Lo que la
oscuridad nos oculta
Estaba en su casa –si se podía llamar casa a aquella habitación espartana suspendida entre las dos realidades–, pintando, cuándo presintió al animal. Summon se materializó en el exterior de la estancia y entró inquieta, moviendo la cola con nerviosismo. Dejó el pincel y se limpió las manos con el trapo que tenía junto al caballete, acercándose después para que la pantera pudiese olfatearlo. Era un ritual que no convenía saltarse puesto que, a pesar de haber entablado una relación basada en la confianza mutua, al animal le seguía costando tolerar un contacto directo sin previo aviso. Ambos tenían muchas cosas en común, a parte del color de los ojos. Y no era de extrañar; Summon era un reflejo creado por él mismo a partir de su propia esencia.
—Hola —susurró, tratando de no alterarla aún más—… ¿Qué sucede?
El
animal bufó suavemente y frotó la nariz contra su muslo, instándolo a que le
rascase detrás de las orejas, un lugar que a ella le gustaba especialmente. Se
agachó para complacerla, levantándole la cabeza para observar en su interior. La
comunicación con la pantera no era tan clara como con los seres humanos, pero
habían llegado a entenderse bastante bien con el paso de los años. Lo que vio
en los ojos grises del animal le hizo fruncir el ceño con preocupación.
—Así
que es allí dónde estabas, ¿eh?
Hacía
semanas que no la veía con tanta frecuencia. Aunque "frecuencia"
era algo muy relativo tratándose de ellos... No, no es que se viesen a menudo,
pero últimamente los encuentros habían sido aún más escasos. El felino había
estado rondando a la mujer, esperando algo que los dos sospechaban que volvería
a suceder, ya que la pantera no era la única que la rondaba. Alguien más andaba
por allí cerca de vez en cuando, una presencia oculta bajo la superficie de la
realidad, al borde de la línea de lo material y de todo lo demás. Un lugar que
él conocía muy bien, puesto que era su hogar –el hogar del cazador–. Sin embargo, por algún motivo, no
podía sentir esa presencia cuando cruzaba de un sitio a otro. Y aquello era
extraño... Extraño e inusual. Summon la advertía cuando estaba lo
suficientemente cerca, pero no podía verla, ni en un lado ni en el otro. Era
como... si no existiese de una forma física. Él sabía que se trataba de la
misma persona que había invocando al abaddon la primera vez. Y había vuelto a suceder... Aquella misma noche. Se preguntó el porqué. El porqué del ataque arbitrario a
la familia y el porqué del tiempo transcurrido entre el primero y éste. Él
tenía sus sospechas, pero a fin de cuentas sólo eran eso: sospechas.
Todo
había comenzado con la muerte de los padres de Rebecca. Uno de ellos –o ambos–
había cabreado a alguien capaz de sacar a esa bestia del oscuro agujero que
habitaba. Se trataba de uno de los suyos... estaba casi seguro de eso. Pensó en
la mujer. Ya sabía que antes o después tendría que ocuparse de aquello, saldar la
deuda pendiente y responder a sus preguntas. A las que tuviesen respuesta, al
menos. Y pensó en cómo hacerlo. A ella no le iba a gustar lo que tenía que
decirle. Y pensándolo fríamente, a él tampoco le gustaba tener que ser el que
se lo dijese. Si de algo estaba completamente seguro, era de que Rebecca no iba
a tomarse su visita demasiado bien... Pero lo primero era lo primero.
Colocó
los pinceles en la solución líquida para que no se estropeasen y terminó de
limpiarse a conciencia. Se colocó los estiletes en la funda de la cadera
derecha, dónde descansaban siempre que salía de caza, se puso la camiseta y la
chaqueta y salió de la estancia para desmaterializarse fuera de las
protecciones.
Llegó
al mismo sitio dónde había tenido lugar el encuentro. Vio la sangre en el
suelo, espesa y oscura como el alquitrán. El olor lo impregnaba todo aún. Hedía
a podredumbre, puesto que la bestia se encontraba atrapada entre la vida y la
muerte. Cambió de plano, al igual que hiciese ella, tratando de seguir el
rastro por ahí. Aún estaba fresco e intacto, como un camino de miguitas de pan.
Demasiado fácil. Demasiado obvio.
Y
no tardó en encontrarla, esperándolo.
Su
cuello aún sangraba desgarrado, pero ella no sentía dolor alguno. Desplegó las
aletas nasales siendo consciente de su presencia. Estaba sola, tal y como sabía
que estaría. Quien quiera que fuese el que la había invocado, no quería darse a
conocer. No aún, al menos. Y ahora... El abaddon era un mensaje, como todo lo
demás. Un mensaje para Ash, mostrándole así, que también él conocía su
existencia.
La
bestia abrió las fauces emitiendo un sonido ronco que ya había escuchado antes
y, en respuesta, extrajo los estiletes de su funda...
* * *
Paul volvió a conducir de camino a su casa. Ésta vez no iba a relajarse y, precisamente por eso, prefirió que fuese él el que la llevase a ella. El irlandés no había soltado palabra durante todo el trayecto, pero imaginaba que iba anotando mentalmente todo aquello de lo que querría hablar después. Por eso cuándo rompió el silencio la pilló desprevenida.
—¿Qué
vamos a hacer?
Paul
hizo la pregunta sin apartar los ojos del asfalto, pero Rebecca sospechó que
hubiese evitado mirarla en cualquier caso. Estaba casi segura de que aún le
temblaban las manos. Se aferraba al volante como si le fuese la vida en ello, y
sus nudillos estaban blancos por la tensión. Mierda, a ella desde luego sí le
temblaban. Se había cruzado de brazos, sujetando las correas de las armas bajo
las axilas, tratando de que no se le notase. Pero Paul lo sabía. Se conocían
demasiado bien como para tratar de hacerle creer que estaba tranquila.
—No
tengo ni puta idea, Paul. No sé ni por dónde empezar... —respondió, acariciando
la python con el pulgar. Se la había colocado al subir de nuevo al coche y,
joder, no pensaba separarse de ella en ningún momento. Ni para dormir.
Volvieron
a guardar silencio hasta que llegaron a la puerta de su casa. Parecía que
tampoco él sabía por dónde empezar, ni siquiera para mantener una conversación
al respecto.
—¿Quieres que me quede ésta noche? —Paul paró el coche y clavó en ella los azules ojos de aquella forma inquisitiva, escudriñándola; tratando de averiguar cómo estaba. Era algo nuevo puesto que, generalmente, el examen era a la inversa.
—¿Quieres que me quede ésta noche? —Paul paró el coche y clavó en ella los azules ojos de aquella forma inquisitiva, escudriñándola; tratando de averiguar cómo estaba. Era algo nuevo puesto que, generalmente, el examen era a la inversa.
—No,
llévate el coche y mañana me pasas a recoger para almorzar, como siempre. Pensaremos
en todo esto y en lo que le diremos al viejo.
—¿Estás
segura? —le preguntó removiéndose en el asiento, sin saber qué más decirle.
—Sí. Tengo miedo Paul, no voy a mentirte... Pero necesito mantener el control. Estaré bien.
—Sí. Tengo miedo Paul, no voy a mentirte... Pero necesito mantener el control. Estaré bien.
Si él se quedaba a dormir, la sensación de normalidad
que ansiaba ahora mismo se iría por el desagüe. Trató de sonreírle para
tranquilizarlo, aunque no debió surtir efecto.
—De
acuerdo, llámame si necesitas que venga —dijo, torciendo la boca para dibujar
su mueca de fastidio.
Ella
le dio un beso fugaz en la mejilla antes de salir del coche y permaneció de pie
en la acera, hasta que el vehículo desapareció de su vista. Subió las escaleras
que la llevaban hasta el portal y metió la llave en la cerradura. Antes de
hacerla girar, se volvió para mirar la calle. La sospecha de que algo o alguien
la acechaba seguía allí, al igual que la desagradable sensación de pérdida por
el recuerdo que se empeñaba en escapar, escurriéndose por su mente.
Deslizándose, lentamente, como queso fundido. Seguía llegando en oleadas que,
al igual que las mareas, retrocedían después. Observó la calle atentamente y no
vio nada, pero sabía que estaba allí.
Abrió
la puerta y subió a su apartamento, un cuarto sin ascensor. Las escaleras la
mantenían en forma, aunque no era por eso por lo que había elegido ese lugar en
particular. Lo había elegido porque, por aquel entonces, no podía permitirse
otra cosa. Y aunque hacía mucho tiempo de aquello, no se había planteado la
posibilidad de mudarse. Nunca se sentía en casa, pero ése pequeño cuchitril era
lo más parecido a una que había tenido en su vida.
Una
vez dentro, soltó las fundas de las armas y abrió la ducha, dejando correr el
agua.
* * *
Ya era muy tarde cuándo llegó a casa de Rebecca. Su primera reacción fue entrar sin más, pero por suerte se paró a pensar en lo que estaba a punto de hacer. Sorprenderla de ese modo sólo serviría para que se cerrase en banda, así que ahí estaba; plantado delante de la puerta, imaginando posibles variantes para una conversación complicada y espinosa. Era muy tarde, pero sabía que estaba despierta. Alzó la mano y llamó con suavidad.
Silencio.
La mujer era muy cuidadosa en sus movimientos, pero él tenía un oído mucho más fino de lo habitual. La escuchó acercarse y girar la mirilla, justo al otro lado. Clavó los ojos en el pequeño orificio, sabiendo que lo estaría observando.
La mujer era muy cuidadosa en sus movimientos, pero él tenía un oído mucho más fino de lo habitual. La escuchó acercarse y girar la mirilla, justo al otro lado. Clavó los ojos en el pequeño orificio, sabiendo que lo estaría observando.
* * *
Rebecca
no reconoció al extraño que había tras la puerta. No lo reconoció, pero su cara
le resultaba terriblemente familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna
parte, puesto que no era alguien fácil de olvidar. La ropa negra, cortada de aquella extraña forma, el cabello largo y oscuro,
la marca bajo el ojo, la cicatriz que le cruzaba los labios –espera, esos
labios…–. Pero fueron sus ojos los que acapararon toda su atención un instante
después. Profundos y grises, parecían oscilar como la llama de una vela,
cambiando constantemente de intensidad. No, no hubiese olvidado a alguien como
él. Sin embargo... no conseguía recordarlo. Y el insólito vacío de su interior
se agitó una vez más.
—Abre
la puerta —dijo él al otro lado. Y su voz sonó tan profunda como aquellos ojos.
Profunda y familiar, como un eco lejano y agradable—. He llamado por cortesía,
Rebecca, pero puedo entrar igualmente.
Giró
el pomo de la puerta encañonando al desconocido
con la python.
—¿Quien
coño eres, qué haces aquí y como sabes mi nombre?
—No
pienso contestar a ninguna de las tres estando en el umbral de la puerta,
mientras me apuntas con eso —dijo molesto, señalando el arma—. Confiaste en
mi una vez... Hazlo de nuevo y deja que te lo explique.
Su
voz sonaba con un melódico acento de fondo que no logró identificar. Estaba intrigada: él afirmaba conocerla y le creía. Creía en lo que le decía
sin reservas. Confiaba en él lo suficiente como para dejarle entrar y sabía
que, realmente, no era la primera vez. Y esa certeza la asustó aún más. Se hizo
a un lado bajando el arma, permitiéndole pasar. Cerró tras él y dejó el
revólver sobre el mueble del pequeño recibidor.
—Y bien —le dijo cruzándose de brazos—, ¿vas a contestarlas ahora?
—Y bien —le dijo cruzándose de brazos—, ¿vas a contestarlas ahora?
—Supongo
que sí —respondió con un suspiro, quitándose la chaqueta y lanzándola sobre el
viejo sillón.
—Me
llamo Ash. No lo recuerdas porque nunca te he dicho mi nombre. El resto, en cambio…
El resto no lo recuerdas porque yo no quise que lo hicieras —ella lo miró
sorprendida. Era cierto, no lo recordaba, pero esa angustiosa y desasosegante
sensación de que no debería ser así había ido creciendo desde que aquel tío
puso un pie en su apartamento—. Nos conocimos aquí, en la parada del metro que
coges cuando le dejas el coche a Paul, hace unos meses —le explicó—. Deja que
te lo muestre... En cualquier caso, la barrera está a punto de caer por sí
sola.
Él
se acercó cogiéndola de las muñecas, mirándola fijamente desde aquellos
turbulentos ojos grises. Y los recuerdos se fueron abriendo camino, despacio
pero sin delicadeza, como el destello de un millón de luces en la oscuridad.
Recordó.
La
bestia. La sangre. El disparo... La misma bestia que había visto esa misma
noche, la misma que vio de niña, en la vieja habitación de sus padres... Lo
recordó a él sobre su cama, mientras ella trabajaba extrayéndole la bala. La
bala que provenía de su propia arma, puesto que fue ella la que le disparó
confundiéndolo con una reminiscencia de su pasado. Se había preguntado a dónde
habría ido a parar aquella bala, y el material que utilizó en la intervención.
Se lo había preguntado sólo unos momentos, antes de que su mente desechase esos
interrogantes, o pasase directamente sobre ellos aplastándolos. Ahora conocía
la respuesta. Entonces estaban en esa misma posición, pero aún más cerca, junto
a su cama. Mucho más cerca. Y también más lejos. Se sorprendió pensando en lo
grande que podía parecer una distancia tan sumamente pequeña. Acortarla podía
llegar a ser como cruzar un océano... Sus labios sobre los de ella, suaves y
cálidos. «Lo siento,
Rebecca... perdóname», le había dicho. Había susurrado esas palabras –y
muchas otras, palabras susurradas en un idioma desconocido– contra su boca,
mientras la sujetaba con firmeza, tal y como lo estaba haciendo ahora mismo. La
había besado. La había besado y ella había dejado que lo hiciese. Y a pesar de
todo... sabía que lo había deseado. Se hubiese dejado llevar hasta dónde él
hubiese querido llevarla. Y eso, más que cualquier otra cosa, la hizo arder de
rabia. El contacto se rompió cuándo Ash la soltó, separándose un poco. Seguía
mirándola a los ojos, escudriñando las profundidades, y le pareció percibir un
destello salvaje que hizo que clavase la vista en aquellos labios entreabiertos
y marcados. Él le había prometido algo, sí. Le había prometido respuestas... Y
nunca se las llegó a dar. En su lugar... le borró los recuerdos de aquella
noche.
Su
mano salió disparada en muda réplica a la tensión de su cuerpo, asestándole una
bofetada.
Fue como pegar a una pared de hormigón, y él ni siquiera pareció inmutarse.
Fue como pegar a una pared de hormigón, y él ni siquiera pareció inmutarse.
—¡Joder!
Le
dolía, pero la alzó de nuevo para volver a golpearlo.
—Con
una será suficiente por ahora —le dijo, atrapándole la mano en el aire antes de
que la estampase en su cara otra vez.
—¡Hurgaste
en mi cabeza! —gritó, soltándose de un brusco tirón.
—Lo
lamento... suena a cliché, pero lo hice por tu bien.
—¡Pues
claro que sí, joder, por mi bien!
—era oficial: estaba a punto de perder los estribos.
—Piensa,
Rebecca, piensa —Ash hablaba
despacio, como si tratase de calmar a un búfalo encabritado, y eso sólo hacía
que se exaltase aún más—… Si lo hubieses recordado todo, si te hubiese
contado lo que sé... ¿qué hubiese pasado?
Se
obligó a pensar. Pensó. Pensó en aquella respuesta. Y no le gusto en absoluto
lo que vio en ella, puesto que lo único que hacía era darle la razón.
—Así
es —dijo Ash—. Hubieses salido corriendo detrás de una respuesta y, obsesionada
por conseguirla, ni siquiera hubieses ido a Clermont con Paul... Por primera
vez en todos estos años, lo hubieses dejado solo para encargarte de esto por tu
cuenta. Por primera vez en todos estos años le mentiste cuándo te llamó por
teléfono, diciéndole que no podías reunirte con él porque estabas enferma.
Rebecca
lo miró atónita. Era cierto. Era exactamente lo que estaba pensando...
—¡¿Cómo
coño sabes todo eso?! —le preguntó furiosa—. Estoy más que segura de que no lo
hemos hablado...
—No,
no lo hemos hablado —él giró la cabeza, rompiendo aquel contacto visual que de
algún modo le resultaba tan íntimo, y le pareció verdaderamente agotado—… Puedo
ver todo lo que piensas si te miro a los ojos.
Ella
parpadeó estupefacta, intentando asimilar lo que le estaba diciendo. Pensó en
lo que habría visto en su mente tan solo unos momentos antes, en ese beso, y en
todo lo demás que deseó que pasara y no pasó. Y
volvió a sentir el impulso de abofetearlo. O de estrangularlo. O de destriparlo
con sus propias manos. O quizá las tres cosas... Y la calma que él esgrimía ante
aquella situación bizarra sólo estimulaba la violencia que ella luchaba por
contener. Y joder, ya le estaba costando auténticos esfuerzos...
Intentó
tranquilizarse, recuperar el control sobre sí misma, consiguiéndolo a duras
penas.
—No
es necesario que te mortifiques con eso —dijo él, volviendo a mirarla a los
ojos—, yo también lo disfruté. Y también... deseé ir más allá.
—Pues
mírame bien ahora, chaval, y dime qué es lo que ves —susurró entre dientes, levantando
la barbilla con obstinación y poniéndole la respuesta en bandeja.
—Veo
que serías capaz de castigarte a ti misma sólo para castigarme también a mí, y
—repuso Ash en voz baja, acercándose un poco más de nuevo—… También veo
que no quieres que se repita. No quieres que vuelva a besarte, aunque en
realidad lo que quieres es que yo... crea que no quieres. Sin embargo, en el fondo, sabes que eso no es cierto —una media sonrisa apareció en la comisura de sus
labios, inclinándolos ligeramente hacia arriba. Es posible que ni siquiera se
pudiese denominar a aquello media sonrisa. Quizá había tan sólo un cuarto,
quién sabe—. Tampoco quieres que vuelva a hurgar en tu mente —prosiguió muy serio,
perdiendo ése leve gesto—, y no volveré a hacerlo, Rebecca, te lo prometo.
—Creo
que ya sabemos lo que valen tus promesas... —resopló con desgana.
—Bueno,
te demostraré lo que valen, puesto que he venido a cumplir la única que te
hice.
Parecía
sincero. Era precisamente esa sensación la que la había llevado a confiar en él
la primera vez. Su instinto le decía que no estaba mintiendo, pero qué cojones
sabía su instinto... Ya se la había jugado una vez con aquel tío.
—Está
bien, en ese caso será mejor que empieces a cantar.