Vínculos
La nueva presencia la había pillado
totalmente desprevenida. La sentía a través del fuerte vínculo que la unía a
Emesh; el vínculo de los brazaletes. Palpitaba en un segundo plano, lejana como
la de Marduk. Suave como el roce de una pluma, latiendo delicadamente de forma
lineal y débil desde algún punto impreciso de la casa. Una presencia
desconocida para ella. Emesh había regresado, y no lo había hecho solo.
El sonido rítmico de los tacones contra el
suelo de madera conseguía de algún modo tranquilizarla. Caminaba por el largo pasillo
hasta llegar al extremo y daba la vuelta. Una y otra vez. Llevaba puesto uno de
los minúsculos vestidos que él había escogido. No era su estilo en absoluto,
pero eso no importaba. A fin de cuentas, vivía para cumplir su voluntad. Sospechaba
que Emesh elegía su ropa únicamente con el ánimo de de darle a entender quien
estaba al mando. Ella detestaba aquellos vestidos y por eso debía llevarlos.
Uno de sus pequeños pulsos de poder.
Había salido dejándola a solas con su
hermano tres semanas, y hoy… Hoy, aquello que había ido a hacer había dado sus
frutos. Durante un buen rato, y para su sorpresa, él había dejado caer las
barreras. Estaba lejos y pudo sentir con claridad su expectación y el ansia de
la lucha en su interior. Después, la adrenalina recorriéndole -recorriéndola-,
sorpresa, frustración, dolor, triunfo… Satisfacción. Y bajo todo eso una rabia
ciega que lo invadía. La sintió de una forma salvaje y visceral; la rabia de
verse sujeto a alguien; la rabia de tener que pagar por la libertad. Y ella
casi sintió lástima por el hombre que había llegado a la casa para tratar con
el sumerio, puesto que él no podía percibir aquellos sentimientos. Estaba casi
segura de que, de poder, hubiese salido corriendo para no regresar jamás. Miró
sus brazaletes con pesar. Sí, entendía bien esa rabia…
Ella lo conocía muy bien, probablemente era
la persona que mejor lo conocía después de su propio hermano. Es posible que se
escondiese de ella, pero lo conocía. Emesh le había prohibido mirarle a los
ojos para ocultarle lo que había realmente en su interior. No quería que le
tuviese miedo. Había vislumbrado algo de eso el primer día, antes de que la
hiciese suya. Suya en todos los sentidos… Fue leve y pasajero, como una sombra
que acechaba tras los párpados. Y eso bastó para que la oscuridad que vio en él
la acompañase durante todo éste tiempo. De haber podido ver la clase de hombre
que era, seguramente, hubiese perdido el juicio hace mucho.
Recorrió
el pasillo hasta el extremo de la escalera de caracol y se asomó a la
barandilla. Marduk estaba allí, observándola, y un escalofrío le recorrió el
cuerpo. Se lo veía enorme en contraste con los delicados muebles del salón; su
rostro pétreo y sus ojos hambrientos, como de costumbre. También él sentía a su
hermano, puesto que estaban unidos a sangre y fuego, y aún más allá, y estaba
colérico. No parecía disfrutar de la nueva unión… Su boca, siempre torcida en aquella mueca cruel,
estaba ahora tensa en un ictus de impaciencia. Sus oscuros ojos, llenos de
desprecio, se le clavaban a la carne como enormes anzuelos que la despedazaban.
Ahora ya sabía que aquella mirada iba mucho más allá de alguien en concreto -de
ella-. La dirigía a cualquiera que se atreviese a sostenérsela, incluido a su
hermano. Especialmente a su hermano. Marduk, inmenso y vacío, era como una bola
de demolición dispuesta a aplastar. Emesh, la cadena que la sujetaba. Y lo
cierto es que era una cadena firme y resistente, pero no irrompible... Se llevó
las manos al pecho cubriéndose. Se sentía desnuda siempre que él la observaba
de aquella forma invasiva. El enorme sumerio siempre parecía concentrado en
delinearla con la mente, la devoraba con la vista en cuanto sus caminos se
cruzaban. Y de poder escoger, hubiese escogido el desprecio por encima de
aquellas continuas muestras de interés. Nunca había pasado tanto tiempo a solas
con Marduk, quedarse con él la había llenado de una fría inquietud y
escasamente había salido de su habitación durante aquellas largas semanas. Largas
y silenciosas, puesto que Marduk jamás pronunciaba ni una sola palabra. Al
principio, cuando los conoció a ambos, había pensado que el gigante era mudo.
Pero enseguida comprendió que simplemente se trataba de que no tenía nada que
decir. Detestaba comunicarse, del mismo modo que parecía detestar todo lo
demás. Sus ojos seguían fijos en ella, inquisitivos, retándola a retirarse. Y
ella mantuvo el contacto el tiempo suficiente como para fingir que no estaba
asustada; fingir que no tenía la boca seca; fingir que las piernas no le
temblaban. Y se le daba bien eso de fingir, era otra de las cosas que llevaba
siglos haciendo. Irguió la espalda y regresó a su cuarto a esperar. Emesh iría
en su busca cuando todo hubiese terminado. Porque siempre lo hacía. Siempre
acudía a ella.
No llamó a la puerta, nunca lo hacía, simplemente
entró y cerró tras él. Estaba cubierto de sangre seca y una herida en el
vientre había comenzado a cicatrizar, quedando parcialmente cerrada. Eso
explicaba el dolor lacerante que había sentido hace unas horas. Se levantó de
la cama y se quedó de pie ante él, con la mirada fija en el suelo, esperando
algún indicio de cómo debía comportarse. Lo vio desnudarse de reojo, tirando
los pantalones de piel y el chaleco al suelo. La hizo girarse poniéndola de
espaldas y su tacto le pareció frío. La empujó hacia el dosel de la cama y la
obligó a sujetarse a él. Apoyó la frente en su espalda y respiró profundamente,
demorándose unos instantes. Sus manos le recorrieron el cuerpo sin delicadeza,
apretando, buscando, amasándole los huesos; con el oficio aprendido de la mano
que labra el deseo, sin culpa. Manos de halcón que la escudriñaban. La tocaba
hasta memorizarla por completo, como para tallarla nueva. Apretando, buscando,
amasándole los huesos... Hizo trizas el vestido dejándolo caer al suelo,
impúdico, como si se tratase de un animal a medio devorar por los insectos. Se
hundió en ella con furia, y deseó ver sus ojos negros como pozos de oscuridad
salpicada. Y quiso que él dijese su nombre como si significase algo, pero no lo
hizo. Como tampoco se sentía un monstruo.
* * *
Cuando
recuperó la consciencia una oleada de nauseas lo atravesó. Le costó unos
segundos, que se le hicieron eternos, ser capaz de abrir los ojos y centrarse
en lo que veía. Estaba tumbado en una cama en una habitación desconocida. No
había más muebles ni tampoco ventanas, tan solo un pequeño tragaluz que
iluminaba parcialmente el interior y un aseo. Un aseo estrecho en el que
escasamente cabría un niño. La única puerta estaba abierta y el aire olía a
madera y a rancio. Cuando sus ojos se adaptaron a las sombras, pudo ver el
complejo entramado de runas que cubrían las paredes y parte del suelo; rodeando
el marco de la puerta y llenando también el umbral. Cruzaban subiendo hasta el
tragaluz en intrincados dibujos, y volvían a descender como una cascada granate
hacia el dintel, atravesando la pequeña habitación a su paso. Todo cubierto por
delicadas y perfectas runas sangrientas: estaba bien jodido.
Pero
eso no fue lo que hizo que su estómago se encogiese, lo que lo retorció hasta
el paroxismo fue sentir bajo su piel la nueva presencia; el nuevo vínculo,
entrelazando y fragmentando las esencias de ambos, latiendo en sus venas con la
firme cadencia de una tormenta ensordecedora. Boqueó en busca del aire que se
le escapaba girándose con fuerza, cayendo de lado al suelo y golpeándose el
costado. El dolor lacerante facilitó a los recuerdos abrirse camino de una
forma desoladora: el desconocido, la lucha, la serpiente… Palpó en su hombro
las heridas circulares, diminutas y ligeramente inflamadas. Su camiseta había
desaparecido y el pantalón estaba sucio de restos de barro y sangre seca. Bajó
la vista hasta la fea herida en su vientre, cubierta por una gasa limpia que
retiró con cuidado. La habían lavado y cosido, y comenzaba a cicatrizar
lentamente antes de que la caída la maltratase de nuevo. Necesitaría mucho
descanso o a su hermano para cerrarla por completo, y le pareció que no iba a
tener ni lo uno ni lo otro. Nunca escuchaba, pensó con acritud. Yeialel había
tratado de avisarle, pero él nunca escuchaba…
Y
así estaban las cosas ahora.
Trató
de incorporarse, pero se sintió tan débil y mareado que dejó de intentarlo al
momento, cerrando los ojos de nuevo con fuerza. Quizá si los mantenía así el
tiempo suficiente todo pasaría, como una mala pesadilla. Resopló furioso; no
podía permitirse el lujo de engañarse. Tampoco podía hacer absolutamente nada
aparte de permanecer tumbado allí, como un perro apaleado. Se preguntó porqué
el sumerio no lo había matado ya, y recordó que éste conocía su nombre. Se
preguntó cuánto tardaría en conocer la respuesta a esa pregunta, y supo a
ciencia cierta que no le iba a gustar conocerla.
No
sabía cuánto tiempo había transcurrido así, paseándose en la semiinconsciencia.
Puede que minutos o puede que horas, no estaba seguro de nada. Había gastado
sus últimas fuerzas en subirse a la cama de nuevo. No podía relajarse y dormir,
pero tampoco podía espabilarse del todo, ni siquiera era capaz de pensar con
claridad. Fue en uno de esos duermevela cuando distinguió la nueva presencia
tan cerca de él que abrió los ojos de golpe, sobresaltado; él estaba en el
umbral de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa torcida bajo la
espesa barba. Había estado casi seguro de que era con el sumerio con quien
estaba vinculado. Lo sentía ancestral y atávico, como lo eran todos los suyos;
como lo seguirían siendo allá dónde estuviesen. No entró, puesto que de hacerlo,
hubiese estado tan atrapado como él mismo. Permaneció allí observándolo, hasta
que llegó a creer que se trataba de un sueño febril. Fue entonces cuando habló
y su voz, profunda como una caverna, lo llenó todo.
—Viridiel…
—arrastró su nombre con placer, como si de la misma forma pudiese arrastrarlo
también a él—. Vuestra mayor fortaleza es también vuestra mayor debilidad… Tu
padre era un experto en eso.
La
sonrisa torcida se amplió un poco más dejando al descubierto una hilera de
blancos dientes.
—¿Qué
coño quieres? —y la voz ronca que escuchó no se parecía en nada a la suya.
Se
incorporó un poco para poder verlo mejor, apretando los dientes a causa del
dolor. Puede que también a causa de otras cosas, como la tentadora idea de
hundirle aquellos dientes blancos en la boca de un puñetazo.
—En
realidad no es nada personal —dijo el sumerio alzando las manos—. O bueno, no
lo era hasta ahora… Disfruté enormemente de nuestro encuentro en los pantanos.
Su
mano regresó instintivamente a las diminutas heridas circulares del hombro y
frunció los labios.
—De
ser un encuentro entre tú y yo, tú no estarías en pie a ése lado de la puerta,
y yo no estaría aquí tumbado, en el otro. Pero eso ya lo sabes, y es
precisamente el detalle que ahora lo convierte en algo personal para ti.
El
sumerio se encogió de hombros en un gesto travieso.
—Hermanos
de sangre. Irónico, ¿no te parece?
Dejó
que un gruñido solitario se deslizase por su garganta al escuchar la palabra.
—¿Porqué?
¿porqué vincularnos?
Su
mente se movía de forma espesa y lenta, pero por más vueltas que le había dado
no alcanzaba a comprenderlo.
—La
sangre nos habla de una forma mucho más clara que las palabras —respondió el
desconocido—, sólo hay que saber escucharla. Y la tuya me llevará hasta tu
hermano.
El
frío se extendió por su interior. El frío que presagia un desastre. Ése frío
que precede a la muerte; el que seca la garganta y congela las entrañas.
—¿De
qué estás hablando?
—Sabes
de qué hablo. Eres el único que podría encontrarlo y ahora… yo también puedo. Marduk.
El
hombre se giró y le hizo un gesto a alguien que aguardaba tras él. Otro sumerio
enorme apareció llenando el hueco de la puerta, contemplándolo con un odio
visceral, apretando las mandíbulas hasta casi permitirle escuchar el roce de los
dientes en tensión. Era otra de las presencias que sentía a través de su nuevo
vínculo. Una presencia lejana, por suerte, puesto que el rencor que se
respiraba en aquel hombre lo hubiese golpeado con la misma brutalidad con la
que lo hubiesen golpeado sus puños.
—Éste
es Marduk, mi hermano, y también el tuyo ahora. Yo soy Emesh. Es justo que si
yo conozco tu nombre, sepas tú el mío. Aunque mi padre no le otorgó nada
especial. A veces, los nombres son solo nombres.
—¿Y
porqué querrían dos utukku encontrar a mi hermano? —le preguntó a Emesh,
pronunciando aquella palabra ajena con desagrado.
—La
pregunta que debes hacerte es para qué. Para qué dos utukku querrían encontrar
a tu hermano. Yo lo encontraré y Marduk lo despedazará —afirmó tajante su interlocutor,
dándole una palmada al gigante en el hombro. Éste se giró en su dirección para
mirarlo con el mismo desprecio que momentos antes le dispensaba a él y
retrocedió sin decir ni una palabra, perdiéndose de vista enseguida—. Lo despedazará
y te traerá sus restos para que los contemples una última vez, antes de unirte
a él en la muerte.
Sabía
de quien estaba hablando. De todos sus hermanos, sabía de sobras a quien se
refería. Era al único a quien, de querer dar con él, debería buscar: Arikel. La
angustia casi no le dejaba escuchar lo que el hombre decía, se sentía rígido
como un cadáver; un sentimiento muy adecuado, al parecer. Yeialel había tratado
de advertirle pero él nunca escuchaba. Y ahora su hermano estaba en peligro y
no podía hacer nada para ayudarlo.
—No
tardaré mucho en dar con él, porque nosotros no nos imponemos límites, ni dejamos
que otros nos los impongan —dijo el sumerio sin tratar de ocultar cierta
diversión.
Sabía
perfectamente a qué se refería, lo veía al mirar las paredes de su suite: magia
de sangre. A ellos les estaba prohibida y, de no estarlo, jamás la hubiesen
practicado. La magia de sangre era impredecible, peligrosa. Corrupta. Y es
posible que sus hermanos le hubiesen encontrado el gusto a matarse entre ellos,
pero nunca lo harían por esa clase de poder. Al menos eso esperaba. Todos sabían
lo que implicaba romper las reglas, lo habían aprendido muy bien en su día… El
simple hecho de pensar en ello hacía que se sintiese sucio y no pudo evitar que
una mueca de asco se manifestase, anunciada por la tirantez de sus labios.
—Al
final, siempre nos une la sangre —recitó Emesh adivinando sus pensamientos—. Procura
descansar, después te traerán algo de comer. Que vayas a morir no significa que
tenga que matarte de hambre.
Y
se marchó dejándolo a solas y conmocionado.