~ Paul y Emu ~
Le tendió a Emu la
cerveza y deslizó la espalda por la pared de piedra, sentándose a su lado.
—Gracias
—dijo el pelirrojo sin más.
Él
asintió por toda respuesta y permanecieron allí, en silencio, durante muchísimo
tiempo. Lejos de resultarle incómodo, le parecía agradable. La compañía del
extraño hombre siempre se lo parecía, puesto que era alguien que no hablaba por
hablar. No lo necesitaba.
—Mañana
va a llover —dijo éste mirando al cielo, rompiendo el mutismo—, no podremos
seguir trabajando en el tejado.
Ignoraba
cómo era capaz de saber todo aquello. El cielo estaba limpio y era de ese azul
que parecía existir únicamente en su Irlanda. Al menos eso pensaba Paul. Pero
Emu siempre estaba en contacto con la tierra, y ésta le hablaba de una forma
especial. No le cabía duda de que mañana llovería, si él así lo anunciaba.
—Entonces
lo dejaremos para otro día —respondió. Los ojos cobres estaban fijos en los
suyos y ya no le eran desconocidos, y tampoco le resultaban tan duros como al
principio—. Gracias. Por ayudarme con esto, ya sabes.
Se
había ofrecido a echarle una mano con la reconstrucción de la casa de sus
padres. La misma en la que su hermano y él habían nacido. La misma que había
comprado en cuanto se enteró de que estaba en venta. La casa que fue su hogar,
el único que había conocido. El único dónde se sintió él mismo, aunque fuese
por poco tiempo. Y trabajar en ella le daba una paz que nunca creyó posible
sentir. Y comprendió enseguida porqué, aquel extraño hombre, amaba trabajar con
sus propias manos. Era por ésa paz; el sosiego, el reposo de las mentes
atribuladas.
—Para
eso están los amigos, ¿no? —repuso Emu con una vaga media sonrisa.
Y
recordó el día en el que el pelirrojo había dicho que jamás usaba esa palabra a
la ligera, y escucharla sabiendo que iba dirigida a él le hizo sentir
estúpidamente orgulloso. De una forma en que sólo un niño puede estarlo. Y esa
sensación le hizo recordar también la gran diferencia entre ambos. El abismo
que los separaba pero que, de alguna insólita manera, habían llegado a cruzar
quedando en un punto intermedio. No era una amistad de largas conversaciones, o
de grandes gestos. Sin embargo, era la suya una amistad que podía sentir en el
corazón, haciéndose fuerte con cada uno de los silencios que los dos
compartían.
Mientras
trabajaban en la casa, mientras jugaban al ajedrez. Mientras el tiempo pasaba
sin más.
—Si
cierro los ojos —dijo respirando hondo, inhalando el aroma de los campos recién
segados—, este olor me trae de vuelta, de una forma mucho más profunda y real
que cualquier otra cosa.
—Tienen
esa cualidad, los olores. Mucho más acentuada que las propias imágenes —asintió
Emu con aprobación.
Hacía
rato que se había terminado la cerveza, y tenía las manos sobre la tierra, como
escuchando algo que sólo él era capaz de oír.
Siempre
escuchando.