Tregua
No
había dejado de llover en tres días. La tormenta se había desatado con fuerza,
obligándolos a retirar los cuerpos con rapidez para que el agua que bajó por el
cauce, dónde habían combatido, no los arrastrase. Siempre era así, siempre
llovía después. Era como un vano intento por limpiar la mancha de lo que habían
hecho. Como si su Padre los viese y
llorase, allá dónde estuviese. O simplemente la naturaleza se veía influida,
hasta ese punto, por el ánimo general.
Los
funerales serían por la noche, ese mismo día. Les darían sepultura en la
tierra, como dictaban sus costumbres. Reposarían por fin en las oscuras fosas
tras esos tres días, tras haber cumplido con todos los ritos funerarios. Cada
cual se encargaba de sus muertos, lavando sus cuerpos, cosiendo sus heridas
–que ya no se cerrarían por sí solas–, ungiéndolos con los aceites y cubriéndolos
con los blancos linos para velarlos hasta concluir, envueltos por el humo y el
aroma dulzón de los inciensos. Recitarían las palabras, justo a media noche,
seguidas de las canciones fúnebres. Todos cantarían, como cuando dio comienzo
la Creación, para despedirse de sus hermanos. Para recordarlos. Todos menos él.
Emu nunca cantaba en los sepelios. Nunca. Y por último, regresarían a la tierra
por la que habían sangrado y dado sus vidas, sepultados mirando al norte,
perdidos en el mar de tumbas sin nombre.
Khara
reposaría allí, en una de ellas, rodeada de aquellos que la habían despreciado.
Estaba más que seguro de que esa idea destrozaba a su hermano, que hubiese
preferido llevársela lejos y hacer las cosas a su manera.
No lo habían visto desde que todo terminase. No había vuelto a la casa que compartía con ella, ni estaba en ninguno de los lugares que solía visitar. No había velado su cuerpo, ni había participado en los rituales que rodeaban a la muerte. Viridiel había ocupado su lugar haciéndose cargo de todo en su ausencia. Por eso, cuando apareció momentos antes de sacar el cadáver, todos se sorprendieron al verlo.
Tenía
los ojos hundidos y su rostro era una máscara pétrea de dolor. Ni siquiera se
había molestado en cambiarse de ropa, aunque se había lavado para entrar. No
les dirigió ni una mirada, fue directo hacia el altar de mármol dónde
descansaba ella. La habían preparado sujetando sus armas, según sus
tradiciones. Él se las quitó con cuidado, cambiando los estiletes de la mujer
por sus hojas curvas. Después, había puesto su frente sobre la de ella, apretando
los labios y los puños hasta que se volvieron blancos.
No
la besó, ni le dijo palabra alguna.
Todos
se sintieron de más, pero no se abandona un velatorio hasta que éste concluye. Salió
de allí pocos minutos después, tal y como había entrado, con paso firme y
decidido, sin mirar a sus hermanos a la cara. Yeialel trató de ir tras él,
pero Vörj se lo impidió sujetándolo del brazo.
—No.
Necesita estar a solas.
Yo
lo miró suplicante. No había cesado de llorar en el transcurso de aquellos tres
días, al igual que la lluvia no había cesado tampoco. Emu lo abrazó y él se
refugió en su pecho, aferrándose con fuerza, como si de una inexistente tabla
de salvación se tratase. Porque nada ni nadie podía ayudarle.
—Emu...
—Lo sé... —lo estrechó aún más como si eso fuese a aliviarle, porque era lo único que podía hacer.
—Lo sé... —lo estrechó aún más como si eso fuese a aliviarle, porque era lo único que podía hacer.
—A veces tengo
la sensación de que el mundo que conocemos se vuelve cada vez más frío y ajeno…
—susurró Yo con
la voz rota, haciendo eco de las primeras palabras que él pronunció el día en
que se conocieron. Palabras que aún resonaban a través de los límites del
tiempo, especialmente cada vez que enterraba a un hermano.
Yeialel
había sabido lo que iba a suceder. Lo había visto en su sueño. Supo que Khara
moriría. Arrastraba la oscuridad de su muerte como un fantasma arrastra sus
cadenas. Se culpaba por no haber dicho nada, por no haber hablado con ella
cuándo pudo hacerlo... Y nada de lo que él le había dicho lo hizo sentirse
mejor. La certeza absoluta no existe, y no había exactitud alguna en aquellos
sueños. Si hubiese hablado con la mujer podría haber tomado decisiones que la
hubiesen conducido a morir, quizá, de otra forma. Y entonces se culparía por haberla
advertido. Además... ella había expresado en muchas ocasiones su deseo de no
conocer nada respecto a su don de la visión. Ni sobre ella, ni sobre los demás.
El camino de Yeialel siempre estaba lleno de sufrimiento. Siempre en la duda,
decidiendo o interpretando. Barajando multitud de alternativas. Y al final, el
destino de todos parecía estar sellado. Era un absurdo culparse por lo que
decía y por lo que callaba. Cuando la muerte te busca, es muy posible que
termine encontrándote.
Vieron
de nuevo a Ash a lo lejos, durante el sepelio. No se acercó. Simplemente
permaneció allí, de pie, escuchando la desgarradora voz de su hermano una vez
más. La última vez que Viridiel cantó fue mientras el fuego devoraba los
cuerpos de su mujer e hijo, hacía tan solo diecisiete años. Y ahora todo se
repetía de nuevo... Salvo que ninguno sabía bien cómo comportarse con él. Ni
siquiera Vörj, que sufría un auténtico calvario al no poder consolarlo en modo
alguno. Arikel no exteriorizaba el dolor de la misma forma. No se refugiaba en
ellos. No lloraba. Lo estaba guardando todo dentro y no podían evitar
preguntarse por dónde terminaría saliendo.
Y
así la sepultaron, a medianoche, con el olor dulzón de los óleos y los
inciensos. Con todas las honras propias de un hermano. Y a pesar de su relación
poco amistosa, Elariel la lloró también. Y lo hizo de corazón. Por él mismo y
también por Arikel, que no fue capaz.
* * *
Se reunieron, tras el mes de luto por todos los caídos, para tratar los asuntos importantes que habían dejado en el aire. Se pactó una tregua entre ambas partes dónde se acordó no inmiscuirse en los asuntos humanos; respetarían el libre albedrío que les dio su Padre, puesto que esa fue su última voluntad antes de irse. Y nadie habló de castigos, puesto que lo que habían hecho permanecía en las mentes de todos ellos y era ya castigo suficiente. Tardarían mucho tiempo en hacer a un lado la vergüenza. Se había llegado a la conclusión de que lo mejor era formar un consejo superior dónde limar las asperezas antes de que se les fuese de las manos. Emu estaba seguro de que no tardarían en reunirse, porque siempre parecían tener asperezas que limar. Quería pensar que las cosas cambiarían, pero no se sentía optimista al respecto.
Se
encontró con Jeremiel cuándo se dirigía al estudio que Vörj ocupaba en el recinto
del consejo de su círculo.
—¿Has
ido a verle? —le preguntó incrédulo. Viridiel y su "mentalidad abierta" en relación a todo lo humano no eran
santo de su devoción.
—Así
es.
—¿Para
qué? —la incredulidad dio paso a la suspicacia...
—Quería
hablar con él personalmente —Jeremiel parecía molesto. Había que reconocer que
la tregua se había firmado prácticamente gracias a él y a su labia; a su
discurso grandilocuente y a su arrepentimiento público. Jeremiel tenía el don
de la palabra pero aquello era, sin lugar a dudas, lo más difícil que había
hecho en su vida… Porque a pesar de que no era el único de los serafines que
habían apoyado a Arael, era el que más a pecho se lo había tomado. Estaba
inmerso en su penitencia, y nada resultaba suficiente—. Está de un humor
terrible, por cierto.
—¿Qué
vas a hacer ahora? —ignoró el último comentario, puesto que conocía de sobras
el humor de su hermano en los últimos días.
—Ahora,
Elariel, expiaré mis pecados —respondió con sorna—. Me marcho, ya no tengo
derecho a decidir por nadie más. Viviré entre ellos lo que me reste de
vida, y espero que sea mucho, porque solo el Padre sabe lo que me repugnan.
Lo miró atónito cuándo dejó de hablar. Con "ellos" se refería a los humanos, por supuesto. Lo imaginaba intentándolo y no sabía si sentir lástima o diversión –ni si sentirlo por ellos o por él–. Aunque, por otro lado, la humanidad los cambiaba... De alguna forma hacía que entrasen en contacto con otro tipo de emociones, enterradas bajo eones de largas vidas. Vidas violentas, generalmente, poco acostumbradas a sentir algo ya que no fuese el deseo de aniquilarse a sí mismos o a los demás. Habían llegado a un punto, incluso, en el que algunos de ellos parecían haber carecido por completo de emoción alguna. Posiblemente, y dejando a un lado lo cómico de la situación, Jeremiel encontraría la experiencia enriquecedora en algún momento. Aunque le costase cien vidas llegar a esa conclusión, no era una mala idea.
Lo miró atónito cuándo dejó de hablar. Con "ellos" se refería a los humanos, por supuesto. Lo imaginaba intentándolo y no sabía si sentir lástima o diversión –ni si sentirlo por ellos o por él–. Aunque, por otro lado, la humanidad los cambiaba... De alguna forma hacía que entrasen en contacto con otro tipo de emociones, enterradas bajo eones de largas vidas. Vidas violentas, generalmente, poco acostumbradas a sentir algo ya que no fuese el deseo de aniquilarse a sí mismos o a los demás. Habían llegado a un punto, incluso, en el que algunos de ellos parecían haber carecido por completo de emoción alguna. Posiblemente, y dejando a un lado lo cómico de la situación, Jeremiel encontraría la experiencia enriquecedora en algún momento. Aunque le costase cien vidas llegar a esa conclusión, no era una mala idea.
Recordó
cuándo él mismo compartía aquella forma radical de ver las cosas. En la tienda
Jeremiel había tenido razón en algo: era cierto, había cambiado. Vörj se empeñó
en que conociese a su mujer humana, en que pasasen tiempo juntos. Su visión
sobre ellos había cambiado. Seguía detestándolos, igual que detestaba a su propia
especie porque, para él, seguían siendo idiotas que siempre desaprovecharían el
regalo que su Padre les había hecho. Pero ahora podía hacer excepciones, como las
hacía con su propia especie. Esa había sido la lección que Viridiel le había
mostrado; le había enseñado a pensar que no todo es blanco o negro, y también a
comprender y empatizar con los demás... Y cuando Eydís murió también la lloró a
ella, aunque no fuese de los suyos.
Miró
al hombre que tenía delante: sí, él también sería capaz de aprender, aunque le
costase más.
—Ve
en paz entonces, Jeremiel —le dijo antes de seguir su camino—. Y espero de
corazón que encuentres lo que buscas.
Él
agachó la cabeza a modo de saludo, con esa seguridad en los ojos de quien sabe
que aquella era la última vez. La última vez que se veían.
A
veces, echando la vista atrás, pensamos en qué hubiésemos dicho de saberlo.
Cómo nos hubiésemos despedido. Emu sentía esa certeza en cada poro de su piel,
pero no supo qué añadir. Las palabras se le escaparon una a una, dejándolo a
solas en la oscuridad del tiempo perdido.
Vörj estaba de espaldas cuándo entró, los hombros hundidos por la tensión y la cara entre las manos. No se giró al oír sus pasos ni cuando cerró la puerta tras él. La gran mesa de madera estaba partida en dos por una grieta profunda. Mal asunto, sí. Tal y como sospechaba… mal asunto.
—Se
ha ido —lo escuchó decir en voz baja. Y supo inmediatamente de quién estaba
hablando.
—¿Cómo
que se ha ido?
—Se
ha ido —repitió—. Ha escogido otro camino. El camino de la caza.
Se
le encogió el corazón. Sabía que Ash necesitaba tomarse un respiro, pero no
aprobaba aquella decisión. No en su estado actual. Los cazadores eran seres
solitarios, vigilaban las fronteras de ambos mundos asegurándose de que las
reglas se cumplían. Ninguno de los que se había ido había vuelto jamás. La
soledad tenía extrañas consecuencias para ellos; cuanto más tiempo pasaba,
menos necesitaban de los demás. Quedaban desvinculados de todo y de todos y lo
hacían voluntariamente. Arikel quería estar solo, pero le preocupaba que la
razón fuese el deseo de ir en busca de la muerte para seguirla a ella. Estaba
vacío, sin razones para vivir, con el peso de los años sobre los hombros. Y
eran muchos años los que llevaba encima...
No
supo qué decir. La relación que Vörj y Ash tenían era especial, distinta a la
que compartían con el resto. Mucho más profunda y compleja. Yo y él lamentarían
su marcha, muchísimo. Su ausencia era inconcebible. Pero para Vörj... esto
suponía un duro golpe del que tardaría en recuperarse.
Su
hermano se dio la vuelta por fin, sentándose en el sillón; observó la mano
hinchada y los nudillos descarnados que empezaban a cicatrizar lentamente. Estaba
rota, como él.
—¿Quieres
que le diga a Yo que pase a echarte un vistazo? —le preguntó señalando el
desastre.
—No.
Quiero que me duela, ya se curará.
Tomó
asiento moviendo otro de los sillones para estar más cerca.
—¿Cómo vas a llevar éste asunto?
—¿Cómo vas a llevar éste asunto?
—Si pudiese emborracharme hasta dejar de
verme los pies, te diría que es así como lo voy a llevar.
—Dado
que eso no es posible, al menos más de cinco minutos seguidos… ¿cómo vas a
llevar éste asunto?
—Beberé
mucho y muy deprisa —suspiró, dejando caer la cabeza sobre su mano sana y
cerrando los ojos.
—Así
no vamos a avanzar... —Emu se acercó más, apoyando la suya en su nuca,
apartando la cascada rubia que eran sus cabellos.
—Yo
también me marcho, Emu. Lo he estado pensando mientras ese idiota parloteaba
—dijo, refiriéndose a la visita de Jeremiel—. No tengo ganas de seguir aquí,
solucionando los problemas de todos.
La
decisión no le pilló por sorpresa, de algún modo la esperaba. Y tras aquellos
días taciturnos, le parecía la mejor opción para él.
—¿Y
esto? —le preguntó, haciendo un gesto que abarcaba la estancia.
—Viktor
es la mejor alternativa. Él estará dispuesto, claro, pero aún no se lo he
comentado —Vörj levantó la cabeza y lo miró, esperando a que pusiese alguna
objeción. Como no lo hizo, siguió hablando—. Cuando acepte... iré a ver al consejo
y renunciaré.
—¿Estás
seguro de que es eso lo que quieres, Viridiel? —dijo cogiéndole la mano herida y apretándola con
fuerza hasta que él dejó escapar un grito de dolor.
—Sólo
sé que no quiero saber nada —convino de mala gana devolviéndole el apretón.
—En
ese caso, hermano, tengo algunas ideas sobre lo que vamos a hacer.
—¿Vamos? — Vörj lo miró con interés desde sus dorados ojos de león.
—¿Vamos? — Vörj lo miró con interés desde sus dorados ojos de león.
—No
pensarás que te vas a ir solo, ¿verdad? —Emu levantó la mano cortando la
réplica de raíz—. Iremos a tu casa, contigo, Yeialel y yo. No has vuelto desde
que ella murió y está hecha un desastre... Ya no queda nada del hogar dónde
quisiste que alumbrase a tu hijo. Ahora tiene más de cuadra que de vivienda, he
estado allí y me mata verla así.
—Estar
allí sólo me trae malos recuerdos...
—No
todos son malos recuerdos, Vörj, y a veces recordar nos mantiene vivos. Y los
que ya no están pueden vivir también a través de nosotros de ese modo —le dijo,
palmeándole la espalda con afecto—. Trabajar allí te vendrá bien, lo sé.
—Me
siento perdido sin él... —la tristeza que encerraba aquellas palabras le hizo
un nudo en el estómago—. Me siento... débil.
—Necesitar
a los demás no nos debilita, nos hace más fuertes.
Las
cosas se iban a poner difíciles; ahora Vörj estaba furioso, con Ash y consigo
mismo, el peso de la ausencia aún no había hecho mella en él. Pero lo haría.
Muy pronto se daría cuenta de verdad de lo que significaba no volver a ver a su
hermano... Imaginó cómo se sentiría si perdiese a Yo y la sola idea bastó para
que la bilis le subiese a la garganta. Se alegró de estar ahí para él, de
nuevo. De poder devolverle, de algún modo, algo de lo que su hermano le había
dado durante todo ese tiempo.
Porque
sí, las cosas se iban a poner difíciles... Habría tregua para su pueblo, pero
para el serafín –para ellos– se
avecinaban tiempos oscuros.
* * *
Contempló su reflejo en el espejo: no reconocía a la persona que le devolvía la mirada tras él a pesar de que tenía su cara. Nunca había necesitado dormir demasiado, pero últimamente era lo único que hacía. Dormía con la esperanza de volver a verla y ella nunca lo defraudaba... Siempre tenía el mismo sueño; Khara le acariciaba el cabello mientras él cerraba los ojos y descansaba entre sus brazos. Descansaba de las imágenes que se imponían en su mente, de las mentes de los demás, de la guerra, del dolor –el ajeno y el propio–. Las manos de Khara en su pelo siempre conseguían que se olvidase de todo. Y cuando abría los ojos, solo veía amor en los suyos. Esa forma en que ella lo miraba, sin tratar de ocultarle nada, aceptando de buena gana el contacto de sus mentes. Después la lanza la atravesaba y ella moría otra vez. Aunque en sus sueños era él el que la sostenía. Y entonces despertaba y sólo quería volver a dormir para empezar de nuevo.
La
había pintado antes de irse, una y otra vez, desesperadamente. Como si, de
algún modo, aquello pudiese devolvérsela. Y había quemado todos los lienzos,
porque ella ya no estaba. Todos menos uno. La había pintado en los brazos de su
hermano momentos después de que se desplomase en el suelo. La había visto
caer... Y volvía a ver aquella imagen grabada a fuego en su mente cada vez que
cerraba los ojos.
Solo
había otra persona en el mundo que lo mirase de ese modo, y se había despedido
de los dos.
Se
miró en el espejo: no, no se reconocía en él. Era únicamente una sombra, y en
la sombra viviría. Le había costado un infierno romper el vínculo con sus
hermanos. Había sido doloroso, como una amputación. Pero, a fin de cuentas,
desvincularse era una amputación. Porque se sentía mutilado, como si le faltase
una parte de sí mismo. Ya no sentía los pulsos acompasados latiendo bajo el suyo.
Ahora estaba solo. Terriblemente solo y vacío. Para bien o para mal, había
tomado una decisión con la que viviría el resto de su vida.
Su Padre
los creó a todos unidos en un vínculo común. Tejió una intrincada red con sus
esencias, dónde siempre estuviesen en contacto los unos con los otros. A través
de esa unión percibía a sus hermanos, pero el vínculo también les otorgaba
poder, o la oportunidad de extraerlo de ese conjunto de energías. Él lo había
roto, había arrancado su hilo de la madeja rasgándolo, dejando parte de su
divinidad en el camino. Ya no sentía la presencia de los demás, ni podía
servirse de sus esencias. Por eso los cazadores se tatuaban las runas de poder
en su cuerpo, para tratar de remendar y sustituir la fuente principal de sus
vidas. Y se conseguía, en parte. Pero hay cosas que una vez rotas no tienen
arreglo… En su interior lo sabía, ese vacío sordo y hueco que resonaba en su
pecho, como el tañer de una campana fúnebre, se lo insinuaba.
La
piel bajo la tinta de los antebrazos y el pecho le escocía aún. Las runas
habían quedado perfectas. Sólo le quedaba una cosa por hacer... Extrajo el
estilete de su funda y se hizo un corte profundo en la palma de la mano. Ahora
sus heridas ya no se cerrarían sin dejar marcas. Ahora cicatrizaría. Y aquella
era la primera de muchas, la más importante. Era la que le recordaría que las
cosas habían cambiado y que nada volvería a ser como antes. Porque recordarlo
era importante… Podría aferrarse a eso cuando todo lo demás se diluyese con el
paso de los años; a ese momento que le haría regresar al punto de partida
cuando se desmoronase. Cuando se preguntase porqué necesitaba estar solo… Y terminó
agarrando un mechón de cabello y cortándolo desde abajo. Y siguió con el resto
hasta que no quedó ya nada más que cortar indicando así, desde ese instante,
que él también estaba muerto para los demás.
No
soportaba sentir sus manos en el pelo cuando estaba despierto porque eso le
hacía pensar que estaba a un paso de la locura, que el frío que sentía en su
interior se extendería devorándolo todo a su alrededor, hasta que ya no quedase
nada. Nada de lo que había sido. Porque cuando estaba despierto, el dolor lo
desgarraba por dentro como si le hubiesen arrancado el corazón del pecho y un
negro abismo se abría a sus pies. O quizá era tan solo una prolongación de esa
aridez que arraigaba en sus entrañas congelándolas. Hasta que llegase el día en
que el frío lo adormeciese del todo y dejase de sentir… Como una de esas extrañas
y silenciosas melodías que acompañan al ocaso de una civilización antes de que
desaparezca, convirtiéndose en un murmullo, en una sombra discordante del
pasado que nadie recuerda. Porque deseaba sentir sus manos en el pelo aunque
eso lo volviese loco. Porque estaba muerta. Muerta. Khara estaba muerta, y él
había enterrado una parte de sí mismo con ella. Una esencial; la que lo
mantenía conectado al mundo.
Y
ya nada importaba.