Allí dónde unas cosas terminan, y otras amenazan con volver a empezar
—Estate
quieto —le dijo a Paul mientras deslizaba la cuchilla por su barbilla—. Si te
mueves así voy a cortarte...
—Preferiría
que me afeitase la enfermera —respondió éste lanzando una mirada lastimera
hacia la puerta.
—Bueno,
habrá otras cosas que ella pueda hacer por ti que yo no haré, que te quede
claro, guaperas —y, por primera vez en aquella semana infernal, vio una sonrisa
en sus labios. Una genuina.
—Como
sigas por aquí a todas horas se va a hacer una idea equivocada... —dijo Paul
tras suspirar con resignación.
—Dios,
Paul, te he echado de menos...
Y
debía tener una cara espantosa, porque él le cogió la mano con la que sujetaba
la cuchilla y le besó los nudillos con suavidad, sin decir nada más. Una semana
desde que él despertase; veintiséis días desde que lo sacase de la maldita
grieta. Al final, Emma había aguantado como una campeona. Sus pequeños dedos
seguían en el interior del cuerpo de Paul, presionando con firmeza, cuando ella
llegó allí con ayuda.
Los
habían trasladado a los tres al hospital del pueblo, dónde lo operaron sin
saber si saldría del quirófano. Nunca en su vida lo había pasado tan mal como
durante aquellas horas. Era triste decirlo, pero aquel hombre era todo lo que
tenía en el mundo. Los de operaciones especiales ya estaban allí cuando
salieron a la luz del día, aunque Julian había conseguido que alguien los
ayudase a volver a Nueva York en el helicóptero en el que iban a trasladar los
cadáveres de Josh y Gary. Una vez en tierra se habían esfumado como si nunca
hubiesen existido. Y francamente, le importaba una mierda lo que sucediese en
el pueblo ahora, y también todo lo que dejaron atrás. Habían ido a la pequeña
clínica privada propiedad de Julian, dónde los habían atendido a cuerpo de rey,
y dónde Paul había permanecido sedado hasta que los médicos decidieron que era
hora de despertarlo. A Gary lo enterraron en el cementerio anexo, al que iban a
parar todos en el caso de que hubiese algo que enterrar. Una pequeña necrópolis
con lápidas, sí, pero sin nombres. Nunca le había gustado demasiado la idea de
que Paul y ella terminasen enterrados ahí, en el frío del olvido, y por un
instante regresó a la pesadilla y sintió las manos llenas de tierra. Tumbas sin
nombres, el recuerdo la hizo estremecerse… Gary tenía una pequeña colección de
ex-esposas y dos hijos, a los que no veía desde hacía siglos pero en los que
pensaba a todas horas. Ninguno de ellos sabría nunca lo que había sido de él. De
Josh se había encargado Emma. Él tenía familia, alguien que lo lloraría. Oficialmente,
Josh había sufrido un accidente de coche. Su muerte había sido una lástima,
como cualquier muerte prematura… Pero era la de Gary la que ella sentía de
verdad, como una pesada losa en el corazón. Y todo lo que implicaban ambas.
Había evitado hablar de eso a lo largo de la semana, pero le daba la impresión
de que el tiempo del silencio llegaba a su fin. Y quien sabe lo que les
esperaría después. Terminó de afeitar a Paul y le secó la cara con la toalla,
dándole un beso fugaz en la mejilla.
—Hueles
muy bien.
—Emma
ha estado aquí —dijo Paul en un susurro. Parecía que Emma hubiese estado
esperando a que ella saliese cinco minutos para abalanzarse sobre él, y lo
último que necesitaba Paul eran charlas depresivas con la mujer, o que ella lo
culpase de las muertes —Va a dejar el equipo.
—Nunca
debió entrar, así que me parece justo.
—Vamos,
Becca... no seas así. A mí también me alegra que se vaya y es lo que va a
hacer, así que ya no hay razón para ser desagradable —dijo. Sus ojos azules estaban
algo más apagados de lo habitual. Esa chispa, siempre presente en ellos, había
perdido algo de lustre—. Deberías disculparte con ella, la trataste fatal...
—Claro,
lo haré —cuándo el infierno se congele, joder.
Él
la miró sabiendo perfectamente lo que pensaba y volvió a sonreír. Hasta que
algo pasó por su mente y se la borró de golpe, dejando en su lugar una mueca de
asco.
—Maté
a Josh —susurró Paul apretando los dientes. Maldita Emma. Sí que habían hablado
de ello. Si la tuviese delante la hubiese abofeteado de nuevo—. Lo maté a
golpes. Y lo disfruté... No sabes cómo, Rebecca... no te haces una idea de
cuánto... Y después... Después disparé a Gary. En la cabeza. Podría haberle
disparado en otra parte, pero no quise. Quería matarlo también.
—Oye
, no fue culpa tuya, joder. No eras tú mismo. Tú no los mataste... Y me
salvaste la vida, ¿recuerdas? Podrías haberme matado también. Podrías haberlo
hecho, pero en cambio me ayudaste. Y Gary también te disparó. Nadie estaba en
su sano juicio allí dentro, Paul. Él desvió la mirada sin mucha convicción.
—Y
las voces... Dios... Ya no las oigo, pero a veces casi puedo sentirlas... Es de
locos, ¿no?
—Yo
no escuché voces —contestó encogiéndose de hombros—. Sólo esa vibración. Y una
niebla en la cabeza... Estaba aturdida, me costaba pensar con claridad, pero
era yo.
—Eres
la única que no las escuchó. Y los cuatro necesitábamos hacerte daño. A ti —él
volvió a mirarla a los ojos y pudo ver la sombra de una duda en ellos—. Podía
sentir a los demás también, dentro de mí, con las voces, pero no a ti.
—Supongo
que la necesidad se debía a eso, a que ella no podía controlarme. Tenía miedo
de que le desmantelase sus planes. No lo sé.
En
realidad había sabido, en algún momento de toda esa locura, que era la única
capaz de terminar con aquello. Esa cosa, fuese lo que fuese, no podía doblegar
su mente como hacía con las demás, así de simple.
—Rebecca,
hay algo diferente en ti, siempre lo he sabido —dijo Paul. No había acusación
en su tono, sólo una seguridad absoluta—. Que no lo haya mencionado antes no
quiere decir que no lo haya pensado. Sé hacer cuentas, ¿sabes? ¿Cuántos años
tienes?
—Cuarenta
y uno —sabía que al final acabarían hablando de aquello. Antes o después, el
tema surgiría.
—Joder,
Becca, no es que el tiempo te haya tratado bien. A mí me ha tratado bien, pero
aún así... Aún así no parezco un niño. Tengo un año más que tú y parece que te
doble la edad. En algún momento, hace tiempo, el reloj se detuvo para ti. Y ese
instinto... Bueno, tú lo quieres llamar así, pero está claro que no es sólo
eso.
Los
dos guardaron silencio durante un buen rato, sin saber que decirse. Ella
arañaba la sábana con la uña de forma inconsciente, buscando algo qué confesar.
Pero no había nada que pudiese explicar aquello.
—Si
hubiese algo que lo explicase te lo habría contado hace tiempo, Paul. Tienes
razón, pero no tengo las respuestas...
—En
realidad no me importa. Mierda, me alegro. Sea lo que sea... nos ha salvado el
culo. Más de una vez. ¿Imaginas lo que hubiese pasado si esos mamones de las
especiales llegan a entrar allí con su arsenal? —Paul se estremeció y se movió
inquieto en la cama haciendo un gesto de dolor.
—Una
masacre —respondió.
—Era
casi imposible resistirse... —él cerró los ojos con fuerza, seguramente
tratando de librarse del recuerdo de las voces de nuevo—. Si te hubiésemos
hecho caso, si no hubiésemos llevado las armas... A veces, Rebecca, me dan
ganas de...
—Eh
—lo detuvo, cortando el torrente de palabras que brotaban con fuerza formando
el torbellino que se ampliaba y trataba de engullirlo—, ya hemos recorrido ese
camino y lo hemos dejado atrás.
—Yo
no estoy tan seguro —repuso el irlandés con una tristeza que le encogió el
corazón.
—En
ese caso, yo me aseguraré por los dos, Paul. Volveremos a las reuniones, si es
necesario. A toda esa mierda de los doce pasos.
—Nunca
hemos seguido esos pasos... Bueno, puede que tres o cuatro, a lo sumo —dijo
Paul dejando que la comisura de sus labios se curvase un poco hacia arriba.
—Me
la sudan los doce pasos, ya lo sabes. Pero beberemos ese asqueroso café y
comeremos esas asquerosas pastitas de nuevo si hace falta.
—Está
bien, aunque no creo que sea necesario —y parecía sincero, pese a que su mano
temblaba un poco desde que había despertado. La llevó hasta la pequeña cruz de
plata que le colgaba del cuello. La cruz de plata de su abuelo, lo único que le
quedaba de aquella otra vida—. Sólo necesito volver a trabajar, dejar de pensar
en todo esto.
Sus
métodos en la recuperación de Paul habían sido poco ortodoxos, pero efectivos.
En su día, ella le había cambiado una válvula por otra. Había sustituido todo
lo que se metía en el cuerpo, por el trabajo. Todo lo malo que había en su
interior, por el deseo de compensarlo. Por el deseo de sentir que hacía algo
correcto para equilibrar la balanza. Le apartó el pelo de los ojos y pudo ver
la fina cicatriz que Emma le había dejado en la frente al golpearlo con aquel
aparato.
—Paul...
mientras estuve sola ahí abajo... durante un rato creí que habías muerto —le
dijo reprimiendo el impulso de abrazarlo. Un impulso que se hizo más fuerte
cuando él la miró confuso—. Quiero decir que te vi, y que estabas muerto. No
era real, pero en ese momento a mí sí me lo pareció, ¿sabes? Y fue... Bueno,
fue horrible, joder.
—Dijiste
que se alimentaba de nuestros miedos. No había voces en tu cabeza, pero lo
intentó de otras formas.
—Sí.
Sí, así es. Pero no es eso lo que quería decir... Lo que quería decir es que
con perderte una vez tuve suficiente y que, si no lo haces por ti, puedes hacerlo
por mí. Porque yo necesito que te recuperes, mierda.
Lo
dijo de carrerilla, sin parar a coger aire. Hablar de lo que uno siente no
estaba en su menú y, a pesar de que siempre hacía excepciones con él, le
resultaba difícil. Bajó la mirada, apartándola de aquellos ojos azules que la
observaban con intensidad.
—¿Te
estás poniendo sensiblera, Rebecca? —había humor en su voz, y eso la alivió y
le dio valor para volver a mirarlo. Estaba sonriendo de nuevo. Maldito
irlandés.
—Es
posible. Mierda, sí. ¿Satisfecho? Si amplias un poco más esa sonrisilla
convenceré a la enfermera de que te conviene un enema.
Y
estaba haciéndolo, lo de ampliar la sonrisa, cuando la puerta de la habitación
se abrió y Gavin entró.
—Parece
que hoy tenemos un buen día —dijo contento al ver a su hermano algo más
animado.
Se
acercó hasta la cama dándole un casto beso en la mejilla a ella, y un apretón
en el brazo a Paul.
Gavin.
Había conocido a Paul a través de Gavin. Y a Gavin a través de Julian. Gavin
compartía ese atractivo tan característico con su hermano. Tenía la misma
mirada clara e inteligente, aquellos jodidos y escrutadores ojos azules eran
idénticos. Sin embargo, su cabello era algo más trigueño, y él siempre lo
llevaba más corto que Paul. Y aquel mentón firme que ella había mordido alguna
vez… Porque, en honor a la verdad, había conocido a Gavin en el sentido bíblico
de la palabra en unas cuantas ocasiones, hacía un millón de años.
Los
ojos de Gavin eran duros. Mucho más que los de Paul. Y a aquel hombre sólo le
importaba su hermano. Era ésa certeza la que la había impulsado de cabeza hacia
él cuando se conocieron: saber que nunca querría más. Su estrecha relación con
Paul los había dejado en medio de una buena amistad en lugar de desaparecer de
la vida del otro sin más, que es lo que hubiese sucedido llegado el caso. Los
negocios de Gavin abarcaban un amplio terreno, la tienda de antigüedades era
tan sólo la punta del iceberg. En realidad, con lo que había amasado su pequeña
fortuna, aquella con la que había sacado a Paul de su Irlanda, eran las armas.
Él se encargaba de suministrar a La Organización todo el equipo que utilizaban.
Y era un trato provechoso, puesto que utilizaban muchísimo equipo. En su día,
también hizo algunos tratos con el IRA, y fue precisamente por eso que Paul pudo
salir de Belfast de una forma mucho más amistosa de lo que solía ser lo
habitual.
Ambos
hermanos se miraron. Gavin estudiaba a Paul con cautela, como hacía siempre, asegurándose
de que no había ni rastro de lo que veía en tiempos en él. Aquella era una
labor agotadora que nunca terminaba, y era una de las pocas cosas que sacaban
de quicio a Paul. Viéndolos así, de perfil, se dio cuenta de que se parecían
aún más.
—Becca,
¿por qué no te largas de una puta vez? —Paul habló sin dejar de mirar a su
hermano—. Vete a casa a dormir un rato, anda. Gavin me vigilará mientras no
estás...
—Está
bien —respondió—. Volveré por la noche.
Lo
besó en la frente, se despidió de Gavin con un gesto de la cabeza y se dirigió
a la puerta, dónde se detuvo un instante.
—Eh,
chicos, ¿sabéis aquellos irlandeses que intentaron hacer volar un coche? —les
preguntó antes de salir. Gavin y Paul dejaron de observarse y se volvieron
hacia ella frunciendo el ceño en un gesto idéntico que nunca dejaba de
asombrarla—. Pasaron todo un mes cosiéndole unas alas.
Los
escuchó reír desde el otro lado de la puerta, como si todo fuese normal. Y
deseó que, por una vez, así fuese.