Nocturna







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       Camino cada noche. Paseo mientras pienso y los pies me llevan solos, recorriendo el mismo trecho. Hasta que llego a la calle deshabitada por la que atajo para no dar una vuelta excesivamente larga. Deshabitada y oscura, puesto que no hay ninguna luz que la ilumine. Las casas, pequeños chalets construidos a finales de los sesenta, parecen llevar décadas vacías.  Algunos de los tablones que cubren las ventanas se han soltado, dejando huecos de los que me es imposible apartar la mirada. Hay alguien ahí, los fantasmas del pasado que se asoman a las grietas del tiempo para observarme a su vez. Cada noche, cuando cruzo la calle, me detengo un segundo al llegar a la mitad, hasta que la boca se me llena de arena y el corazón de angustia. Entonces prosigo, acelerando el paso y atravesando las sombras que se arremolinan a mi alrededor mientras siento sus ojos vacíos en la nuca. Podría verlos, si me acercase lo suficiente. Yo también podría verlos a ellos. Si me acercase a mirar por los huecos quizá distinguiese sus ojos al otro lado. O quizá se tratase, únicamente, de mi reflejo en el cristal.
            Aprieto el paso hasta que distingo a lo lejos al gato de Carmela, plantado en medio de la carretera, dónde la realidad se hace fuerte de nuevo. Mirando fijamente hacia la oscuridad de donde provengo. Y cuando llego hasta él se frota en mis pantorrillas maullando lastimero. «No entres ahí» dice. «No entres ahí». Y nunca deja de mirar a la noche. Sus ojos verdes nunca se encuentran con los míos, porque nunca los aparta de esas mismas sombras que se arrastran a mi espalda. Si me giro ahora pienso los veré. Estarán ahí, plantados en la acera, o escudriñando apoyados sobre las viejas barandillas de los balcones. Pero no lo hago. Y el viento susurra entre las hojas de los árboles y creo escuchar una risa apagada, en blanco y negro. Porque aquí el color no existe. Ni el tiempo. Y un columpio olvidado, que nunca alcanzo a ver, gime en alguna parte o quizá solo lo imagino. Y cada noche pienso que será la última, pero vuelvo a la noche siguiente. Siempre regreso a ellos. Puedo sentirlos llamándome, tirando de mi para que no los deje solos del todo. Para que deje esa puerta entreabierta.


       A veces tengo la sensación de que la maldad se puede tocar. Cierro los ojos y estiro la mano, y un leve roce hace que se retraiga, como los cuernos de un caracol. Igualmente blanda y repulsiva. Se me mete dentro al respirar y me invade. Sabe a oscuridad. A humedad y a descomposición. A gusanos. Y está allí aunque no pueda verlo. Lo sé. Cuando los abro de nuevo desaparece, y el mundo vuelve a ser real. De una realidad donde las cosas como esta no tienen cabida. Desaparece, como los restos de una pesadilla al despertar.