Lo que sucede cuando hierves una rana a fuego lento
Era
lo mejor. Era lo mejor, se repetía una y otra vez como un mantra. Aquello, sin
lugar a dudas, era lo mejor para los dos.
—No
te recordaba así, Rebecca —dijo Gavin a su lado, apoyando una mano sobre su
espalda desnuda— ¿Qué te pasa?
—Esto
ha sido un error.
El
error más grande de su vida –y estaba
segura de que había una lista demasiado larga en alguna parte–. El pánico
irracional iba comiéndose poco a poco esa parte calculadora de sí misma que la
había llevado a semejante situación. En realidad, la certeza había comenzado a
desaparecer a medida que su ropa caía al suelo, pero lo había ignorado sin más.
¿Era
lo mejor?
—Paul
me dijo que salías con un tipo, ¿todo esto es por él?
Era
sorprendente lo bien que Gavin la conocía, teniendo en cuenta que jamás habían
compartido nada a parte de cama… y a Paul. Todo esto era por él, claro. Y
porque ella era demasiado cobarde como mirarlo a la cara y decirle que no iba a
verlo más. Había preferido que fuese él el que tomase esa decisión dándole un
motivo de peso y, sin embargo, ahora que estaba hecho y ya no había vuelta
atrás, se arrepentía. Pero ya estaba hecho, y ya no había vuelta atrás. Rebecca
había dinamitado los puentes y quemado los barcos, y toda esa mierda metafórica
que se pudiese utilizar para definir que la había jodido hasta el fondo. Porque
había que ser realistas: la había jodido hasta el fondo.
Sin
contestar a la pregunta se vistió y salió de su apartamento, dejando a Gavin tan
perplejo que no volvió a decir palabra durante los dos minutos exactos que tardó en desaparecer. De todos los tíos del mundo
se había tenido que follar a este, el que, en su día, le gustó especialmente.
El hermano de Paul. Aunque tampoco es que eso fuese a complicar su relación con el irlandés,
cuando se trataba de Paul ambos eran muy profesionales haciendo a un lado
cualquier otra cosa, lo habían hecho antes y volverían a hacerlo ahora. Gavin
había sido una apuesta segura, algo fácil y que no implicaba demasiadas
preguntas.
Y
cabe decir que las preguntas que más detestaba en ese instante eran las que se
estaba haciendo ella misma:
¿A
dónde ir con esa mancha pintada en la cara? ¿Cómo había llegado a pensar que
era una buena idea mostrárselo todo en tecnicolor para que la aborreciese
inmediatamente y sin remisión? Bueno, no la aborrecería más de lo que se
aborrecía a sí misma, eso era seguro. Y, ¿qué clase de excusa se repetiría por
la noche, en el nombre de todos los puñeteros dioses, para justificar el haber
tirado a la basura –tras limpiarse el culo con ella– una oportunidad
–probablemente la única– de ser feliz?
Su
extraña relación, lejos de enfriarse, había ido evolucionando hacia algo más.
Algo distinto a cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes. Ése hombre
se le había metido bajo la piel de tal forma que ya no podía sacárselo. Ni
siquiera por las malas. Y Rebecca no podía permitírselo, no señor… Tenía que
hacer gala de su innegable capacidad para resolver situaciones complejas, pensó
con amargura mientras arrancaba el mustang. Lo que la convertía, sin lugar a
dudas, en una auténtica zorra. O para ir más lejos, ya que estaba, en la ramera
de Babilonia. Porque estaba a punto de desatarse un apocalipsis, lo sentía
aproximarse en su interior con paso firme y decidido…
Antes o después tendría que enfrentarse al tipo en cuestión; porque sí, todo
esto era por él, maldito fuese.
Maldito
fuese mil veces, joder.
* * *
Había tratado de evitarlo y, al menos
durante unos días, podía decirse que lo había conseguido. Pero hay cosas que no
se pueden postergar eternamente por más que nos gustase y para Rebecca, esta
era una de esas cosas. Cuando llegó el momento y lo tuvo delante tenía la garganta tan seca que no fue capaz
de articular palabra. Por otro lado, tampoco es que hiciese falta. Ash era un
lector, ¿no? Pudo hacerse con una imagen precisa en menos de diez segundos.
Se había quedado lívido. Sus ojos grises
se oscurecieron de forma perceptible hasta volverse casi negros y se
estrecharon, convirtiéndose en dos finas rendijas que le cerraron el paso. Ash
apretó la mandíbula y tensó los hombros, pero permaneció en silencio. La
observó durante un buen rato, tanto que creyó que lo había convertido en
piedra. La observó, y no dijo nada.
Y lo detestó, casi tanto como se detestaba
a sí misma.
Después cogió, sin dejar de mirarla, la silla que tenía más a
mano y la estampó en el suelo. Y luego hizo lo mismo con la siguiente.
—Es
esto lo que esperabas, ¿no? Pues ya lo tienes —había dicho furioso, sin alzar ni
un ápice la voz. Una voz que había sonado como sonarían unas manos muertas
arañando la tierra—. Si querías dejarlo solo tenías que decirlo. Hay algo en lo
que sí tienes razón, Rebecca, eres una cobarde.
La
última palabra pulsó algo en su interior, algo que creó un millar de ecos
sordos que retumbaron con la fuerza de un puñetazo en su cabeza.
Y
después, Ash desapareció.
Sin
más.
Se
fue.
Se
fue dejándola sola, boqueando desesperadamente en un intento de coger el aire que se
le escapaba. Porque había imaginado muchas posibilidades y en todas ellas se
mostraba dolido, pero ninguna se parecía a lo que había sucedido. Nunca antes
lo había visto enfadado de verdad.
Y
bien, joder, ¿qué esperaba?
Había
esperado el perdón. En el fondo, muy en el fondo de su corazón, había confiado
en que se lo dispensaría al ver un arrepentimiento real allí dentro. Y se había
equivocado.
Se
sentó en el suelo. O casi podría decirse que las piernas dejaron de sujetarla y
simplemente se derrumbó pared abajo hasta quedar echa una bola, aferrada a sus
rodillas. Y así siguió hasta que se hizo de noche y todo se oscureció, a juego
con su estado de ánimo.
Y
después lloró.
Quien
sabe el tiempo que habría transcurrido cuando cogió el teléfono para llamar a
Paul… lo único que sabía es que aún no había amanecido. Estaba entumecida y
tenía el estómago revuelto, sentía náuseas y de mirarse al espejo hubiese
vomitado. El irlandés no tardó en contestar, aunque su voz sonaba adormilada.
—¿Qué
sucede? —preguntó, probablemente pensando que se trataba de trabajo.
—Me
he acostado con Gavin.
—¿Cómo?
—volvió a preguntar, tras unos segundos en silencio.
—Me
he acostado con Gavin —repitió.
—Becca…
—Una
vez te dije que convierto todo lo que toco en mierda, Paul.
—Es
cierto, lo dijiste —Paul suspiró al otro lado de la línea— ¿Voy o vienes?
Lo
imaginaba tumbado en la cama con los ojos cerrados, masajeándose las sienes con
la mano libre tratando de concentrarse.
—No
puedo salir de casa ahora mismo…
—Vale,
estoy ahí en… cuarenta minutos.
—Voy
a beber, Paul —dijo tras una pausa.
—Está
bien.
—Mucho…
—Entiendo.
Era
muy posible que el irlandés estuviese acompañado y ni si quiera se había
planteado si podía dejarlo todo para ir a su piso. Es más, no le importaba. Era
una zorra. Una zorra insensible. Una especialmente estúpida.