—Canta
para mí, Jae...
Ella
tenía una voz preciosa, diferente de todas las demás. Había armonía en ella,
una cadencia suave que hacía que cuando la escuchabas... todo dejase de tener
importancia. Aquella voz se había convertido en su droga, consiguiendo hacer a
un lado las demás.
Paseó
los dedos por las cuerdas de la guitarra, y ella lo complació siguiendo la
melodía. Cantando para él.
Porque
en aquel instante... sería sólo suya.
Acomodó
la cabeza sobre su vientre y ella le acarició el cabello, y le pareció que
podría vivir así para siempre.
Pero
nada es para siempre. No para él, al menos.
No
para ellos...
Y
por eso... Por eso se sintió el tío más afortunado del mundo en ése jodido
instante.
Porque
en aquel instante... era sólo suya.
—¿Te
has dormido?
Abrió
los ojos y se encontró con los de ella, de ése gris pálido, brillantes, cómo si
su interior albergase una estrella. Rasgados y atentos, reflejaban la sonrisa
que veía en aquellos labios carnosos.
Estiró
la mano para hacer a un lado un azulado rizo rebelde, y ella la cogió entre las
suyas, besándole la palma y llevándola hasta su mejilla.
—Te
has dormido... —repitió, ésta vez sin dudarlo.
—Sólo
un poco —le dijo devolviéndole la sonrisa.
Dejó
la vieja guitarra en el suelo y se incorporó para tenerla aún más cerca.
Y
sus manos se perdieron bajo la calidez del pijama de algodón que ella llevaba,
acariciando ésa delicada piel, extrayendo acordes, ésta vez, de aquel cuerpo de
generosas curvas.
Porque
tocarla era... como tocar una estrella.
Sí,
maldita sea, era el tío más afortunado del mundo.
—Canta
para mí, Jae... —susurró besándola en el cuello.
—Rischa... —suspiró ella contra su pelo.
Y
dejó que, una vez más, su voz lo arrastrase todo.
* * *
Se
había dormido. Pero cuándo despertó y la buscó a su lado ella ya no estaba. Se
había esfumado con los restos de aquel sueño y su cama estaba tan vacía cómo lo
estaba siempre. Tan vacía cómo se sentía él en aquel momento.
Su
cuerpo, en cambio, parecía no darse cuenta de la ausencia, y eso lo cabreó. Porque
habían pasado años y aún soñaba con ella. Habían pasado años... y aún se la
ponía dura.
Joder.
Se
levantó con la intención de terminarse la botella pero, al parecer, era algo
que ya hizo por la noche. El repentino mareo lo confirmó, obligándolo a
sentarse en la cama de nuevo. Apoyó los codos en las rodillas y dejó caer la
cabeza en sus manos. Le dolía de cojones. Putos brebajes caseros.
—Mierda...
—gimió.
Se
vistió y recorrió los pasillos desiertos en busca de Azafrán. Se detuvo frente
a uno de los enormes ventanales, a través del cual se veía el espacio.
El
espacio...
Un
lugar frío y mortal, pero hermoso. Contempló las constelaciones, completamente
desconocidas para él, repletas de polvo cósmico. La nebulosa que quedaba a la
vista, brillante y anaranjada... Recordó lo que le había explicado Azafrán
sobre las nebulosas, que semejante maravilla estaba compuesta por gases y
restos de estrellas extintas. Aunque también, en ocasiones, eran los lugares
dónde éstas nacían...
Ella
lo había llamado vertedero. Gigantesco montón de mierda interestelar, en
realidad. Azafrán tenía el puñetero don de la palabra, sin lugar a dudas.
Y
aquel momento lo hizo sonreír, y también acelerar el paso de camino a la cabina
de control, dónde la encontró inclinada sobre las cartas de navegación.
—Aza...
Azafrán
alzó la vista un segundo, cómo queriendo confirmar que se trataba del único
tripulante a parte de ella en la nave, y volvió a sumergirse de lleno en lo que
tenía entre manos.
—Te
has levantado, bien —dijo asintiendo—. Pensaba que tendría que ir a sacarte de
la cama de una patada en el culo.
—Aza,
necesito ir... allí.
Levantó
de nuevo la cabeza y lo atravesó con sus ojos verdes. Por una milésima de
segundo pudo ver a través de ésa coraza malhumorada. Pudo ver, únicamente,
porque llevaban cinco años viviendo juntos, semi encerrados en aquel montón de
chat... en el Flying.
Pero
sólo duró una milésima de segundo. Una milésima de segundo y la coraza volvió a
colocarse en su lugar. Lo vio en esos ojos verdes.
—Joder...
¿Ya ha pasado un año?
—Sí
—respondió lacónico.
—Está
bien, supongo... —se pasó la mano por el pelo, colocándose la anaranjada melena
en su sitio—. Tenemos trabajo, pero no es urgente y nos cae... más o menos de
paso.
Dejó
la mesa y se acercó a él.
—Gracias.
—No
me las des, odio cuándo te pones moñas...
—Genial,
Azafrán, porque yo también me odio cuándo me pongo moñas —dijo entre dientes.
Azafrán
pasó de largo en dirección al puente de mando, pero lo pensó mejor y volvió
sobre sus pasos, deteniéndose, dejando la cara a escasos centímetros de la
suya. Podía ver el millón de pecas con claridad, salpicadas al azar. Y aquellas
cejas perfectas, una alzada ahora mientras lo escudriñaba.
—Rischa...
¿has estado bebiendo solo? —preguntó arrugando la nariz. Él se encogió de
hombros por toda respuesta y ella negó con la cabeza poniendo los ojos en
blanco —Maldita sea... realmente, odio cuándo te pones moñas.
Y
siguió su camino tras golpearle la cabeza con la mano sin piedad.
—¡Au!
—¿Duele
eh? —Azafrán se giró un poco, lo suficiente para dejarle ver esa sonrisa que no
trataba de ocultar—. Pues jódete, Rischa. JO-DE-TE.
* * *
Dos
días más tarde estaba allí, en aquella pequeña luna cercana al planeta dónde se
conocieron. Caminaba entre los helechos, tratando de apartar las ramas que
crecían salvajes impidiéndole el paso. Y un poco más adelante el sendero se
abrió, dejando a la vista las hileras de lápidas de piedra, semidevoradas todas
ellas por la naturaleza, en las cuales el húmedo musgo arraigaba sin
contemplaciones.
Era
un lugar solitario, apartado de todo.
Solitario
cómo lo es la propia muerte.
Y
no tardó en encontrarla, pues había estado en otras ocasiones. Una vez al año,
desde que la perdió. Quitó la maleza que empezaba ya a apoderarse de ella y
deslizó las yemas de los dedos sobre su nombre.
Jae
Hwa
Lo
pronunció en voz alta, para no olvidar cómo sonaba. Nunca lo hacía, salvo allí.
Porque
uno no pronuncia en voz alta los nombres de los muertos...
Se
sentó en el suelo y encendió un cigarrillo, dándole una larga calada.
Y
recordó.
Recordó
sus ojos, de ése gris pálido, brillantes, cómo si su interior albergase una
estrella.
Los
carnosos labios y sus manos bajo el pijama de algodón. La calidez de su cuerpo,
de generosas curvas. Su risa, y cómo fruncía el ceño cuándo se enfadaba.
Aquel pelo rubio y azulado, y sus ágiles y
delicados dedos.
Recordó
su voz... y todo dejó de tener importancia.
La
muerte es algo definitivo, y no se escoge.
Es
el camino solitario por el que nadie puede acompañarte.
Y
no se escoge.
Pero
sin embargo, ella había escogido...
* * *
Regresó
cómo un perro regresa cuando se escapa. Triste, sucio y hambriento.
Se
sentó a la mesa tras servirse de la escasa bazofia que les quedaba. Raciones
liofilizadas y sopa de sobre. Por poco tiempo, puesto que harían una parada en
un planeta civilizado en un par de días más. Tres a lo sumo.
Estaba
silencioso y taciturno, como siempre que volvía.
Hundido,
cómo quien arrastra una pena inconmensurable.
Apaleado
de puertas para adentro.
Recordó
el día que lo subió a bordo.
Definitivamente
habían avanzado.
—¿Has
terminado ya con toda esa mierda? —le preguntó.
—Sí
—le daba vueltas a la sopa, sin ganas. Sin mirarla siquiera.
—Bien,
porque me muero por largarme de aquí de una jodida vez. Antes de que nos
empiecen a entrar tentaciones de saltar al puto espacio —añadió.
—Claro,
porque nadie querría que saltases al espacio, Aza... —Rischa esbozó una sonrisa
cansada, llena de ése derrotismo en el que le encantaba revolcarse. Una vez al
año, al menos. Ahora una sola vez al año...
Definitivamente,
habían avanzado.
Sacó
la botella que tenía guardada y la abrió, llenando dos vasos bajo su
sorprendida y atenta mirada.
—Mierda,
Rischa, ya sabes que detesto que bebas solo...
Él
cogió el vaso y lo alzó a modo de saludo, vaciándolo de un trago.
Y
ella lo imitó.
Sí,
en unos días volvería a ser el de siempre.
El tío divertido que le miraba
el culo cuándo pensaba que no se daba cuenta.