Capítulo 1




Dejar que el tiempo pase sin más




         A veces la vida transcurre tan despacio que uno podría olvidar que está vivo. Transcurre tan despacio que uno podría olvidarse de respirar.

         Y así habían sido los últimos años para ella; largos, lentos, idénticos unos de otros, sin posibilidad de diferenciarlos en modo alguno. Sin absolutamente nada que alterase ésa línea recta que era su vida. Ésa línea recta por la que estaba obligada a caminar… Porque ya no recordaba cómo era no sentir el tirón de la obediencia; cómo era hacer algo por decisión propia. Y quizá no lo recordaba porque no había nada que recordar, puesto que su vida había concluido antes de haber comenzado siquiera.
         Observó los brazaletes de sus muñecas: estaban forjados con un metal que no existía en éste mundo; plateados y salpicados de inscripciones en una lengua perdida en el tiempo. Eran bonitos, podrían haber pasado por una joya, pero la realidad es que estaban muy lejos de serlo. Eran unos grilletes y nada en éste mundo -ni en el otro- podría romperlos jamás.
Se recordó a sí misma que las cosas podrían ser peores. La verdad era que, teniendo en cuenta su pasado, no podía quejarse del presente. No todos habían sido tan... considerados. Bueno, no era esa la palabra que ella utilizaría para referirse a él, pero es que tampoco existía una palabra que pudiese definir aquella relación.

         Casi cien años… Habían pasado casi cien años.
         Y seguía encerrada en aquella casa.
         Salvo que ésta vez estaba sola.  
         Sola con ellos…

         Contempló con nostalgia los campos tras el cristal de la ventana; él no le permitía salir de la casa y no había pisado el exterior en todo ese tiempo. De su vida anterior, añoraba recorrer el laberinto, añoraba la oscuridad que albergaba y a sus habitantes de piedra. Después de todos esos largos años sentía su pérdida como la de un ser querido puesto que, a su manera, el laberinto estaba vivo. Lleno de cruel desesperación, al igual que ella. Por eso se había sentido como en casa paseando entre sus paredes, entre los salvajes setos y la espesa maleza. Era aquel el lugar dónde el dolor de su corazón iba más allá y se hacía tangible y ella, de buena gana, hubiese soportado una paliza a cambio de salir fuera una vez más y recorrerlo. Recorrer aquel tupido camino de angustia y pesar, de desolación y miedo. Recorrerlo con los pies descalzos sobre el húmedo musgo que nunca veía la luz del sol.  Sí, pensó, hubiese soportado la fusta con tal de salir fuera de aquella maldita casa… Lo hubiese soportado a él, el peso de su cuerpo inflexible y la brutalidad con que la montaba, como si de una de sus yeguas se tratase. Todo por huir de allí, por sentir el aire fresco en la cara una vez más. Cualquier cosa era mejor que morir de desidia encerrada para siempre.

         Emesh no era violento, al menos no con ella… Aunque tampoco importaba demasiado. Porque después de tanto tiempo siendo una esclava, nada importaba ya demasiado. Existían, en cambio, otras muchas formas de crueldad peores que la violencia, o a ella así se lo parecía. Hubiese soportado mucho mejor cualquier tipo de castigo, incluso el encierro, si en algún momento le hubiese dado la impresión de que ella significaba algo para el sumerio. Pero, por supuesto, ella no significaba ni lo más mínimo, no significaba absolutamente nada. Porque uno no se interesa por un objeto, simplemente lo posee. Y él no se interesaría jamás por nadie, puesto que cualquier clase de sentimiento estaba fuera de su naturaleza. Eran, los sentimientos, algo completamente ajeno a él. Se mostraba complaciente, si ella lo complacía. Complaciente del único modo en el que podía serlo. Puede que en ocasiones, si estaba de buen humor, se mostrase incluso amable. Pero a estas alturas ya lo conocía lo suficiente como para saber que aquellos estados de ánimo nada tenían que ver con ella; eran únicamente un eco, un reflejo volcado sobre un receptor que bien podría haber sido cualquier otro. Porque uno no se interesa por un objeto, simplemente lo posee. Y durante mucho tiempo Hylissa había deseado que la poseyese. A pesar de la oscuridad de su corazón, lo había deseado. Se había conformado con eso porque conformarse era sencillo; sumamente fácil para alguien como ella. Porque las manos del sumerio eran cálidas, a pesar del aterrador frío que anidaba en su interior. Cálidas de una forma que no había conocido hasta entonces. Y su boca, pese a no estar hecha para besar, le había enseñado que aún había cosas que tenían sentido. Y durante aquellos breves momentos, le parecía imposible que aquella misma boca que la abrasaba de placer pudiese ahogarla en esa desgarradora apatía. Sí, se había conformado, había aceptado su destino por la fuerza de la costumbre. Pero ya no. Ya no… El tiempo había pasado. Había pasado y sólo dejó cenizas.
         Apartó aquellos pensamientos y se centró en la única novedad destacable que había tenido durante sus casi cien años de aislamiento: un hombre había venido a la casa para hablar con él. No era la primera vez que venía, en realidad, pero la primera no pudo verlo. Él le había ordenado que no saliese de su habitación, así que aquella vez no pudo ver de quien se trataba. Y ahora… Ahora quería ver qué clase de hombre se reunía con los dos sumerios; qué clase de hombre entraría en aquella casa por su propio pie. Hylissa había permanecido apartada, había evitado a propósito el contacto con Emesh porque no quería ser confinada a su habitación de nuevo, recordarle que existía. No quería que le diese alguna orden que le impidiese escuchar lo que el desconocido tenía que decirles. Se había quedado en su cuarto hasta que se aseguró de que los tres estaban en el salón, y después había salido a hurtadillas.

         No podía sentir las emociones de él a través del vínculo de los brazaletes, pero sólo porque sabía ocultárselas levantando muros a su alrededor. Algo que ella no podía hacer, así que había tenido que aprender a camuflar las suyas. Cuándo salió lo hizo tratando de contener los nervios puesto que, si él lo notaba, sabría de inmediato que estaba haciendo algo indebido. Respiró hondo en el pasillo e imaginó que iba a cualquier otra parte en lugar de a espiar a escondidas. Porque no le importaba demasiado lo que sucediese dentro o fuera de la maldita casa, aunque la visita fuese un hecho sin precedentes -para ella-, toda una novedad… No, Hylissa no lo hacía por la novedad que, de repente, representaba un invitado dentro de su reclusión; ni siquiera lo hacía por curiosidad; lo hacía simplemente porque no debía. Porque Emesh se lo prohibiría de inmediato, de saberlo. Y porque, por encima de todo, el pequeño acto de rebeldía trascendía ésa línea recta por la que estaba obligada a caminar. Porque aún podía tomar decisiones por pequeñas e insignificantes que estas fuesen, aunque se hallasen dentro de las lagunas sinuosas de la obediencia que le debía. Aún podía tomar decisiones.
         Se deslizó de puntillas hasta la puerta entreabierta, dejando que el enorme espejo de pie del recibidor reflejase la escena del interior para ella. El hombre estaba muy cerca pero eso no la asustó. Lo observó con cuidado de no ser descubierta, absorbiendo cada detalle. Era atractivo, pero de una forma despiadada. Se lo decían sus ojos, que se asemejaban a los de un animal carroñero. Ojos verdes, muy claros, cómo el color del mar a orillas del mediterráneo; del color de aquella playa dónde ella creció. Casi iridiscentes, como dos ópalos. Alto como el propio Emesh, tenía el cabello más largo que había visto nunca en un hombre; liso y pálido, de ése rubio que está a un paso del blanco. Sus ropas eran sencillas, propias de su pueblo; una amplia camisa blanca que parecía de seda y pantalones del mismo tejido y color, y los bordes de ambas prendas estaban rematados por hilo de oro. Ropas sencillas pero de calidad. No se había molestado en ponerse algo adecuado a la época o el momento. Raras veces lo hacían, puesto que pasar inadvertidos era algo tan ajeno a ellos como los sentimientos en el sumerio. En general, tenía el aspecto regio de quien está al mando de todo, y parecía sentirse frustrado por no poder mandar allí también. Porque allí no mandaba nadie que no fuese Emesh.
         Parecían conocerse desde hace tiempo, puede que más, incluso, de lo que ella llevaba con los sumerios. Había cierta familiaridad en su trato, aunque desde luego no parecían amigos. Porque los hombres como ellos, no hacen amigos. Eso era algo que ella sabía bien, puesto que había pasado toda su vida entre ése tipo de hombres. Y éste en particular, era de la clase de hombre que no piensa en nada bueno. Lo supo al contemplar sus ojos glaucos y fríos; lo supo en su corazón. Pegó la espalda a la pared y dejó de mirar para centrarse en escuchar la conversación. A fin de cuentas, eso era lo importante…

         —Deja de preocuparte, todo está listo —decía Emesh—. Elegiré uno de los sitios que suele frecuentar y lo esperaré allí. Antes o después… él vendrá a mí. Sin saberlo, vendrá a mí…
         —Cómo quieras —la voz del desconocido sonaba tranquila, todo lo tranquila que podía sonar en presencia del sumerio—. Ignoro dónde puedes encontrar al cazador…
         —No necesito que me digas dónde está, será el serafín quien lo haga.
         —Él jamás te lo dirá —aseguró con rotundidad.
         —Me lo dirá. Lo quiera o no… Me lo dirá —Hylissa no podía verle la cara, pero sabía que estaba sonriendo. Conocía aquella sonrisa mejor que nadie y sintió como se le erizaba el vello del cuerpo en respuesta—. Al final, de una forma o de otra, todos hablan. ¿Lo quieres vivo? Al cazador, digo. Vivo, ¿o te bastará con mostrarle su cuerpo?
         —Me bastará con mostrárselo.  
         —Bien, mi hermano no tiene muy clara la línea que separa la vida de la muerte, a veces… Necesito el nombre del serafín, Viktor —dijo Emesh con persuasión, acariciando las palabras de aquella forma dulce en que solía acariciarlas—. Su nombre real.
         Se hizo una larga pausa en la que ninguno de los dos habló. Una larga pausa que el sumerio rompió.
         —Pretendes que lo mate por ti, ¿y te pones quisquilloso por un simple nombre? Hace mucho tiempo que cruzaste ésa línea, primo. Mucho tiempo.
         —Viridiel —claudicó éste con un suspiro—. Su nombre es Viridiel.
         —Viridiel… —ronroneó complacido—. Es un placer….
         Y volvía a sonreír de nuevo.

         Y así comenzó todo…

* * *

    …Y así comenzó todo.

         Y Yeialel se agitó en sueños una vez más.  
         Se agitó en sueños y, por primera vez en mucho tiempo, cuando despertó no consiguió recordar lo que había soñado. No lo recordaba, pero sabía a ciencia cierta que aquellos sueños guardaban relación con los que lo habían asaltado durante esos casi cien años. Eran sueños oscuros, impregnados de traición, que se deslizaban dejando un rastro de fría inquietud e incertidumbre en su corazón. Una sensación de pérdida lo arañó en lo más profundo, y ése frío, que no cesaba, se hizo aún más intenso en su interior; cortante, como esquirlas de hielo. Tenía el regusto metálico y amargo de la sangre y las lágrimas en la boca. La sangre de sus hermanos, y sus propias lágrimas, puesto que por ellos había llorado. El regusto de la muerte, que sabe a cenizas, y que los seguía como una sombra a la que es difícil ver, pero de la que aún es más difícil esconderse. Y quería ir más allá, pero no podía. No se le permitía ver lo que ocultaban aquellos sueños recurrentes, y aborreció todas aquellas veces que había deseado no saber; no soñar; desconocer por completo lo que les deparaba el futuro… Y ése miedo que se colaba en su interior cada noche, desde hacía semanas, estaba allí de nuevo. Y se había hecho mucho más fuerte. Había arraigado en sus entrañas, creciendo como una oscura enredadera. Y como cada noche, se sintió impotente y desesperado.

         Se levantó y salió al patio; respiró el suave aroma de las flores tratando de despejarse. Emu estaba allí, sentado en el banco de piedra, semioculto por las sombras, y caminó en su dirección. Él le hizo sitio a su lado, como siempre, y sus manos se enlazaron. Apoyó la cabeza en el hueco de su hombro y suspiró cansado.
         —¿Nada? —preguntó su hermano. Negó en silencio, derrotado.
         —Está bien, Yo… —susurró Emu, acunándolo con suavidad.
         —No, nada está bien… Tienes que ir a avisarle, Emu.
         —¿Avisar a quién?
         Yo levantó la cabeza para mirarlo a los ojos frunciendo los labios. Su hermano conocía de sobras la respuesta.
         —A Vörj, claro —le dijo ignorando ése detalle.
         —Claro. ¿Y qué se supone que voy a decirle? —repuso Elariel frustrado. Cuando los sueños comenzaron, hace unas semanas, lo envió en busca de Viridiel. Quiso que lo trajese de vuelta a su hogar, con ellos. Pero Viridiel se negó, por supuesto. No quiso saber nada. Y ellos se temían que su reticencia se debiese al deseo de que los sueños lo alcanzasen, por fin. Tampoco atendería a razones esta vez, pero a pesar de ello… tenía que seguir intentándolo.
         —Dile que todo ha comenzado. Dile que está en peligro, que él lo está buscando. Que los busca a ambos…
         Yeialel sentía una fuerte necesidad de tener cerca a Vörj, de protegerlo de la forma que fuese. Sin embargo no conseguiría ni lo uno ni lo otro. Unos días atrás se planteó la posibilidad de ir a su casa con Emu, como hiciesen tantas otras veces, pero no lo hizo. No lo hizo porque allí, en su tierra natal, su don era mucho más fuerte. Y necesitaba que lo fuese. Necesitaba que los sueños le enseñasen el camino. Aunque hasta ahora… solo veía oscuridad.