La noche del cazador




         Ella había salido de su casa para correr como cada mañana y tardaría, al menos, una hora en regresar. Se metió en la ducha y se masturbó pensando en su boca. No era lo que le hubiese apetecido, fue más bien como comer pizza fría; podía pasar, pero no era una auténtica comida...  Cantó “Daisy Daisy contéstame por favor estoy medio loco de amor por ti no será una boda elegante no me puedo permitir un carruaje pero quedarás preciosa en el sillín de una bicicleta para dos” Y se imaginó que era Gene Kelly y que cantaba bajo la lluvia mientras el agua caía sobre él. Se enjabonó a conciencia, eliminando los restos de lo que acababa de hacer de su cuerpo. Se aclaró rápidamente y salió, enrollándose una toalla a la cintura durante su rutina de afeitarse y escoger la ropa, tarareando a lo largo de todo el proceso porque se sentía jodidamente feliz.  
         Y bajó a desayunar.

         Miró su reloj; estaba a punto de llegar. Una vez más se asomó a la ventana, impaciente. Se había entretenido demasiado y no le daba tiempo de cruzar la calle para revisar su correo, aunque lo cierto es que ya no importaba… Ya no se tendría que preocupar de eso nunca más. Y después de todos aquellos meses era una sensación extraña, porque él era un hombre firmemente anclado a sus rutinas y rituales y, cuando estos terminaban para dar paso a otros, el vacío se colaba en algún punto entre la boca del estómago y el corazón. Un vacío insoportable que arrastraba durante varias semanas, hasta que encontraba nuevas rutinas con las que sustituir a las anteriores. Un proceso largo y extenuante para alguien como él, sí señor.
         Volvió a mirar por la ventana tras comprobar la hora en su reloj, y siguió canturreando.
         Apareció a los cinco minutos exactos; dobló la esquina de su calle, sudando y con la respiración agitada, casi tanto como el sobrealiento que el experimentaba al contemplarla. Observó desde la ventana como entraba en la casa, mientras se desprendía de la sudadera antes de llegar a la puerta. Ella tardaría por lo menos otra hora y media en marcharse a trabajar, así que decidió salir ya. Tenía demasiadas cosas que preparar. 
         Cogió el coche y fue directamente al centro. Había visto en el escaparate de una tienda un vestido que le había gustado. Había sentido la necesidad imperiosa de comprarlo tras imaginarla con él puesto. Le costó más de lo que había previsto y tendría que hacer turnos extra, pero no le importó, la ocasión lo merecía. Lo metieron en una caja, envuelto entre suaves papeles, y lo dejó en el maletero del coche, decidiendo dar un paseo y comer fuera. Había un restaurante perfecto no muy lejos de allí.
         Comió ensalada de cangrejos con canónigos, solomillo a la parrilla relleno de foie y de postre, tarta de trufa blanca. Para beber pidió un Cabernet Sauvignon. El no entendía mucho de vinos, pero era el que le recomendó el camarero. Y debía de ser bueno, porque la botella le costó un riñón. De perdidos al río. Le tendió la tarjeta y éste la recogió todo sonrisas blanqueadas a golpe de láser. Después de comer caminó un rato más. Hacía un día estupendo, soleado. Un buen presagio, pensó. Pasó por una floristería y se llevó un ramo de rosas rojas. Una docena, para ser exactos. La diferencia siempre está en los pequeños detalles y en la exactitud con la que se llevan a cabo. Sintió el impulso de subirse a un banco y gritar, pero no le apetecía que lo tomasen por un puto chiflado, así que mantuvo el pico cerrado y fue al coche dónde subió, dando por concluida su provechosa expedición.

         Llegó a casa ya bien entrada la tarde. Eran las seis y media y ella llegaría a eso de las ocho. Puso el vestido extendido sobre la cama para que no se arrugase, se desnudó y se metió en la ducha otra vez. No hubo canciones, ni ningún tipo de despliegue onanista de amor propio. Solo una ducha rápida. Se vistió con un traje nuevo, se peinó y se perfumó. Se miró en el espejo del aseo; le gustaba lo que veía. Un hombre joven y atractivo le sonreía. Uno que olía muy bien. Comprobó el reloj: Las ocho menos cinco. Se asomó a la ventana para verla entrar en casa. Esperaba que no se retrasase. No solía hacerlo, pero nunca se sabe.
         La vio doblar la esquina a las ocho y seis exactamente. El resplandor de las farolas la iluminaba a medias, dándole un aspecto sugerente. Sacó las llaves, que se le cayeron al suelo obligándola a agacharse para recogerlas. Le gustaba especialmente el mohín que hacía cuando se sentía contrariada. Fruncía los labios y dos hoyuelos se formaban en sus mejillas, y siempre sentía el deseo de besarla. 
         Entró, por fin, dejándolo a solas de nuevo durante unos segundos. Se encendió una luz. Después otra, y otra más. Cogió los prismáticos del escritorio y observó en silencio como iba de un lado a otro de la casa, recogiendo a su paso lo que estaba fuera de su sitio. Llegó al cuarto de baño y abrió los grifos de la bañera, arrodillándose para graduar la temperatura. Acto seguido preparó una toalla, se sentó en una banqueta que tenía allí y esperó abstraída. Habría dado lo que fuese por saber en qué pensaba. Lo que fuese. E hicieron tiempo mientras terminaba de llenarse, ella sentada, él observándola. Igual que cada día. E igual que cada día, sacó las sales de baño que guardaba en su armario verde manzana, con el resto de los productos de aseo y belleza que utilizaba. Era capaz de nombrarlos todos. También de imaginarse cómo olían.
         Fue hasta su habitación con la toalla; no podía verla bien, una cortina la ocultaba. Solo distinguía su figura a través de la tela, aunque eso le gustaba más. Si, hoy era su día de suerte. Otras veces tenía las persianas de madera cerradas y eso lo privaba del ritual. Aunque también disfrutaba imaginando mentalmente todo el proceso, que se repetía cada tarde. Ella también era una mujer de rutinas, y las conocía todas de memoria. La observó con atención y deleite mientras se desnudaba y regresaba al baño enrollada en la toalla.
         Una toalla que se quitó antes de sumergirse en el agua caliente, mientras una nube de vapor tomaba forma poco a poco. Y en esa ventana ya no había cortinas que la ocultasen… Tenía unas piernas increíblemente largas que sacó fuera de la bañera, apoyándolas en los azulejos de la pared. Volvía a tener una erección, que se apretaba incómoda contra la cremallera.
         No. Ahora no.
         Apartó los prismáticos y dejó que se bañase a solas.
         Cuando terminó y se hubo vestido, decidió que había llegado el momento. Había llegado el momento de que hablasen; el momento de la verdad. Se levantó y se giró, apartando la vista de la ventana. Al hacerlo dejó escapar un grito de sorpresa.

         Una figura oscura se recortaba en las sombras de su habitación. Una figura masculina, o eso le pareció por el ancho de aquellos hombros, ya que llevaba el pelo largo. Estaba sentado en la silla, mirándolo impasible. Buscó a su alrededor algo con lo que defenderse.
         —Tío, ¿qué coño haces en mi casa?
         —He venido a buscarte a ti —respondió el extraño con voz profunda—. ¿Has terminado?
         Hizo un gesto señalando a los prismáticos que sostenía en las manos, y la sangre se le heló en las venas. Se movió deprisa, mucho más deprisa de lo que cualquiera podría moverse, y silencioso como un fantasma. Se pegó a él sujetándolo por el cuello, mirándolo a los ojos en un destello gris lleno de odio y repugnancia. Oh, sí, conocía aquella mirada...
         —Vas a matarme, y vas a disfrutar haciéndolo —le dijo sin más—. Somos iguales, tú y yo.
         —No disfrutaría matándote, pero disfrutaría de cada segundo anterior. Y eso no hace que nos parezcamos en nada.
         Y el extraño acercó los labios a su oído y le susurró aquellos secretos que nadie más conocía. Sabía su nombre, y también los de ellas. Todas. Los recitó uno tras otro sin dejarse ninguno. En el orden correcto. El orden era siempre lo más importante. El orden lo era todo. Y sabía dónde las había dejado después. Conocía hasta los detalles más íntimos que habían compartido. Conocía la oscuridad de su corazón mejor que él mismo. Y tuvo miedo. Más miedo del que había tenido en toda su vida.
         —No voy a matarte... Pero estaré ahí cuando tomes una mala decisión. ¿Entiendes lo que te digo?
         —Sí —sí, lo entendía perfectamente.
         —No volverás a tocarlas, no volverás a acercarte a ninguna. Dilo —lo miraba esperando su respuesta. Tenía un extraño tatuaje en la cara, bajo el ojo izquierdo—. Dilo. Sé que me crees, sé que no lo harás más. Y lo sé porque es cierto, porque conozco la oscuridad de tu corazón mejor que tú mismo... Pero necesito que lo digas en voz alta, escucharlo de tus labios.
         —Está bien, joder, no volveré a tocarlas. Por favor, no volveré a tocarlas… De verdad —lloriqueó asustado.
         —Lo sé. A cambio, yo te prometo a ti otra cosa: si tomas esa mala decisión seré lento y también despiadado. Y entonces es posible que sí nos parezcamos, quizá un poco. Porque cuando cierres los ojos para siempre, el infierno que será tu destino te parecerá el cielo comparado con lo que yo te habré hecho.
         Temblaba de la cabeza a los pies. Y aquellos ojos grises lo traspasaron, duros, como una barra de hierro, y también salvajes. Y le pareció ver que sonreía, aunque no estuvo seguro de aquello... Se sintió mareado, y él se acercó aún más, dejando tan sólo unos centímetros de distancia entre ellos, y sólo pudo seguir mirándolo de aquella manera, completamente perdido. Y sintió como se le vaciaba la vejiga desde algún lugar lejano, porque ya no tenía ningún control sobre sí mismo. Todo estaba lejos de su alcance. Incluso su propia consciencia.

         Parpadeó y fue hasta el interruptor para dar la luz, pero no funcionó. Volvió hasta la ventana y se quedó allí, paralizado. Se llevó la mano a la garganta y por un instante le faltó el aire. Sentía el irrefrenable impulso de huir. Huir a dónde fuese. De cavar un hoyo profundo y esconderse allí dónde nadie pudiese dar con él. Y no sabía por qué. El eco de un recuerdo, algo que no lograba retener, se le escapaba. Como cuando te parece ver algo por el rabillo del ojo, pero cuando te giras no hay nada. Muy cerca, y a la vez a millones de años luz. Sólo una sensación; esa sensación que te eriza todo el bello del cuerpo y que te hace saber que hay algo que no va bien…  
         Miró por la ventana y vio la figura de una mujer en la casa de enfrente. Y un dolor lacerante lo postró de rodillas. Y permaneció así, sintiendo aquel terror visceral. Y fue entonces cuando reparó en que, en algún momento, se había meado encima. E hizo lo que su cuerpo le gritaba que hiciese: salió de la casa, subió al coche y arrancó. No sabía a dónde iría, pero una cosa estaba clara: no iba a volver jamás.


* * * 


         Estaba sentado en una cafetería frente a un capuccino, en una mesa solitaria al lado del cristal, observando cómo la gente iba y venía, cuándo lo vio pasar a él. Sus miradas se cruzaron durante unas milésimas de segundo, pero fue suficiente. Suficiente para ver lo que escondía en su mente. Algo que le revolvió el estómago. Tenían prohibido interferir, así eran las cosas. Pero esta vez... Qué diablos. Se puso en pie, dejó un billete sobre la mesa y salió tras él, siguiéndolo hasta que supo a dónde ir, y en ese momento se adelantó para esperarlo. Se tomó su tiempo, porque disponía de él y le gustaba hacerlo así, con tranquilidad.
         Esperó a que llegase a casa y lo acechó desde las sombras hasta que él tomó la iniciativa.
Tuvieron una agradable conversación, y él se recordó que no estaba allí para terminar con su vida, por mucho que eso le apeteciese. Pero había cosas peores que la muerte, él lo sabía bien. La mente esconde nuestros peores temores y, a veces, bastaba únicamente con apretar algunos botones allí dentro. 

         Y lo observó marchar. Definitivamente no volvería a tocarlas. Definitivamente, no volvería a tocar a nadie. Ni nadie volvería a tocarlo a él. 
         El vestido descansaba sobre la cama junto al ramo de rosas, y la visión le resultó patética. Observó a la mujer a través de la ventana y respiró tranquilo. Y una punzada de añoranza se coló en su interior, desde un rincón oscuro que nunca solía visitar.