Capítulo 11




Viktor




         El cazador no había muerto y Viridiel había escapado. No solo habían fallado sino que, casi con toda seguridad, los habían vuelto a reunir. Los conocía. Oh, sí, los conocía bien. Estarían juntos, puesto que sus caminos parecían transcurrir unidos, como imanes dispuestos a no separarse jamás.
         A pesar de todo.

         Los engranajes sobre los que había cimentado su mecanismo necesitaban de la ausencia total de su hermano para girar. Su hermano; El Serafín, la mano derecha de Miguel. Malditos fuesen mil veces.
         Cogió con ambas manos la cabeza del muchacho, que lo miraba con devoción ajeno a sus pensamientos, y apretó. Apretó hasta escuchar el chasquido del hueso al quebrarse, y lo contempló mientras sus ojos dulces se abrían de par en par por la sorpresa. Lo empujó a un lado con desprecio y salió de la cama, echándose la túnica de seda por encima.
         Y malditos fuesen también los sumerios. Malditos una vez más. No se podía confiar en su palabra, pero eso era algo que él ya debería saber.

         Fue hasta la pila de mármol blanco donde reposaba la espada, cubierta por el tejido dorado. La tomó y contempló las runas de su filo. Todas las leyendas hablaban de aquella espada, pero ninguna se aproximaba demasiado a la realidad; la espada flamígera de Miguel, ni era flamígera ni era de Miguel. Miguel jamás empuñó una espada, ¿porqué hacerlo, si tienes a alguien que pueda blandirla por ti? Durante toda su vida se había sentido parte de su juego, el juego de los adultos. Un peón prescindible sobre el tablero, como todos los demás. Y sin embargo había sentido una afinidad real con Viridiel, su hermano. Su serafín. Se había aferrado a ese vínculo, tratando desesperadamente de no caer por el oscuro abismo que se abría ante todos ellos. Se aferró a él cuando su padre se marchó, abandonándolos. Se aferró a él aun cuando los Arcángeles hubieron desaparecido, dejándolos solos. ¿En qué momento le había fallado?  Su hermano se fue, como todos los demás. Tenía el poder para dirigirlos a todos, pero lo había rechazado, ocultándose tras una nube de opio en su casa de las montañas. No era tan distinto, al fin y al cabo. La oscuridad se había cernido sobre él. Sobre todos ellos, aunque muchos aún no lo supiesen.
         Contempló sus ojos en el reflejo de la hoja y no se reconoció. Su mirada glauca era cruel y fría, y su otrora larga melena rubia caía hoy tan sólo hasta la mitad de su pecho. La luz que su padre depositó en él con amor ya no estaba, se había extinguido hacía largos años. Ya no quedaba nada de los Tiempos Antiguos, ni de aquella Verdad. Nada de Su Palabra, salvo ecos en la soledad de la larga noche. Todos ellos eran, sin saberlo, exiliados en su propia tierra, perseguidos por las sombras de los recuerdos, añorando un pasado al que ni siquiera pertenecían. Porque nunca habían sido dueños de su destino. Él podía cambiarlo. Así lo había creído. Pero ahora sabía que se había equivocado.

         Le dio la espalda a aquella imagen. La imagen de un hombre muerto. Había cosas que era mejor no dejar en manos de otros... Ahora lo sabía. ¿Cuántas probabilidades tenían de volver a pillar por sorpresa a su hermano? Ninguna.
         Ninguna.
         Sus cartas estaban sobre la mesa, a la vista de todos. Era hora de pensar en cómo sobrevivir. Si los sumerios fallaban, era hora de pensar en el plan B: seguir con vida.
         Y malditos fuesen mil veces. Al infierno con todos ellos.