Capítulo 2




Lo que la oscuridad nos oculta



       Estaba en su casa –si se podía llamar casa a aquella habitación espartana suspendida entre las dos realidades–, pintando, cuándo presintió al animal. Summon se materializó en el exterior de la estancia y entró inquieta, moviendo la cola con nerviosismo. Dejó el pincel y se limpió las manos con el trapo que tenía junto al caballete, acercándose después para que la pantera pudiese olfatearlo. Era un ritual que no convenía saltarse puesto que, a pesar de haber entablado una relación basada en la confianza mutua, al animal le seguía costando tolerar un contacto directo sin previo aviso. Ambos tenían muchas cosas en común, a parte del color de los ojos. Y no era de extrañar; Summon era un reflejo creado por él mismo a partir de su propia esencia.
       —Hola —susurró, tratando de no alterarla aún más—… ¿Qué sucede?
       El animal bufó suavemente y frotó la nariz contra su muslo, instándolo a que le rascase detrás de las orejas, un lugar que a ella le gustaba especialmente. Se agachó para complacerla, levantándole la cabeza para observar en su interior. La comunicación con la pantera no era tan clara como con los seres humanos, pero habían llegado a entenderse bastante bien con el paso de los años. Lo que vio en los ojos grises del animal le hizo fruncir el ceño con preocupación.
       —Así que es allí dónde estabas, ¿eh?
       Hacía semanas que no la veía con tanta frecuencia. Aunque "frecuencia" era algo muy relativo tratándose de ellos... No, no es que se viesen a menudo, pero últimamente los encuentros habían sido aún más escasos. El felino había estado rondando a la mujer, esperando algo que los dos sospechaban que volvería a suceder, ya que la pantera no era la única que la rondaba. Alguien más andaba por allí cerca de vez en cuando, una presencia oculta bajo la superficie de la realidad, al borde de la línea de lo material y de todo lo demás. Un lugar que él conocía muy bien, puesto que era su hogar –el hogar del cazador. Sin embargo, por algún motivo, no podía sentir esa presencia cuando cruzaba de un sitio a otro. Y aquello era extraño... Extraño e inusual. Summon la advertía cuando estaba lo suficientemente cerca, pero no podía verla, ni en un lado ni en el otro. Era como... si no existiese de una forma física. Él sabía que se trataba de la misma persona que había invocando al abaddon la primera vez. Y había vuelto a suceder... Aquella misma noche. Se preguntó el porqué. El porqué del ataque arbitrario a la familia y el porqué del tiempo transcurrido entre el primero y éste. Él tenía sus sospechas, pero a fin de cuentas sólo eran eso: sospechas.
       Todo había comenzado con la muerte de los padres de Rebecca. Uno de ellos –o ambos– había cabreado a alguien capaz de sacar a esa bestia del oscuro agujero que habitaba. Se trataba de uno de los suyos... estaba casi seguro de eso. Pensó en la mujer. Ya sabía que antes o después tendría que ocuparse de aquello, saldar la deuda pendiente y responder a sus preguntas. A las que tuviesen respuesta, al menos. Y pensó en cómo hacerlo. A ella no le iba a gustar lo que tenía que decirle. Y pensándolo fríamente, a él tampoco le gustaba tener que ser el que se lo dijese. Si de algo estaba completamente seguro, era de que Rebecca no iba a tomarse su visita demasiado bien... Pero lo primero era lo primero.
       Colocó los pinceles en la solución líquida para que no se estropeasen y terminó de limpiarse a conciencia. Se colocó los estiletes en la funda de la cadera derecha, dónde descansaban siempre que salía de caza, se puso la camiseta y la chaqueta y salió de la estancia para desmaterializarse fuera de las protecciones.

       Llegó al mismo sitio dónde había tenido lugar el encuentro. Vio la sangre en el suelo, espesa y oscura como el alquitrán. El olor lo impregnaba todo aún. Hedía a podredumbre, puesto que la bestia se encontraba atrapada entre la vida y la muerte. Cambió de plano, al igual que hiciese ella, tratando de seguir el rastro por ahí. Aún estaba fresco e intacto, como un camino de miguitas de pan. Demasiado fácil. Demasiado obvio.
       Y no tardó en encontrarla, esperándolo.
       Su cuello aún sangraba desgarrado, pero ella no sentía dolor alguno. Desplegó las aletas nasales siendo consciente de su presencia. Estaba sola, tal y como sabía que estaría. Quien quiera que fuese el que la había invocado, no quería darse a conocer. No aún, al menos. Y ahora... El abaddon era un mensaje, como todo lo demás. Un mensaje para Ash, mostrándole así, que también él conocía su existencia.
       La bestia abrió las fauces emitiendo un sonido ronco que ya había escuchado antes y, en respuesta, extrajo los estiletes de su funda...


* * *


       Paul volvió a conducir de camino a su casa. Ésta vez no iba a relajarse y, precisamente por eso, prefirió que fuese él el que la llevase a ella. El irlandés no había soltado palabra durante todo el trayecto, pero imaginaba que iba anotando mentalmente todo aquello de lo que querría hablar después. Por eso cuándo rompió el silencio la pilló desprevenida.
       —¿Qué vamos a hacer?
       Paul hizo la pregunta sin apartar los ojos del asfalto, pero Rebecca sospechó que hubiese evitado mirarla en cualquier caso. Estaba casi segura de que aún le temblaban las manos. Se aferraba al volante como si le fuese la vida en ello, y sus nudillos estaban blancos por la tensión. Mierda, a ella desde luego sí le temblaban. Se había cruzado de brazos, sujetando las correas de las armas bajo las axilas, tratando de que no se le notase. Pero Paul lo sabía. Se conocían demasiado bien como para tratar de hacerle creer que estaba tranquila.
       —No tengo ni puta idea, Paul. No sé ni por dónde empezar... —respondió, acariciando la python con el pulgar. Se la había colocado al subir de nuevo al coche y, joder, no pensaba separarse de ella en ningún momento. Ni para dormir.
       Volvieron a guardar silencio hasta que llegaron a la puerta de su casa. Parecía que tampoco él sabía por dónde empezar, ni siquiera para mantener una conversación al respecto.
       —¿Quieres que me quede ésta noche? —Paul paró el coche y clavó en ella los azules ojos de aquella forma inquisitiva, escudriñándola; tratando de averiguar cómo estaba. Era algo nuevo puesto que, generalmente, el examen era a la inversa.
       —No, llévate el coche y mañana me pasas a recoger para almorzar, como siempre. Pensaremos en todo esto y en lo que le diremos al viejo.
       —¿Estás segura? —le preguntó removiéndose en el asiento, sin saber qué más decirle.
       —Sí. Tengo miedo Paul, no voy a mentirte... Pero necesito mantener el control. Estaré bien.
       Si él se quedaba a dormir, la sensación de normalidad que ansiaba ahora mismo se iría por el desagüe. Trató de sonreírle para tranquilizarlo, aunque no debió surtir efecto.
       —De acuerdo, llámame si necesitas que venga —dijo, torciendo la boca para dibujar su mueca de fastidio.
       Ella le dio un beso fugaz en la mejilla antes de salir del coche y permaneció de pie en la acera, hasta que el vehículo desapareció de su vista. Subió las escaleras que la llevaban hasta el portal y metió la llave en la cerradura. Antes de hacerla girar, se volvió para mirar la calle. La sospecha de que algo o alguien la acechaba seguía allí, al igual que la desagradable sensación de pérdida por el recuerdo que se empeñaba en escapar, escurriéndose por su mente. Deslizándose, lentamente, como queso fundido. Seguía llegando en oleadas que, al igual que las mareas, retrocedían después. Observó la calle atentamente y no vio nada, pero sabía que estaba allí.
       Abrió la puerta y subió a su apartamento, un cuarto sin ascensor. Las escaleras la mantenían en forma, aunque no era por eso por lo que había elegido ese lugar en particular. Lo había elegido porque, por aquel entonces, no podía permitirse otra cosa. Y aunque hacía mucho tiempo de aquello, no se había planteado la posibilidad de mudarse. Nunca se sentía en casa, pero ése pequeño cuchitril era lo más parecido a una que había tenido en su vida.
       Una vez dentro, soltó las fundas de las armas y abrió la ducha, dejando correr el agua.


* * *


       Ya era muy tarde cuándo llegó a casa de Rebecca. Su primera reacción fue entrar sin más, pero por suerte se paró a pensar en lo que estaba a punto de hacer. Sorprenderla de ese modo sólo serviría para que se cerrase en banda, así que ahí estaba; plantado delante de la puerta, imaginando posibles variantes para una conversación complicada y espinosa. 
Era muy tarde, pero sabía que estaba despierta. Alzó la mano y llamó con suavidad.
       Silencio.
       La mujer era muy cuidadosa en sus movimientos, pero él tenía un oído mucho más fino de lo habitual. La escuchó acercarse y girar la mirilla, justo al otro lado. Clavó los ojos en el pequeño orificio, sabiendo que lo estaría observando. 


* * *


       Rebecca no reconoció al extraño que había tras la puerta. No lo reconoció, pero su cara le resultaba terriblemente familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte, puesto que no era alguien fácil de olvidar. La ropa negra, cortada de aquella extraña forma, el cabello largo y oscuro, la marca bajo el ojo, la cicatriz que le cruzaba los labios –espera, esos labios…–. Pero fueron sus ojos los que acapararon toda su atención un instante después. Profundos y grises, parecían oscilar como la llama de una vela, cambiando constantemente de intensidad. No, no hubiese olvidado a alguien como él. Sin embargo... no conseguía recordarlo. Y el insólito vacío de su interior se agitó una vez más.
       —Abre la puerta —dijo él al otro lado. Y su voz sonó tan profunda como aquellos ojos. Profunda y familiar, como un eco lejano y agradable—. He llamado por cortesía, Rebecca, pero puedo entrar igualmente.
       Giró el pomo de la puerta encañonando al desconocido con la python.
       —¿Quien coño eres, qué haces aquí y como sabes mi nombre?
       —No pienso contestar a ninguna de las tres estando en el umbral de la puerta, mientras me apuntas con eso —dijo molesto, señalando el arma—. Confiaste en mi una vez... Hazlo de nuevo y deja que te lo explique.
       Su voz sonaba con un melódico acento de fondo que no logró identificar. Estaba intrigada: él afirmaba conocerla y le creía. Creía en lo que le decía sin reservas. Confiaba en él lo suficiente como para dejarle entrar y sabía que, realmente, no era la primera vez. Y esa certeza la asustó aún más. Se hizo a un lado bajando el arma, permitiéndole pasar. Cerró tras él y dejó el revólver sobre el mueble del pequeño recibidor.
       —Y bien —le dijo cruzándose de brazos—, ¿vas a contestarlas ahora?
       —Supongo que sí —respondió con un suspiro, quitándose la chaqueta y lanzándola sobre el viejo sillón.

       —Me llamo Ash. No lo recuerdas porque nunca te he dicho mi nombre. El resto, en cambio… El resto no lo recuerdas porque yo no quise que lo hicieras —ella lo miró sorprendida. Era cierto, no lo recordaba, pero esa angustiosa y desasosegante sensación de que no debería ser así había ido creciendo desde que aquel tío puso un pie en su apartamento—. Nos conocimos aquí, en la parada del metro que coges cuando le dejas el coche a Paul, hace unos meses —le explicó—. Deja que te lo muestre... En cualquier caso, la barrera está a punto de caer por sí sola.
       Él se acercó cogiéndola de las muñecas, mirándola fijamente desde aquellos turbulentos ojos grises. Y los recuerdos se fueron abriendo camino, despacio pero sin delicadeza, como el destello de un millón de luces en la oscuridad.

       Recordó.
       La bestia. La sangre. El disparo... La misma bestia que había visto esa misma noche, la misma que vio de niña, en la vieja habitación de sus padres... Lo recordó a él sobre su cama, mientras ella trabajaba extrayéndole la bala. La bala que provenía de su propia arma, puesto que fue ella la que le disparó confundiéndolo con una reminiscencia de su pasado. Se había preguntado a dónde habría ido a parar aquella bala, y el material que utilizó en la intervención. Se lo había preguntado sólo unos momentos, antes de que su mente desechase esos interrogantes, o pasase directamente sobre ellos aplastándolos. Ahora conocía la respuesta. Entonces estaban en esa misma posición, pero aún más cerca, junto a su cama. Mucho más cerca. Y también más lejos. Se sorprendió pensando en lo grande que podía parecer una distancia tan sumamente pequeña. Acortarla podía llegar a ser como cruzar un océano... Sus labios sobre los de ella, suaves y cálidos. «Lo siento, Rebecca... perdóname», le había dicho. Había susurrado esas palabras –y muchas otras, palabras susurradas en un idioma desconocido– contra su boca, mientras la sujetaba con firmeza, tal y como lo estaba haciendo ahora mismo. La había besado. La había besado y ella había dejado que lo hiciese. Y a pesar de todo... sabía que lo había deseado. Se hubiese dejado llevar hasta dónde él hubiese querido llevarla. Y eso, más que cualquier otra cosa, la hizo arder de rabia. El contacto se rompió cuándo Ash la soltó, separándose un poco. Seguía mirándola a los ojos, escudriñando las profundidades, y le pareció percibir un destello salvaje que hizo que clavase la vista en aquellos labios entreabiertos y marcados. Él le había prometido algo, sí. Le había prometido respuestas... Y nunca se las llegó a dar. En su lugar... le borró los recuerdos de aquella noche.
       Su mano salió disparada en muda réplica a la tensión de su cuerpo, asestándole una bofetada.
       Fue como pegar a una pared de hormigón, y él ni siquiera pareció inmutarse.
       —¡Joder!
       Le dolía, pero la alzó de nuevo para volver a golpearlo.
       —Con una será suficiente por ahora —le dijo, atrapándole la mano en el aire antes de que la estampase en su cara otra vez.
       —¡Hurgaste en mi cabeza! —gritó, soltándose de un brusco tirón.
       —Lo lamento... suena a cliché, pero lo hice por tu bien.
       —¡Pues claro que sí, joder, por mi bien! —era oficial: estaba a punto de perder los estribos.
       —Piensa, Rebecca, piensa —Ash hablaba despacio, como si tratase de calmar a un búfalo encabritado, y eso sólo hacía que se exaltase aún  más—… Si lo hubieses recordado todo, si te hubiese contado lo que sé... ¿qué hubiese pasado?
       Se obligó a pensar. Pensó. Pensó en aquella respuesta. Y no le gusto en absoluto lo que vio en ella, puesto que lo único que hacía era darle la razón.
       —Así es —dijo Ash—. Hubieses salido corriendo detrás de una respuesta y, obsesionada por conseguirla, ni siquiera hubieses ido a Clermont con Paul... Por primera vez en todos estos años, lo hubieses dejado solo para encargarte de esto por tu cuenta. Por primera vez en todos estos años le mentiste cuándo te llamó por teléfono, diciéndole que no podías reunirte con él porque estabas enferma.
       Rebecca lo miró atónita. Era cierto. Era exactamente lo que estaba pensando...
       —¡¿Cómo coño sabes todo eso?! —le preguntó furiosa—. Estoy más que segura de que no lo hemos hablado...
       —No, no lo hemos hablado —él giró la cabeza, rompiendo aquel contacto visual que de algún modo le resultaba tan íntimo, y le pareció verdaderamente agotado—… Puedo ver todo lo que piensas si te miro a los ojos.
       Ella parpadeó estupefacta, intentando asimilar lo que le estaba diciendo. Pensó en lo que habría visto en su mente tan solo unos momentos antes, en ese beso, y en todo lo demás que deseó que pasara y no pasó. Y volvió a sentir el impulso de abofetearlo. O de estrangularlo. O de destriparlo con sus propias manos. O quizá las tres cosas... Y la calma que él esgrimía ante aquella situación bizarra sólo estimulaba la violencia que ella luchaba por contener. Y joder, ya le estaba costando auténticos esfuerzos...
       Intentó tranquilizarse, recuperar el control sobre sí misma, consiguiéndolo a duras penas.
       —No es necesario que te mortifiques con eso —dijo él, volviendo a mirarla a los ojos—, yo también lo disfruté. Y también... deseé ir más allá.
       —Pues mírame bien ahora, chaval, y dime qué es lo que ves —susurró entre dientes, levantando la barbilla con obstinación y poniéndole la respuesta en bandeja.
       —Veo que serías capaz de castigarte a ti misma sólo para castigarme también a mí, y —repuso Ash en voz baja, acercándose un poco más de nuevo—… También veo que no quieres que se repita. No quieres que vuelva a besarte, aunque en realidad lo que quieres es que yo... crea que no quieres. Sin embargo, en el fondo, sabes que eso no es cierto —una media sonrisa apareció en la comisura de sus labios, inclinándolos ligeramente hacia arriba. Es posible que ni siquiera se pudiese denominar a aquello media sonrisa. Quizá había tan sólo un cuarto, quién sabe—. Tampoco quieres que vuelva a hurgar en tu mente —prosiguió muy serio, perdiendo ése leve gesto—, y no volveré a hacerlo, Rebecca, te lo prometo.
       —Creo que ya sabemos lo que valen tus promesas... —resopló con desgana.
       —Bueno, te demostraré lo que valen, puesto que he venido a cumplir la única que te hice.
       Parecía sincero. Era precisamente esa sensación la que la había llevado a confiar en él la primera vez. Su instinto le decía que no estaba mintiendo, pero qué cojones sabía su instinto... Ya se la había jugado una vez con aquel tío.
       —Está bien, en ese caso será mejor que empieces a cantar.