Yo. Lo haría aunque terminase agotado, rendido a los pies de esa misma cama.
         —No es humana, ni de los nuestros... —dijo pensando en los orígenes de la muchacha.
         —Es mestiza. No podría decir su procedencia, pero uno de sus progenitores sí es... de los nuestros —le explicó mientras la movía para examinarla mejor.
         —Una mestiza...
         Su pueblo era incapaz de reproducirse, eran estériles entre ellos. La única forma de que engendrasen un hijo era mezclándose con los humanos. Toda una ironía teniendo en cuenta como habían transcurrido las cosas. Volvió a pensar en Eydís, su mujer, que murió hace mucho tiempo bajo ese mismo techo, alumbrando a su hijo. Un hijo que él no había deseado y que no fue capaz de sostener en brazos. Lo había aborrecido injustamente por llevársela y, tras los funerales, se había arrepentido. Ella le había recordado a Eydís por el color de su cabello, tan naranja como una puesta de sol. Ahora lo llevaba corto, la melena había desaparecido y eso lo había aliviado en parte. Contemplarla de espaldas, había sido como contemplar a un fantasma.
         —¿Puedes verlo? —preguntó a Yo—. El vínculo  que nos une…
         —Sí, lo veo. Aún en su debilidad, es más fuerte que el que nosotros compartimos —su voz carecía de matices, pero podía percibir en él todo tipo de emociones al respecto. Y una por encima de todas las demás: esperanza. ¿De qué? Contuvo el impulso de girarse para observarlo—. El vínculo ayudará, es un canal abierto entre los dos y, posiblemente, pueda alimentarse de él.
         —¿Qué quieres decir?
         —Usa tu energía para sanarse. Es involuntario, pero su cuerpo cogerá todo lo que necesite para sobrevivir.
         —Bueno, está bien, es lo mínimo que puedo hacer.
         La idea lo tranquilizó. Estaba más que bien. Después de todo, lo que le había pasado era culpa suya. Tendría que habérsela llevado… Parecía que tenía el don de llegar siempre tarde.
         —Ayudará a que sus heridas cierren por completo, sin dejar marca. O eso creo —añadió Yeialel ajeno a sus pensamientos—. Sin embargo… me preocupan sus manos.
         —¿Qué es lo peor que podría pasar?
         —Que haya perdido toda la sensibilidad, imagino.
         Que sean como dos pedazos de carne muerta, completamente inútiles… Respiró hondo con la vista fija en sus propias manos. También le temblaban haciéndose eco de su estado de ánimo.
         —¿Porqué no vas abajo con Emu? —le dijo su hermano—. Aquí no puedes hacer nada, excepto ponerte nervioso.
         —Muy perspicaz.
         —Ve, haré todo lo que pueda —repitió.

         Se levantó y besó a Yeialel en la cabeza. Se dirigió a la puerta y se detuvo en el umbral antes de salir.
         —Gracias.
         No se refería sólo a lo que estaba haciendo. A lo que siempre hacía por todos ellos. Era por la calidez de su corazón en general. Siempre desinteresado y dispuesto sin pedir nada a cambio.
         —Ya sabes que me gusta ayudar —repuso tímidamente.
         —Lo sé.
         Yo asintió y le dedicó una de esas sonrisas suyas, de las que hacían pensar que todo iba a salir bien. Cerró la puerta y bajó al salón.

         Emu estaba sentado en el sillón con los ojos cerrados, sin embargo sabía que no dormía. Simplemente pensaba en sus cosas. Los abrió a medias cuando él se sentó a su lado, y lo observó en silencio mientras se quitaba las botas y las dejaba junto a las suyas.
         —¿Vivirá? —preguntó al fin.
         —Sí.
         Otro largo silencio. Y sabía perfectamente lo que estaba pensando, lo sabía desde que habían recogido a la muchacha.
         —Vamos, suéltalo ya —le espetó.
         —No tengo nada que soltar, Vörj, los has visto tan bien como yo. ¿Crees que los griegos están metidos en esto?
         Los brazaletes que la mujer llevaba en las muñecas estaban forjados con un metal que no pertenecía a este mundo, el mundo de los hombres. Las inscripciones estaban grabadas en un idioma perdido hace ya tiempo y que fue el origen del griego. Su padre tuvo hermanos, muchos, y estos a su vez crearon su propia progenie. Los griegos eran unos de tantos, y rara vez entraban en contacto, ni con ellos, ni con ningún otro pueblo. Todos tenían distintas formas de ver las cosas -y de hacerlas- y bastantes problemas tenían ya entre sí como para pretender mezclarse y generar más. Nadie metía las narices en los asuntos de los demás, así eran las cosas. Así habían sido siempre.
         —No lo sé, no los llevaba cuando estuve allí.
         Por más vueltas que le daba, no le encontraba ningún sentido.
         —¿Qué vas a hacer con ella?
         —No tengo ni idea…
         Ni siquiera le había dado tiempo a pensarlo. A pensar en lo que implicaba la gema y aquellos extraños brazaletes que no parecían tener ningún punto por dónde abrirse.
         —Había oído hablar de estos objetos, pero nunca vi ninguno —susurró Emu—. Forjados por el mismísimo Hefesto.
         —Yo tampoco.
         —No me gustan los griegos… —dijo su hermano frunciendo los labios en una mueca de asco.
         —¿Y a quién coño le gustan? Son traicioneros, vanidosos, envidiosos y vengativos…
         Solo ellos hubiesen sido capaces de crear un objeto así, que sometiese de aquella forma a un ser vivo a merced de otro. Un esclavo servil… en todos los sentidos.
         —Si Viktor ha hecho tratos con los griegos…
         —Griegos, sumerios… qué más da.
         —No es lo mismo, los sumerios están casi extintos, fueron desterrados. Casi terminamos con ellos en su día y nadie se interpondría si un par más acabasen muertos. En cambio los griegos…
         Elariel tenía razón: no era lo mismo ni por asomo. Si Viktor había hecho tratos con ellos…
         —Esperaremos a que despierte, quizá ella sepa algo más. Y Ash puede sondearla cuando regrese —añadió casi más para sí mismo.
         Su hermano suspiró acomodándose en el sillón. «Si regresa», decían sus ojos. Pero guardó silencio.

* * *

         Estaba a punto de subir a ver si Yeialel necesitaba algo cuando éste se reunió con ellos. Habían transcurrido las horas -muchas-, el mediodía había cedido paso a la tarde y Ash aún no había vuelto. Yo estaba agotado, y también visiblemente desanimado cuando descubrió que Arikel seguía por ahí.
         —Está dormida, y seguirá así al menos hasta mañana —anunció desplomándose al lado de Emu, quien lo acogió en sus brazos y lo besó en los labios.
         —Será mejor así —repuso Vörj conforme. 
         —¿Dónde está Ash? No ha regresado con vosotros… —preguntó inquieto.
         No había acusación en su tono, pero la culpa volvió a resurgir con fuerzas renovadas.
         —Tenía asuntos pendientes.
         —Y esos asuntos… ¿Guardan relación con el hombre que se dejó una espada sumeria enterrada en sus costillas?
         —Sí, supongo que sí.
         Le hubiese gustado mentirle, pero Yo conocía la respuesta tan bien como él mismo.
         —¿Has permitido que se quedase solo? —preguntó con suavidad.
         —Él puede tomar sus propias decisiones, Yo, ya no soy su serafín.
         —Pero eres su hermano, su amigo…
         —Ha pasado mucho tiempo, ya no sé lo que soy.
         —Sí que lo sabes, lo sabes muy bien. Pero puedes seguir diciendo que no, si eso es lo que quieres.
         Yeialel clavó en él aquellos ojos azules. Eran de ese azul claro y limpio, como el cielo en primavera. El cielo de sus montañas, que siempre parecía estar mucho más cerca que todos los demás.
         —Bueno, ya me siento bastante mal sin que tú me des la charla…
         —No pretendo darte la charla —repuso poniendo especial énfasis en la última palabra—, solo quiero que recuerdes que a veces todos tenemos que tomar decisiones…
         Las palabras flotaron en el aire y, sin saber porqué, lo invadió una sensación de angustia que no logró quitarse de encima en mucho rato. No tenía que ver con no saber si Ash estaba bien o no, ni con la mujer que dormía en aquella habitación de la segunda planta, dónde nadie había dormido nunca hasta ese momento. Era algo más, tan profundo como el vínculo que compartía con ellos.

         Y los tres esperaron guardando silencio, como si estuviesen velando un cadáver. Porque, a fin de cuentas, es posible que fuese exactamente eso lo que hacían.



* * *


Hubo un tiempo en que prados, arroyos y bosques
la tierra y sus visiones cotidianas,
a mí me parecían
aureolados por una luz divina,
por la gloria y frescura de algún sueño.

Ya no es lo mismo ahora como antaño;
doquiera que me vuelva,
ya de noche o de día,
aquello que yo viera ya no me es dado verlo.

-William Wordsworth-




         Cuando los poetas escriben sobre la muerte el tono es siempre sereno.
         Pero la muerte rara vez lo es. Rara vez es serena…
         Violenta, para ellos. Violenta y abrupta. Atribulada. Porque la muerte siempre es triste, aún cuando la deseas.
         Pero, ¿serena?
         No. Rara vez es serena.


         La verdad, a veces, no es tan importante como debiera. Sin embargo para Arikel, en ese momento en particular, lo era todo. Porque la verdad era que podía identificarse con el cuerpo sin vida que yacía sobre la pira. Podía identificarse con la carencia total de humanidad y, también, con ese deseo oscuro que había compartido con el sumerio: el deseo de morir. Compartían muchas cosas, y aún quedaba por definir si aquello era tan malo como parecía a simple vista. Porque la voz de Marduk en su cabeza había sido como la voz de un viejo amigo; como esa pared firme que encuentras para poder orientarte en una habitación oscura y desconocida. La voz de Marduk en su cabeza había sido un eco de la suya propia. Como el desgarrar de un animal salvaje, al que se da muerte por piedad. Porque los seres como ellos, solo en las sombras encuentran refugio.
         Y esa era su verdad.


         Cuando muere un ser querido se le honra.
         El hombre que tenía a su lado no había sido amado por nadie. No desde hacía mucho tiempo, al menos. Nadie lo lloraría, ni siquiera su hermano, quien lo había dejado solo a sabiendas de lo que sucedería a continuación. A Marduk no le había importado ni lo más mínimo y ni aún entonces lo había traicionado. El sumerio solo veía la oportunidad de que ambos volviesen a encontrarse para poder terminar lo que habían empezado. Había depositado todas sus esperanzas en que sería él quien pusiese fin a su vida, como así había sido. La mano de un desconocido con el que había compartido ese vínculo tan íntimo, el más íntimo que había compartido en toda su vida. Porque Marduk se lo había dado todo. Todo lo que había sido, y lo que era. Y cuando alguien hace eso contigo, lo quieras o no, se le honra. A pesar de que algunos pudiesen opinar que no lo merecía en absoluto.

         Y no era eso lo que dictaban sus costumbres. Ni las suyas, ni las del sumerio. Ambas culturas convenían en regresar a la tierra en la muerte. Regresar al hogar. Pero Marduk no tenía hogar, y deseaba aquello. Deseaba que el fuego devorase su cuerpo sin dejar tras de sí nada más que un puñado de cenizas. Lo deseaba tanto como había deseado la propia muerte.
         Arikel lo había ungido con sus aceites, grabado las palabras rituales en la madera sobre la que se hallaba. También lo había colocado de lado, con las piernas dobladas como si estuviese dormido, tal y como eran inhumados ellos. Había cumplido sus últimas voluntades alejando su cuerpo de su hermano, devolviéndolo a su tierra natal, entre los ríos Tigris y Éufrates. Porque, aunque él era mucho más viejo que cualquier pedazo de aquella tierra, era sin duda la que consideraba suya.
         Y ahí debía retornar, en su última hora.
         Allí descansarían sus cenizas.

         Prendió la antorcha y la acercó, y enseguida el olor de la carne quemada lo llenó todo. Y no hubo ni canciones funerarias, ni tampoco lágrimas. Ni palabras que hiciesen perdurar su recuerdo en los demás, ni nadie a quien pudiesen ir dirigidas. Y esperó mientras su cuerpo se consumía pasto de las llamas, como le había prometido antes de que sus oscuros ojos se cerrasen por última vez.
         Esperó para llevarlo de vuelta a casa, deseando que allí encontrase por fin algo de paz.