Herida de bala




       Volvió a mirar el reloj: tarde, jodidamente tarde. Corrió atravesando el parque hasta la boca del metro y bajó las escaleras de dos en dos, divisando al fondo los destellos de luces que producía la enorme máquina que pasaba en ese mismo instante. La noche anterior le había dejado el coche a Paul para que fuese a ver a su hermano, y ahora se veía obligada a utilizar el transporte público. Odiaba el transporte público. Sintió la vibración bajo los pies; todo estaba desierto allí abajo y nadie entró ni salió cuando la mole metálica se detuvo durante unos escasos instantes en los que volvió a hacerse el silencio. El silencio de los túneles subterráneos, roto por el característico zumbido eléctrico y, ocasionalmente, por el resoplar de las válvulas. Recorrió el laberinto de pasillos buscando su parada mientras las luces parpadeaban. No le gustaba caminar bajo tierra, especialmente por la noche. La quietud del ambiente, irrigada por el aire caliente y artificial, era angustiante. Como ese oscuro preludio de algo inevitable que la acosaba durante sus pesadillas, pensó. Se estremeció inconscientemente al recordarlas y apretó el brazo contra su cuerpo, sintiendo la familiar seguridad de la glock enfundada en su costado. 


* * *

       Seguía a la bestia a través de ambos planos; se movía deprisa y había cruzado tan abruptamente que sintió su presencia como un mazazo en la cara. Parecía buscar algo, o se hubiese detenido en el mismo instante en que lo olfateó a él. Percibía su urgencia bajo la piel, el acelerado latido de su corazón bombeando con fuerza, haciendo eco en la garganta. Los músculos de la mandíbula tensos, como los suyos; ambos expectantes, aunque por distintos motivos. Ambos persiguiendo a su presa.
       Los abaddon habitaban en los purgatorios, y únicamente emergían de allí cuando alguien -o algo- los convocaba. No había que subestimarlos, eran letales.
       Aquello era muy extraño. 

       Entraron en el parque y maldijo pensando en las consecuencias que tendría que el animal saliese de allí y se materializase en plena calle. 
       Corrieron.
       Trató de llamar su atención cuándo se acercó algo más, lanzándole uno de los estiletes y acertándole de lleno en el lomo. Sin embargo, lo único que consiguió fue que se girase exhalando un gruñido sordo y siguiese corriendo sin aminorar el ritmo. Él no era su objetivo, y la llamada de un vínculo tiraba de la bestia con fuerza. Pudo sentirlo durante un breve instante, a través  de aquellos ojos lechosos.
       Saltaron los setos y se aproximaron a la salida. Al llegar la bestia se detuvo un momento, desplegando las aletas nasales para intentar captar el olor. Aprovechó la pausa para hundirle el otro estilete en el cuello, y ella volvió a la carrera ignorándolo completamente: se dirigía directamente a la boca del metro. Bajó agradeciendo la hora tardía. No veía a nadie en el túnel, una buena noticia, ya que advertía en el abaddon la necesidad de cambiar de plano de un momento a otro. Lo cogió al internarse en otro pasillo, vislumbrando al fondo una silueta femenina que se perdió al doblar la esquina. Tuvo que apuñalarlo varias veces más para que se le encarase por fin.
       La enorme bestia proyectaba una sombra que jugaba en las paredes. Capturada entre la vida y la muerte, su cuerpo era blanco y rugoso, como si hubiese estado sumergido bajo el agua durante muchísimo tiempo. Sus ojos, blancos también y completamente ciegos, aunque no los necesitaba para nada, ya que se movía orientada por el fino olfato y el oído. Y aquellos ojos ciegos lo cegaban a él, impidiéndole ver nada a través de ellos. Tan solo la urgencia de la llamada imprimada en la vacua superficie, el lazo que lo vinculaba a su amo. Detestaba no saber qué estaba pasando más que cualquier otra cosa.
       Volvió a escuchar ese sonido ronco, proveniente del fondo de su pecho. Desplegó de nuevo las aletas nasales en busca de su olor y se abalanzó sobre él, materializándose por fin y enseñándole varias filas de oscuros dientes afilados como cuchillas. Afilados e impregnados de un veneno mortal.
 

* * *

       Miró, impaciente, una vez más el reloj, sabiendo que por más que repitiese el gesto el tiempo no iba a retroceder. Esperaba que su metro llegase mientras se preguntaba por qué no había obligado a Paul a pasar a recogerla por casa. Maldito irlandés. Escuchó extraños sonidos que emergían de uno de los pasillos. Las luces volvieron a parpadear y ella maldijo en voz baja. Juraría que eran gruñidos. Gruñidos y golpes. Quizás un perro o un animal grande... Apoyó la mano en el arma y tiró de la presilla para tenerla lista llegado el caso. Caminó despacio hasta el final del pasillo, iluminada por el destello estroboscópico, mientras el siniestro rumor crecía con cada paso que daba. Llegó a la intersección, y en ese instante todo cesó tras un sonoro estertor, acompañado de un gemido cavernoso que le puso el vello de la nuca de punta. Se hizo el silencio, sólo roto por el murmullo de una respiración agitada. Sacó la glock, dobló la esquina y apuntó.
       Se quedó helada. Completamente paralizada. En el suelo había una bestia enorme sobre un charco de sangre oscura. El olor a podredumbre era intenso, y las pesadillas de su infancia la asaltaron de golpe convirtiendo sus piernas en gelatina. Al lado de aquel animal había un hombre en cuclillas, exactamente igual que en la vieja habitación de sus padres. Él comenzó a levantarse lentamente, girándose hacia ella, y cuándo sus manos empezaron a moverse... disparó.

* * *

       Sintió la bala, que parecía arder dentro de él, dejando una estela de fuego a su paso. Lo atravesó por el costado derecho y se detuvo allí, casi rozando el pulmón. Nunca hubiese imaginado que quemase de ese modo… Detestaba las armas de fuego y, tras todos aquellos largos años, era la primera vez que le disparaban. Había percibido la presencia de la mujer antes de que irrumpiese, pero esto no se lo esperaba; que fuese armada, el impacto… lo había sorprendido pillándolo completamente desprevenido. Y si había algo que odiase más que las armas de fuego, eran las sorpresas. En lugar de incorporarse se puso de rodillas y levantó las manos.
       —No voy a hacerte daño —dijo tratando de tranquilizarla. 
       Escuchó sus pasos acercándose y lo cacheó con profesionalidad. Se detuvo unos segundos al sentir su ropa húmeda por la sangre -la suya y la del abaddon-, y apretó los dientes cuando palpó la herida sin miramientos. Pudo desarmarla y terminar con aquello pero no quería asustarla más, así que la dejó hacer hasta que ella volvió a alejarse unos pasos.
       —Date la vuelta despacio, mantén las manos en alto y no te levantes.
       Hizo lo que le pedía, quedando por fin cara a cara. Lo apuntaba al pecho sin titubear y pudo ver lo que escondía en su interior. El eco de un recuerdo había provocado que le disparase. Ella ya había visto un abaddon antes, siendo una niña. Un abaddon había destrozado a sus padres, y había ido acompañado de alguien. Alguien a quien encontró en cuclillas sobre los cadáveres, como a él ahora mismo. No había ni rastro de miedo en ella, simplemente estaba confusa. Durante muchos años, aquella imagen perdida en el tiempo había poblado sus pesadillas. Pesadillas; eso le había dicho todo el mundo. Pero, a pesar de que los recuerdos de su niñez se desdibujaban con el paso del tiempo y las imágenes dantescas que se sobreponían unas con otras, fruto de una impresionada mente infantil, ella sabía muy bien lo que había visto… Aunque que jamás había vuelto a ver nada parecido -y cabía decir que aquella mujer había visto muchas cosas desde entonces-.
       —No voy a hacerte daño. Míralo, está muerto. He venido a terminar con él, nada más.
       La mujer miró de reojo el bulto del suelo y pudo ver cómo su determinación se resquebrajaba y aparecía la duda.

* * *

       Su instinto le decía que él era sincero, y su instinto nunca le había fallado. El sonido del metro lo envolvió todo una vez más y la luz de la máquina iluminó la escena a su paso antes de detenerse. Sin bajar el arma asomó la cabeza y echó un vistazo: tres chavales bajaron y tomaron otro camino en dirección contraria. Sí, buenos chicos, pensó. Entró de nuevo y metió la glock en su funda, agachándose al lado de aquel tío, que bajaba las manos despacio.
       —Déjame ver la herida —él levantó la camiseta y pudo ver la piel cubierta de sangre y el orificio de entrada. La bala seguía allí. Vio de refilón una cicatriz espantosa que descendía por la cadera y quedaba oculta por el pantalón—. Te llevaré a un hospital...
       —Nada de hospitales —la atajó—. Tú puedes hacerlo, Rebecca, y sinceramente, a los dos nos irá bien ahorrarnos las preguntas que eso supondría.
       Se detuvo en seco; sabía su nombre, y parecía que no era eso lo único que sabía de ella...
       —¿Cómo...?
       —Vas a tener que sacarla, yo solo no voy a poder hacerlo —dijo con autoridad cortando de raíz la pregunta—. Después te contaré lo que quieras saber.
       La apartó con suavidad devolviendo la camiseta a su lugar y se puso en pie. Era alto, más de lo que le había parecido tras el primer vistazo. Extrajo del cuerpo de la bestia dos dagas jodidamente largas y vertió sobre ellas un pequeño vial que sacó de su bolsillo. Se movía con elegancia, como ejecutando algún tipo de ritual mientras ella lo observaba sin perder detalle. Toda su vida preguntándose qué era lo que había visto aquel día, y ahora lo tenía justo ante sus narices. El extraño hundió una de las dagas en el pecho de la cosa y se quedó petrificada al ver cómo la piel se iba cuarteando y agrietando, reseca, como si se estuviese convirtiendo en arena. Cuando él sacó el cuchillo, el tórax se hundió deshaciéndose completamente. Empezó a golpearla con el pie para eliminar cualquier resto de aquella forma desconocida, y ella lo ayudó comprendiendo que era mejor que nadie más lo viese. En menos de un minuto sólo quedaba un gran montón de polvo en el suelo. Lo vio hacer una mueca de dolor y se llevó la mano al costado.
       —Presiona fuerte sobre la herida. Te sacaré la bala, pero después me contarás lo que quiero saber —le dijo haciendo eco de sus propias palabras—. Hace siglos que no cojo un bisturí, te advierto que esto podría ser una auténtica chapuza...
       Intentó recordar si había sacado el maletín del coche la noche anterior. Normalmente lo hacía, pero no estaba segura. Si no estaba en casa no tendría con qué trabajar.
       —No importa, así hará juego con las demás —contestó lacónico encogiéndose de hombros.
       Después de haber visto la herida se preguntaba como seguía en pie. Podía decirse a sí misma que no había tratado de matarlo, pero no lo tenía muy claro… Esperó no tener que arrastrarlo hasta su casa. Ya era demasiado malo llevarlo allí, joder... Aunque él tenía razón con lo del hospital. Y tenía preguntas. Muchas. No pensaba dejarlo marchar sin obtener sus repuestas. 

       Agradeció salir de los túneles y respirar de nuevo aire fresco, y también que el tipo fuese vestido de negro para disimular la sangre. Lo observó con más atención: vestido de negro de la cabeza a los pies, la ropa amplia, de corte asimétrico y extraño, y unos pantalones de tipo militar con las botas a juego. Todo gastado, como recién sacado de un túnel del tiempo. Llevaba al cuello un pañuelo enorme con el que probablemente se cubriría la cabeza, utilizándolo como un embozo que nada tenía de improvisado. El pelo le caía sin orden aparente, corto por arriba y largo por detrás, como si él mismo hubiese empuñado las tijeras eliminando todo lo que sobraba y podía dificultarle la visibilidad. Y ese extraño tatuaje bajo su ojo izquierdo... Era un símbolo que no identificó, pero que estaba segura que tenía un significado. Bajo la luz mortecina de las farolas parecía una parca, y ese pensamiento la hizo estremecerse. Él iba callado, concentrado en apretar y andar, mirándola de vez en cuando de reojo. Mientras cruzaban de nuevo el parque de camino a su casa sacó el móvil de su bolsillo y le dio a la rellamada. Paul contestó al segundo tono.
       —¿Dónde estás?
       —Escucha, no voy a ir, no me encuentro bien... creo que tengo algo de fiebre —mintió—. Mañana me pones al día.
       —Está bien —su voz sonaba algo sorprendida. Quizá porque en los siete años que hacía que se conocían, ella jamás había enfermado—. Cuídate, Becca, nos vemos mañana.
       Y colgó sin más. 

       Entro en el pequeño apartamento y tiró las llaves sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colgó descuidadamente en la silla. Todo estaba hecho un puto desastre, pero le daba exactamente igual. Lo primero que hizo fue comprobar si el dichoso maletín estaba en casa.
       Ella había estudiado medicina hace siglos y, aunque no era precisamente su labor principal, su trabajo la obligaba a desempeñar ese papel con más frecuencia de la que le hubiese gustado. Tras sacarse la carrera se había alistado en el ejército y había sido médico de campaña en Irak. Había visto de todo, pero siempre aguantaba bien la sangre. Más tarde también dejó aquello. Su vida parecía una sucesión de cosas dejadas a medias, hasta que conoció a Gavin, el hermano de Paul. 

       El maletín estaba dónde tenía que estar. Lo colocó en la mesilla, junto a la cama, y fue al baño a lavarse y a por toallas, extendiendo una más grande sobre la cama.
       —Bien, quítate la camiseta y túmbate.
       El obedeció. El líneas generales, estaba hecho un desastre. Excesivamente delgado, todo piel y huesos y cubierto de cicatrices aquí y allá producto, sin duda, de una vida ajetreada. Las que más le llamaron la atención fueron unas marcas -de lo que parecían garras- sobre el pecho... También llevaba tatuados los brazos y el otro pectoral. El mismo tipo de símbolos que el que le adornaba la cara. No eran puramente estéticos, estaba segura, parecían vibrar bajo su piel emitiendo algún tipo de energía que le resultaba vagamente familiar… La curiosidad la estaba matando y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no empezar a preguntar. Esperaba encontrar en él todas las respuestas que había estado buscando a lo largo de su vida… También esperaba no sacarle la bala para terminar metiéndole otra después.
       Preparó el material, que ya estaba esterilizado. Las pinzas, el bisturí, gasas, kit de sutura... enchufó al pequeño compresor el aparato de succión. Acercó el flexo y lo colocó sobre la cama, se puso los guantes, la mascarilla, y preparó un chute de etidocaína. Y agradeció que él hubiese estado callado todo ese tiempo.
       —Lo siento, esto no va a ser suficiente pero no tengo nada más —le dijo a modo de disculpa—. No hace falta que te diga que deberías procurar no moverte...
       Vio un amago de sonrisa en la comisura de sus labios. También allí había una cicatriz, que lejos de afearle el rostro le daba carácter. Aunque lo más llamativo eran sus ojos, de un gris profundo que, como la llama de una vela, parecía oscilar... Era atractivo, decidió. De una forma dura, como una gema sin tallar. Quizá más por aquella expresión de niño travieso algo atormentado que por todo lo demás. 
       Limpió y desinfectó la herida sin miramientos, y tan solo se contrajo un instante. Sospechó que no tenía que ver con el miedo al dolor, o con el dolor en sí mismo, sino más bien con el contacto directo de sus manos sobre la piel, que parecía incomodarlo. Tras terminar le inyectó la anestesia local; aquello iba a dolerle como el infierno.

       Una hora más tarde la bala estaba sobre el montón de gasas sucias. La hija de puta se había resistido. Había atravesado las costillas astillándolas, y no había entrado en el pulmón de milagro. El estado de aquel tipo era bastante bueno, dadas las circunstancias, y había visto algo extraño mientras trabajaba: la hemorragia se había detenido. Cuándo comenzó a urgar en la herida, ésta parecía haberse cauterizado por sí misma... Algo que había observado en su propio cuerpo, y uno de los motivos por los que escogió medicina frente a todo lo demás; quería comprender aquellas diferencias.
       Preguntas y más preguntas. 
       Estaba realmente fascinada. Él había aguantado estoicamente sin mover un sólo músculo ni protestar. Lo único que indicaba que no se había quedado dormido, era la tensión en sus mandíbulas y la fina capa de sudor que le cubría la frente y el pecho. Había permanecido con el brazo levantado, agarrado al cabecero de la cama, con los ojos cerrados, respirando lentamente, como concentrándose en no sentir nada.
       Cubrió la herida con una gasa limpia y suspiró. Retiró el flexo y las gasas sucias y metió el compresor bajo la cama. Cuándo levantó la mirada aquellos ojos grises estaban fijos en ella. Empezó a pensar por dónde empezar. Había tantas cosas que se agolpaban en su mente, que todas luchaban por salir al mismo tiempo.
       Él se incorporó despacio, sin dejar de mirarla, la sujetó de las muñecas y se sobresaltó por lo inesperado del gesto. Le dio la impresión de que no podría apartarse de aquellos turbulentos ojos grises aunque lo hubiese intentado con todas sus fuerzas. Se preguntó si la había cagado. Si iba a ser así como terminase todo... Y cuándo él se inclinó hacia delante, dejando su cara a escasos centímetros de la suya, rompió todos sus esquemas besándola en la boca. Y se sorprendió aún más cuando ella misma lo aceptó sin reservas y separó los labios para él. Y ni aún durante aquel cálido contacto pudo apartar los ojos de los suyos, hasta que dejo de hacerse preguntas, y nada le importó ya. 

* * *

       Había estado pensando durante aquella hora eterna qué haría a continuación. No podía contestar a sus preguntas. Simplemente no podía. Hacerlo sólo implicaría involucrarla más y más... Más dudas, más preguntas, más interrogantes sin resolver. Había visto en aquellos ojos la obsesión por comprender. Y esa obsesión la llevaría al desastre, casi con total seguridad. Había visto muchas cosas... Aquel encuentro con el abaddon de su infancia, y el hombre misterioso a quien no podía poner cara, puesto que ella no se la llegó a ver en ningún momento. Su paso por el orfanato de Nuestra Señora de la Piedad, y la gran ironía que escondía aquel lugar y aquel nombre. La carrera, el ejército, vacío interior bajo capas y capas de trabajo duro, sangre, y obsesión. La obsesión por su trabajo, que hacía que todo lo demás se quedase en nada. Reconoció en ella cosas que él mismo tenía. Esa firme determinación, el ansia, la caza. Era como un sabueso detrás de una presa, sin soltar ni aflojar. Sin rendirse jamás. 
       También había algo distinto en la mujer que no podía identificar. No era como los demás, pero aunque ella lo sospechaba no sabía de qué se trataba, así que él tampoco. Había cumplido ya los cuarenta, y parecía haberse quedado en los veintitantos, algo que le había ocasionado numerosos problemas a la hora de hacerse respetar... Numerosos problemas que había zanjado con los puños, con la satisfacción de cerrarles la boca a todos. Había muchas explicaciones para aquello. Todo un abanico de posibilidades. Y luego estaba el tema del abaddon. Estaba casi seguro de que la buscaba a ella. No había nadie más allí y había ido directo. No podía comprender por qué, salvo que debía tener mucho que ver con aquella primera vez. ¿Dos encuentros? Demasiada coincidencia... Aún así, la bestia estaba muerta y, aunque él la pusiese sobre aviso, no había nada que la mujer pudiese hacer llegado el caso. Nada diferente a lo que haría, claro. Aquello era su problema. Él se dedicaba a mantenerlos fuera para que el velo no cayese. Se dedicaba a mantener la ilusión de que todo era normal. Y Rebecca había cruzado esa línea hacía mucho tiempo. El día a día de lo que se cocinaba aquí ya era suficiente, como para añadirle los ingredientes externos. Él se encargaría de las criaturas. Él o sus hermanos. La mantendría al margen mientras fuese posible, evitando que se hundiese aún más en ese pozo negro que era su mundo. Pero no lo haría con gusto. Aborreció tomar aquella decisión, aunque no se echó atrás.
       Se levantó de la cama y la tomó de las muñecas acercándola a él. Atrapándola con la mirada para que no pudiese resistirse, levantando las barreras en torno a sus recuerdos recientes. Ella lo presintió al momento y pensó que quería matarla. Aún así... no tenía miedo. Sólo había cierto fastidio por dejar que su confianza la hubiese traicionado y fuese apartada de todo. Y se acercó aún más a ella detestándose, porque era él el que la había traicionado, en cierto modo. Era él el que la había manipulado para que lo ayudase prometiéndole algo que sabía que no iba a darle. Y se acercó aún más a ella...
       Y la besó.
       Lo hizo porque sabía que no sería rechazado. Y se sintió miserable, por lo que estaba haciendo y por desear aquel breve contacto.
       —Lo siento, Rebecca... perdóname —susurró contra sus labios.


* * *


       Despertó sin saber qué hora era. Tenía un espantoso dolor de cabeza, y se sorprendió al verse tumbada sobre la cama completamente vestida y tapada con la manta del sillón. No recordaba nada. Ni siquiera como había llegado hasta casa. Sólo la conversación telefónica con Paul. La fiebre. Había tenido fiebre, de eso estaba segura. Y sueños extraños. Probablemente debido a eso. Una pesadilla, algo en lo que hacía tiempo que no pensaba... Esa bestia se había arrastrado a la superficie desde el interior de su subconsciente. Sólo imágenes sueltas, difusas... Y algo más... algo que se le escapaba. Era la primera vez que tenía fiebre en su vida. Curioso.
       El móvil sonó desde alguna parte. Lo buscó, encontrándolo sobre la encimera de la cocina. Paul. Tenía tres llamadas perdidas. Descolgó.
       —Hola bella durmiente, ¿cómo estás?
       —Jodida —respondió con voz rasposa.
       —Bien, pues mueve el culo, tenemos trabajo —parecía divertirse habiéndola despertado y espoleándola de ese modo—. Estoy de camino, llego en veinte minutos.
       —¿Dónde vamos?
       —Te lo cuento después, procura estar lista —y colgó.
       Ella no había tenido hermanos, en cambio... tenía a Paul: el maldito irlandés errante.

       Miró el reloj: Dios, las tres de la tarde...
       Se dio una ducha rápida y se vistió con ropa cómoda. Pensó en comer algo, pero lo que había en su nevera hacía días que había dejado de ser comestible... Repasó el apartamento; nada parecía fuera de lugar, sin embargo todas sus alarmas mentales estaban disparadas. Comprobó la glock y, por más que lo intentó, no consiguió recordar que diablos había pasado con la bala que faltaba. No sabía si había dejado la python en la guantera y se maldijo por estúpida. No era la primera vez que le habían robado el coche, y perderla era algo para lo que no estaba preparada. Buscó el maletín y repuso lo que faltaba. Tampoco recordó haber usado todo aquello. Metió el cuchillo sin empuñadura en la funda interior de la caña de la bota. Lista.
       Bajó, y al momento vio su viejo mustang del 65 doblar la esquina y detenerse frente a ella.
       —Estás horrible —dijo Paul sin preámbulos, asomando la cabeza por la ventanilla.
       —Gracias, es como me siento.
       Dio la vuelta al coche para guardar el maletín en el maletero, y comprobó que todas sus cosas estaban allí. Después se sentó en el asiento del copiloto, se abrochó el cinturón, y el irlandés se puso en marcha. Se recogió el pelo en una coleta alta y abrió la guantera. Sí, ahí estaba la niña de sus ojos...
       —¿Cómo está Gavin? —lo vio arrugar la frente con fastidio. Gavin era algo mayor que él, y la relación entre ellos era... complicada. Paul llevaba limpio siete años, y no soportaba tener a su hermano encima todo el día desconfiando.
       —Está genial, ya sabes.
       Enseguida pilló la indirecta. Hoy no estaba receptivo con ese tema. Los tres tenían muchas cosas en común, como una infancia de mierda y la muerte violenta y prematura de sus padres. En el caso de Paul, también había sido testigo de todo. Su abuelo lo metió en un armario antes de que unos paletos con la cara cubierta llegasen a su casa y los pusiesen a los tres de rodillas para meterles una bala en la cabeza por simpatizar con los republicanos. Su padre, su madre, y el viejo. Y así fue como terminó en el IRA, tras todo tipo de asuntos turbios. Y después de eso... Bueno, después de eso todo lo demás. Hasta que Gavin lo sacó de Belfast y le dio otra oportunidad. Otra oportunidad para redimirse y perdonarse a sí mismo. Y ninguna de las dos cosas eran fáciles de conseguir...
       —¿Qué tenemos? —preguntó cambiando de tema. Paul la miró de reojo, sin perder de vista el asfalto.
       —Tenemos de todo. Los demás han salido ya con la furgoneta. He pensado que nos iría bien llevarnos también el coche, pasa más desapercibido.
       Estaba claro. La furgoneta era enorme, útil para transportar el equipo, pero fácilmente reconocible en puebluchos de mala muerte. Se veía a la legua dónde la habían aparcado, haciéndola totalmente inservible para una vigilancia. Aunque la verdad era que a Paul no le hacía gracia echarle kilómetros encerrado allí con los demás. Trabajaba bien en equipo, pero en la carretera siempre estaban ellos dos. Todo era mucho menos claustrofóbico para él. Para ambos. Ella no era una persona que disfrutase de la compañía de nadie que no fuese el irlandés.
       —¿A dónde vamos?
       —Clermont, Indiana.
       Genial, se sentía como si no hubiese dormido en toda la noche y tenían que cruzar tres estados. Las cosas sólo podían ir a mejor.
       —¿Y qué hay en Clermont, Indiana?
       —Diremos más bien qué es lo que no hay. Ha desaparecido un barrio residencial —él miraba distraídamente por el retrovisor mientras hablaba, concentrado en sacarlos de la ciudad.
       —¿Qué quieres decir?
       —Quiero decir exactamente lo que he dicho. Todo un barrio. Esto va a ser interesante... Duerme un rato, pareces agotada.
       Paul tenía los ojos azules e inteligentes y el pelo, ondulado y rebelde. De ese color castaño claro, con algunos reflejos caobas que aparecían a la luz del sol y delataban sus raíces irlandesas. Cuando lo miró más detenidamente le pareció cansado, y mucho mayor que hace un par de noches. Quiso revolverle el cabello a pesar de que él detestaba que lo hiciese, pero se contuvo.
       —Tú también pareces agotado —le dijo en cambio.
       —He pasado la noche en la casa, no he pegado ojo.
       La casa era la mansión de Julian, el lugar donde solían reunirse para hablar de los trabajos. Julian, el viejo Ojo de Águila... Era aquella una historia para otro momento. Una historia enmarcada por unos ojos glaucos que te traspasaban hasta el alma, y quizá un poco más allá...
       —Duerme un rato y después conduces tú. Tenemos varias horas por delante.
       Bajó la mirada al revólver, que descansaba en su regazo acunado como un bebé. Era una reliquia que Paul le había regalado dejándose una pequeña fortuna en la tienda de antigüedades de su hermano. Lo había modificado completamente para ella, haciendo su magia, sustituyendo algunas piezas y limpiando a conciencia. A Paul se le daban bien ese tipo de cosas... Solo lo había usado una vez, y cuando la bala entró por el ojo de aquel tipo, le había dejado un agujero del tamaño de una pelota de tenis por el que se veía el otro lado. Joder, aquella preciosidad era muy eficaz. Le gustaba llevarlo encima, aunque se resistía a utilizarlo. Le traía suerte. Acarició el grabado del cañón. "Y así aprendí a amar al señor", decía. Una frase que implicaba muchísimas cosas. Cosas que sólo él conocía. Y lo había plasmado todo en aquellas simples palabras.
       Paul y su puta elocuencia.
       Colocó el arma en su funda y la ciñó en el costado derecho, dejando la glock en el izquierdo para tener mejor acceso. Dobló la chaqueta y la pegó al cristal de la ventanilla para estar algo más cómoda y tratar de dormir un poco. Necesitarían estar despejados cuando llegasen.