Dejar que el tiempo
pase sin más
A
veces la vida transcurre tan despacio que uno podría olvidar que está vivo.
Transcurre tan despacio que uno podría olvidarse de respirar.
Y
así habían sido los últimos años para ella; largos, lentos, idénticos unos de
otros, sin posibilidad de diferenciarlos en modo alguno. Sin absolutamente nada
que alterase ésa línea recta que era su vida. Ésa línea recta por la que estaba
obligada a caminar… Porque ya no recordaba cómo era no sentir el tirón de la
obediencia; cómo era hacer algo por decisión propia. Y quizá no lo recordaba
porque no había nada que recordar, puesto que su vida había concluido antes de
haber comenzado siquiera.
Observó los brazaletes de sus muñecas: estaban
forjados con un metal que no existía en éste mundo; plateados y salpicados de
inscripciones en una lengua perdida en el tiempo. Eran bonitos, podrían haber
pasado por una joya, pero la realidad es que estaban muy lejos de serlo. Eran
unos grilletes y nada en éste mundo -ni en el otro- podría romperlos jamás.
Se recordó a sí misma que las cosas podrían ser
peores. La verdad era que, teniendo en cuenta su pasado, no podía quejarse del
presente. No todos habían sido tan... considerados.
Bueno, no era esa la palabra que ella utilizaría para referirse a él, pero es
que tampoco existía una palabra que pudiese definir aquella relación.
Casi cien años… Habían pasado casi cien
años.
Y seguía encerrada en aquella casa.
Salvo que ésta vez estaba sola.
Sola con ellos…
Contempló con nostalgia los campos tras el
cristal de la ventana; él no le permitía salir de la casa y no había pisado el
exterior en todo ese tiempo. De su vida anterior, añoraba recorrer el
laberinto, añoraba la oscuridad que albergaba y a sus habitantes de piedra.
Después de todos esos largos años sentía su pérdida como la de un ser querido
puesto que, a su manera, el laberinto estaba vivo. Lleno de cruel
desesperación, al igual que ella. Por eso se había sentido como en casa
paseando entre sus paredes, entre los salvajes setos y la espesa maleza. Era
aquel el lugar dónde el dolor de su corazón iba más allá y se hacía tangible y
ella, de buena gana, hubiese soportado una paliza a cambio de salir fuera una
vez más y recorrerlo. Recorrer aquel tupido camino de angustia y pesar, de
desolación y miedo. Recorrerlo con los pies descalzos sobre el húmedo musgo que
nunca veía la luz del sol. Sí, pensó, hubiese
soportado la fusta con tal de salir fuera de aquella maldita casa… Lo hubiese
soportado a él, el peso de su cuerpo inflexible y la brutalidad con que la montaba,
como si de una de sus yeguas se tratase. Todo por huir de allí, por sentir el
aire fresco en la cara una vez más. Cualquier cosa era mejor que morir de
desidia encerrada para siempre.
Emesh no era violento, al menos no con
ella… Aunque tampoco importaba demasiado. Porque después de tanto tiempo siendo
una esclava, nada importaba ya demasiado. Existían, en cambio, otras muchas
formas de crueldad peores que la violencia, o a ella así se lo parecía. Hubiese soportado mucho mejor cualquier tipo de
castigo, incluso el encierro, si en algún momento le hubiese dado la impresión
de que ella significaba algo para el sumerio. Pero, por supuesto, ella no significaba
ni lo más mínimo, no significaba absolutamente nada. Porque uno no se interesa
por un objeto, simplemente lo posee. Y él no se interesaría jamás por nadie,
puesto que cualquier clase de sentimiento estaba fuera de su naturaleza. Eran,
los sentimientos, algo completamente ajeno a él. Se mostraba complaciente, si
ella lo complacía. Complaciente del único modo en el que podía serlo. Puede que
en ocasiones, si estaba de buen humor, se mostrase incluso amable. Pero a estas
alturas ya lo conocía lo suficiente como para saber que aquellos estados de
ánimo nada tenían que ver con ella; eran únicamente un eco, un reflejo volcado
sobre un receptor que bien podría haber sido cualquier otro. Porque uno no se
interesa por un objeto, simplemente lo posee. Y durante mucho tiempo Hylissa
había deseado que la poseyese. A pesar de la oscuridad de su corazón, lo había
deseado. Se había conformado con eso porque conformarse era sencillo; sumamente
fácil para alguien como ella. Porque las manos del sumerio eran cálidas, a
pesar del aterrador frío que anidaba en su interior. Cálidas de una forma que
no había conocido hasta entonces. Y su boca, pese a no estar hecha para besar,
le había enseñado que aún había cosas que tenían sentido. Y durante aquellos
breves momentos, le parecía imposible que aquella misma boca que la abrasaba de
placer pudiese ahogarla en esa desgarradora apatía. Sí, se había conformado, había
aceptado su destino por la fuerza de la costumbre. Pero ya no. Ya no… El tiempo
había pasado. Había pasado y sólo dejó cenizas.
Apartó
aquellos pensamientos y se centró en la única novedad destacable que había
tenido durante sus casi cien años de aislamiento: un hombre había venido a la
casa para hablar con él. No era la primera vez que venía, en realidad, pero la
primera no pudo verlo. Él le había ordenado que no saliese de su habitación,
así que aquella vez no pudo ver de quien se trataba. Y ahora… Ahora quería ver
qué clase de hombre se reunía con los dos sumerios; qué clase de hombre
entraría en aquella casa por su propio pie. Hylissa había permanecido apartada,
había evitado a propósito el contacto con Emesh porque no quería ser confinada a
su habitación de nuevo, recordarle que existía. No quería que le diese alguna
orden que le impidiese escuchar lo que el desconocido tenía que decirles. Se
había quedado en su cuarto hasta que se aseguró de que los tres estaban en el
salón, y después había salido a hurtadillas.
No podía sentir las emociones de él a
través del vínculo de los brazaletes, pero sólo porque sabía ocultárselas
levantando muros a su alrededor. Algo que ella no podía hacer, así que había
tenido que aprender a camuflar las suyas. Cuándo salió lo hizo tratando de
contener los nervios puesto que, si él lo notaba, sabría de inmediato que
estaba haciendo algo indebido. Respiró hondo en el pasillo e imaginó que iba a
cualquier otra parte en lugar de a espiar a escondidas. Porque no le importaba
demasiado lo que sucediese dentro o fuera de la maldita casa, aunque la visita fuese
un hecho sin precedentes -para ella-, toda una novedad… No, Hylissa no lo hacía
por la novedad que, de repente, representaba un invitado dentro de su reclusión;
ni siquiera lo hacía por curiosidad; lo hacía simplemente porque no debía.
Porque Emesh se lo prohibiría de inmediato, de saberlo. Y porque, por encima de
todo, el pequeño acto de rebeldía trascendía ésa línea recta por la que estaba
obligada a caminar. Porque aún podía tomar decisiones por pequeñas e
insignificantes que estas fuesen, aunque se hallasen dentro de las lagunas
sinuosas de la obediencia que le debía. Aún podía tomar decisiones.
Se deslizó de puntillas hasta la puerta
entreabierta, dejando que el enorme espejo de pie del recibidor reflejase la
escena del interior para ella. El hombre estaba muy cerca pero eso no la
asustó. Lo observó con cuidado de no ser descubierta, absorbiendo cada detalle.
Era atractivo, pero de una forma despiadada. Se lo decían sus ojos, que
se asemejaban a los de un animal carroñero. Ojos verdes, muy claros, cómo el
color del mar a orillas del mediterráneo; del color de aquella playa dónde ella
creció. Casi iridiscentes, como dos ópalos. Alto como el propio Emesh, tenía el
cabello más largo que había visto nunca en un hombre; liso y pálido, de ése
rubio que está a un paso del blanco. Sus ropas eran sencillas, propias de su
pueblo; una amplia camisa blanca que parecía de seda y pantalones del mismo
tejido y color, y los bordes de ambas prendas estaban rematados por hilo de
oro. Ropas sencillas pero de calidad. No se había molestado en ponerse algo
adecuado a la época o el momento. Raras veces lo hacían, puesto que pasar
inadvertidos era algo tan ajeno a ellos como los sentimientos en el sumerio. En general, tenía el aspecto regio de quien
está al mando de todo, y parecía sentirse frustrado por no poder mandar allí
también. Porque allí no mandaba nadie que no fuese Emesh.
Parecían
conocerse desde hace tiempo, puede que más, incluso, de lo que ella llevaba con
los sumerios. Había cierta familiaridad en su trato, aunque desde luego no
parecían amigos. Porque los hombres como ellos, no hacen amigos. Eso era algo
que ella sabía bien, puesto que había pasado toda su vida entre ése tipo de
hombres. Y éste en particular, era de la clase de hombre que no piensa en nada
bueno. Lo supo al contemplar sus ojos glaucos y fríos; lo supo en su corazón. Pegó
la espalda a la pared y dejó de mirar para centrarse en escuchar la
conversación. A fin de cuentas, eso era lo importante…
—Deja
de preocuparte, todo está listo —decía Emesh—. Elegiré uno de los sitios que
suele frecuentar y lo esperaré allí. Antes o después… él vendrá a mí. Sin
saberlo, vendrá a mí…
—Cómo
quieras —la voz del desconocido sonaba tranquila, todo lo tranquila que podía sonar
en presencia del sumerio—. Ignoro dónde puedes encontrar al cazador…
—No
necesito que me digas dónde está, será el serafín quien lo haga.
—Él
jamás te lo dirá —aseguró con rotundidad.
—Me
lo dirá. Lo quiera o no… Me lo dirá —Hylissa no podía verle la cara, pero sabía
que estaba sonriendo. Conocía aquella sonrisa mejor que nadie y sintió como se
le erizaba el vello del cuerpo en respuesta—. Al final, de una forma o de otra,
todos hablan. ¿Lo quieres vivo? Al cazador, digo. Vivo, ¿o te bastará con
mostrarle su cuerpo?
—Me
bastará con mostrárselo.
—Bien,
mi hermano no tiene muy clara la línea que separa la vida de la muerte, a
veces… Necesito el nombre del serafín, Viktor —dijo Emesh con persuasión,
acariciando las palabras de aquella forma dulce en que solía acariciarlas—. Su
nombre real.
Se
hizo una larga pausa en la que ninguno de los dos habló. Una larga pausa que el
sumerio rompió.
—Pretendes
que lo mate por ti, ¿y te pones quisquilloso por un simple nombre? Hace mucho
tiempo que cruzaste ésa línea, primo. Mucho tiempo.
—Viridiel
—claudicó éste con un suspiro—. Su nombre es Viridiel.
—Viridiel…
—ronroneó complacido—. Es un placer….
Y
volvía a sonreír de nuevo.
Y
así comenzó todo…
* * *
…Y así comenzó todo.
Y
Yeialel se agitó en sueños una vez más.
Se
agitó en sueños y, por primera vez en mucho tiempo, cuando despertó no consiguió
recordar lo que había soñado. No lo recordaba, pero sabía a ciencia cierta que
aquellos sueños guardaban relación con los que lo habían asaltado durante esos
casi cien años. Eran sueños oscuros, impregnados de traición, que se deslizaban
dejando un rastro de fría inquietud e incertidumbre en su corazón. Una
sensación de pérdida lo arañó en lo más profundo, y ése frío, que no cesaba, se
hizo aún más intenso en su interior; cortante, como esquirlas de hielo. Tenía
el regusto metálico y amargo de la sangre y las lágrimas en la boca. La sangre
de sus hermanos, y sus propias lágrimas, puesto que por ellos había llorado. El
regusto de la muerte, que sabe a cenizas, y que los seguía como una sombra a la
que es difícil ver, pero de la que aún es más difícil esconderse. Y quería ir
más allá, pero no podía. No se le permitía ver lo que ocultaban aquellos sueños
recurrentes, y aborreció todas aquellas veces que había deseado no saber; no
soñar; desconocer por completo lo que les deparaba el futuro… Y ése miedo que
se colaba en su interior cada noche, desde hacía semanas, estaba allí de nuevo.
Y se había hecho mucho más fuerte. Había arraigado en sus entrañas, creciendo
como una oscura enredadera. Y como cada noche, se sintió impotente y
desesperado.
Se
levantó y salió al patio; respiró el suave aroma de las flores tratando de
despejarse. Emu estaba allí, sentado en el banco de piedra, semioculto por las
sombras, y caminó en su dirección. Él le hizo sitio a su lado, como siempre, y
sus manos se enlazaron. Apoyó la cabeza en el hueco de su hombro y suspiró
cansado.
—¿Nada?
—preguntó su hermano. Negó en silencio, derrotado.
—Está
bien, Yo… —susurró Emu, acunándolo con suavidad.
—No,
nada está bien… Tienes que ir a avisarle, Emu.
—¿Avisar
a quién?
Yo
levantó la cabeza para mirarlo a los ojos frunciendo los labios. Su hermano
conocía de sobras la respuesta.
—A
Vörj, claro —le dijo ignorando ése detalle.
—Claro.
¿Y qué se supone que voy a decirle? —repuso Elariel frustrado. Cuando los
sueños comenzaron, hace unas semanas, lo envió en busca de Viridiel. Quiso que
lo trajese de vuelta a su hogar, con ellos. Pero Viridiel se negó, por
supuesto. No quiso saber nada. Y ellos se temían que su reticencia se debiese
al deseo de que los sueños lo alcanzasen, por fin. Tampoco atendería a razones
esta vez, pero a pesar de ello… tenía que seguir intentándolo.
—Dile
que todo ha comenzado. Dile que está en peligro, que él lo está buscando. Que
los busca a ambos…
Yeialel
sentía una fuerte necesidad de tener cerca a Vörj, de protegerlo de la forma
que fuese. Sin embargo no conseguiría ni lo uno ni lo otro. Unos días atrás se
planteó la posibilidad de ir a su casa con Emu, como hiciesen tantas otras
veces, pero no lo hizo. No lo hizo porque allí, en su tierra natal, su don era
mucho más fuerte. Y necesitaba que lo fuese. Necesitaba que los sueños le
enseñasen el camino. Aunque hasta ahora… solo veía oscuridad.