La primera vez que sintió su presencia fue en la zona
boscosa en la que acostumbraba a acampar tras una cacería. Estaba sentado
limpiándose algunos rasguños, cuándo la detecto. Suave, como un suspiro,
cruzando entre los planos, deslizándose con elegancia hasta situarse cerca de
dónde él se encontraba. Muy cerca. Se movió con cautela esperando verla.
Pensaba que era él el que la acechaba, pero no se dio cuenta de la
realidad hasta que fue demasiado tarde.
La picazón de las runas de su brazo fue el único indicativo de que algo no iba
bien. La sombra negra salió de la espesura de frente, materializándose ante sus
ojos enorme e imponente. Pillándolo por sorpresa. La había sentido pero no la
había visto, y había estado ante sus ojos todo el tiempo.
Rápida, se lanzó a por él, las fauces
abiertas, todo garra y músculo, y ganas de matar. Un depredador perfecto, igual
que él mismo. Tuvo el tiempo justo de hacerse a un lado y rodar. El tiempo
justo de apartar el cuello de dónde, un segundo después, se cerraron sus
mandíbulas. Se puso en pié de nuevo y se miraron; ojos grises frente a ojos
grises, ambos como una tormenta a punto de descargar. Giraron en un gesto de
reconocimiento, despacio. Dándose tiempo para medirse, mientras ella soplaba
ansiosa y él intentaba escuchar el silencio de sus pasos sobre las hojas.
Aquel día tuvo que emplearse a fondo. La
bestia era una máquina perfectamente engrasada, lista para jugar. Tras varias
caricias dejaron de tomarse el pulso y pasaron a algo más serio. Aguantó
mientras cargaba las runas una y otra vez, evitándola de cerca como pudo, hasta
que la explosión de vacío que provocó la dejó aturdida a sus pies. Jadeaba y
gruñía, y se acercó a ella con el estilete en la mano dispuesto a rematarla. Pero
no pudo hacerlo. Se quedó frente a ella, observando cómo el poderoso pecho
subía y bajaba. Negra como la noche, los ojos cerrados, todo garra y músculo. Y
sin ganas de rendirse. Y las dos rendijas se abrieron de nuevo y le miraron. Y
no se levantó inmediatamente, aunque pudo haberlo hecho. Esperó. Le esperó a
él. A ver que hacía a continuación. Y no hizo nada, salvo seguir observando,
hipnotizado. Muriéndose por acariciarla, por sentir esos músculos bajo su mano.
Y el animal se puso en pie y le dio la espalda, y como había llegado se fue,
desapareciendo ante sus ojos. Al momento dejó de sentirla del todo, y supo que
se había ido.
Poco tiempo después volvió allí, ya en su
busca, esperando encontrarla. Y la encontró. La encontró de nuevo. O de nuevo,
ella lo encontró a él. Y bailaron una
vez más la danza que ya conocían. Y a él le sorprendió la inteligencia del
animal, recordando cada hueco, y cada punto débil. Hasta que agotados ambos,
redujeron el ritmo. Y se miraron, y se reconocieron; ojos grises frente a ojos
grises, ambos como una tormenta a punto de descargar. Apretó el estilete en su
mano hasta que le dolió, esperando el momento adecuado. Y llegó. Llegó para
ella. Y él se encontró tendido, la espalda contra el suelo, con doscientos
kilos de garra y músculo sobre el pecho y varias costillas rotas. Intentando retener
el aire que se le escapaba. Le apoyó ella la zarpa en el pecho, clavándole allí
las garras, cortándole la carne. Y descubrió que ya no tenía el arma en la mano;
había salido despedida con la embestida y descansaba lejos, fuera de su alcance.
Demasiado lejos como para pensar en recuperarla. Y cuando el hocico descendió
colocándose frente a su cara, respirando él su aliento caliente y húmedo,
soplando y gruñendo ella en señal de advertencia, con los ojos tan cerca de los
suyos que creyó que miraba en un espejo, pensó que había llegado su hora. La
sangre le resbalaba por el pecho, pero estaba tranquilo, casi anhelante. Era
una buena forma de morir, mejor de lo que hubiese esperado, se dijo. Y sonrío
relajado, sin desafío ni reto. Y el animal rugió con fuerza y saltó a un lado
liberándolo de su abrazo. Rodó hasta quedar de pie de nuevo, sorprendido. Y
ella rugió una vez más. Y una vez más, le dio la espalda y desapareció, dejando
claro que habían quedado en tablas en cuanto a perdonarse la vida. Se tocó el
pecho pegajoso de sangre y tierra. Tendría un buen recuerdo.
La
tercera vez que se encontraron fue mientras cazaba. Algunos de los suyos tenían
el don de crear vida, y a veces se les iba de las manos. Había cosas que
quedaban sueltas por ahí, y eran un problema. En esta ocasión los dos lucharon
en el mismo bando, y pudo ver de cerca lo que sucedía cuando ella dejaba de
jugar. Se forjó una relación basada en el respeto mutuo y, fue entonces, al
tratar de conectar con el animal de la misma forma en que lo hiciese en tiempos
con sus hermanos, que se dio cuenta. Las ideas no eran claras, pero ahí
estaban. Podía comprender lo que pensaba, aunque estar en la mente de una
bestia no fuese sencillo. La comprendía, y ella lo comprendía a él. Y se dio
cuenta de que lo que veía no era otra cosa que su propio reflejo, creado en
algún momento por él mismo sin saberlo siquiera; letal y ágil, como él. Y también
compasivo y honorable. Pelo negro y ojos grises y profundos, como de quien ha
vivido demasiado. Y se acercó más pese a que ella era reacia aún a su
presencia, e hizo lo que desde el primer día se moría por hacer; pasó la mano
por el lomo del animal, y era tan suave como parecía. Temblaba excitada por el
contacto, pero no lo rechazó. Se dejó acariciar, nerviosa, sin entregarse del
todo. Y supo en ese momento que era suya, tanto como él lo era de ella. Su
majestuosa pantera negra. Y la revelación lo dejó estupefacto. Ella se giró y
desapareció una vez más dejándolo a solas, contemplando el lugar dónde se
encontraba hasta hacía solo unos segundos. Y sonrío.
Y la llamó Summon.