Sangre

~ Paul ~



         De niños, todos tenemos una versión un tanto distorsionada de las cosas. A veces cuando crecemos podemos ser capaces de ver la diferencia entre ésa versión nuestra y la realidad.
Para Paul, el recuerdo de su abuelo siempre pendía entre la una y la otra con un doloroso vaivén. El viejo había muerto cuando él tenía tan sólo siete años, y la imagen que tenía de aquel hombre era, en sí misma, un mero eco en su cabeza. Sin embargo, había algunas cosas que recordaba como si hubiesen sucedido ayer, y era a esas cosas a las que Paul se afianzaba con todas sus fuerzas. A sus lecciones de la vida, cuándo les enseñaba a Gavin y a él a jugar al ajedrez, por ejemplo. O la primera vez que Paul se vio obligado a hacer algo que no quería.

         El viejo acostumbraba a salir de caza. Traía cosas pequeñas como perdices o conejos, que su madre cocinaba después. Un año antes de morir, trajo un conejito blanco metido en su bolsillo. Era pequeño y escuálido, y recayó sobre él la tarea de alimentarlo y cuidarlo. Y aunque era sólo un niño, en el fondo siempre supo cual sería el destino de aquel conejo. Pero no por eso se sintió mejor al respecto aquel día, el día 16 de marzo, el anterior a San Patricio.
         Su abuelo le pidió que lo ayudase sujetándolo de las patas. Muy fuerte, había dicho el viejo. Y aunque el animal ya no era ni pequeño ni escuálido, a él le seguía pareciendo poca cosa como para crear problemas. Estaba equivocado; cuándo su abuelo le rebanó el cuello sobre la pila, éste se sacudió tan fuerte que pensó que llegaría a soltarse. Sentía el temblor del conejo a través del contacto. El miedo, antes del cuchillo, y cómo la vida se le escapaba después. Y aún hoy se sorprendía por la fuerza del bicho.
         Había llorado. La sangre lo asustó casi tanto como al animal el cuchillo, y también la muerte.
         —A veces tenemos que hacer cosas que no nos gustan para sobrevivir, Paul, es importante que lo aprendas pronto —dijo su abuelo—. La sangre no debe darte miedo, corre por las venas de todos, es lo único que tenemos en común. Y los lazos de sangre son los más fuertes, recuérdalo, muchacho. Eso es algo que no conviene olvidar. La sangre nos hace quienes somos, y a veces también un poco esas ganas de sobrevivir. De sobrevivir siendo fieles a nosotros mismos, y a aquellos a quienes amamos, nunca viviendo como nos dicten los demás. Mañana nos comeremos este conejo, es la carne lo que nos alimenta, pero lo que nos hace fuertes es siempre la sangre. Y tú tienes que ser fuerte, chico.

         Dicen que la primera vez que quitas una vida te marca. Paul no había matado a aquel conejo, sin embargo, durante mucho tiempo, se sintió como si lo hubiese hecho. Hasta que tuvo que matar de verdad.
         Hasta entonces.